Hilito negro de muerte / Carlos Morales

Licenciatura en Ingeniería Civil-CUCEI

Don Ignacio se despertó más temprano que los demás días porque sus ideas estaban haciendo más ruido de lo normal, aunque era muy temprano para que le estuvieran pidiendo de comer. De cualquier manera, ya no logró conciliar el sueño. Se levantó y buscó su ropa al lado de la cama endurecida por los años; una camisa de algodón blanca, unos pantalones un poco desgarrados de la parte de abajo y unos huaraches de cuero eran el único tipo de vestimenta que utilizaba desde que había nacido –hacía tanto tiempo de eso, que ya no lograba recordar con precisión su edad cuando intentaba sacar la cuenta–. De nuevo sentía que en su vejez la soledad le apachurraba los huesos.
       –Cállense, ya voy a darles de comer –susurraba en medio de la aislada pieza en que vivía, mientras se terminaba de vestir.
Su dormitorio apenas tenía espacio para la cama y una mecedora que había sido de su abuelo, a quien nunca conoció. El resto de la casa se componía de un bañito y una pequeña cocina en la que preparaba y comía sus alimentos y a veces recibía a las poco comunes visitas que en un tiempo llegó a tener. También era ahí donde disponía sus ideas, siempre amarradas de hilitos de diferente color para que no se le confundieran ni se le escaparan.
Se acercó a sus ideas –también había sentimientos, pero esos seguían dormidos–. Les arrojó unos trocitos de pan que se había encontrado en la alacena, era lo último que le quedaba de comer. Prefirió no comer, para mantener sanas sus ideas, que vendería después en el mercado.
Regresó a su cuarto a dormir una siesta en la mecedora hasta que fuera la mejor hora para salir rumbo al mercado. Todavía modorro por la oscuridad absoluta del lugar, don Nacho no conciliaba el sueño. Los recuerdos le revolvían la cabeza y le evocaban la razón por la que se había visto en la necesidad de entrar al negocio de las ideas. Se dio cuenta de que ya no conservaba más ideas de éxito y placer, a las que amarraba con hilitos amarillos y rojos. También, que todos los sentimientos de amor, curiosamente, se le habían escapado cuando murió su pareja. Y eso que eran los sentimientos que más se le vendían. Abrió los ojos y vio una pequeña melancolía caminando entre sus pies, la agarró y le ató un hilito tinto. Pensó en lo mucho que faltaba aún para que la melancolía fuera considerada mercancía valiosa por algún comprador, aún estaba muy chica y a casi nadie le gustaba adquirir melancolías.
Se empezaba a filtrar el sol por una de las tejas rotas que protegía su habitación y entonces se puso de pie, caminó a la cocina y levantó su banquito y una caja con todas las ideas que deseaba vender. Empujó la puerta de la entrada y salió rumbo al mercado. Sus ideas aún no se tranquilizaban.
        –Nachito, ¿cómo está? –le gritó doña Inés, de quien a veces se quejaba de que no le pagara las ideas que le fiaba, ella siempre le pedía interminables prórrogas.
–¡Don Nacho, sus chingaderas no sirven para nada! –le reclamaba don Hipólito desde su local de fruta, ubicado enfrente de la pollería de doña Inés, muy cerca de donde se acomodaba don Nacho.
        –Por favor, Nachito, no le haga caso a él, lo que más necesito son sus nuevas ideas para innovar el negocio. No sabe lo difícil que se ha vuelto vender pollos cuando la gente prefiere otras cosas. Ándele, fíeme una de esas ideas que trae ahí, después se la pago sin problema, que al cabo con una de sus ideas luego el dinero me sobrará.
Don Nacho optó por ignorarlos y seguir caminando, ya casi llegaba al lugar que le correspondía dentro del mercado de San Juan. Acomodó su banquito de madera, puso la caja en el piso y desplegó un pequeño letrero: “Ideas $20 / Sentimientos $30”. Se sentó y esperó a que llegaran los clientes que en tiempos pasados solían atiborrar su local, que luego abandonó, por las deudas. El negocio de las ideas ya no era el de antes.
“Otra vez viene esta señora”, pensaba don Nacho mientras doña Inés insistía en saludarlo y platicarle con más cercanía. La verdad es que la señora de los pollos le debía tantas que don Nacho prefería seguirle la corriente y no fiarle más ideas, porque con ella no obtenía ninguna ganancia. De por sí ya le quedaban muy pocas como para mantenerse,  además la gente no pagaba el precio justo por ellas. Don Nacho esperó a que doña Inés se fuera y siguiera con sus labores. Fue entonces cuando varios jóvenes que don Nacho nunca había visto por el mercado se le acercaron, haciendo que las ideas se le inquietaran.
– ¿Qué son esas cosas, señor?
– Pues, ¿qué más habrían de ser sino ideas? –se reacomodó lentamente en su espacio, sin levantarse ante los muchachos–. Cuestan a veinte; están baratas. Y los sentimientos a treinta.
– ¡Qué pendejada, esas cosas ya no se usan, señor! –dijo uno, y se fueron.
Don Nacho continuó hasta la noche en su banquito de madera, sólo se levantó una vez para ir al baño, acompañado de sus ideas, no se las fuera a robar doña Inés como en otras ocasiones. La caída del sol y la oscuridad que iba envolviendo al mercado, así como la progresiva retirada de los comerciantes de sus locales, fue la señal para don Ignacio de que ya se tenía que ir. Pero se quedó viendo una de las ideas, la que pendía de un hilito negro. La tomó en sus manos y la acarició, mientras la idea se acurrucaba con placer entre las palmas y jugueteaba con los dedos huesudos de don Nacho. Exhaló con fuerza y sintió que el peso de los años se le salía por la nariz y por la boca, pero ya no volvió a inhalar. La idea amarrada al hilito negro había alcanzado su destino. Don Nacho se quedó sobre el banco como si aún estuviera cuidando sus ideas, que comenzaban a alborotarse por la falta de atención de don Nacho.
     Al día siguiente, doña Inés llegó al mercado antes de lo acostumbrado. Cuando vio a don Nacho en su lugar tan temprano, se le acercó y notó que no sólo la ignoraba sino que tampoco respiraba. Para pronto, doña Inés tomó las ideas y sentimientos que estaban colgados y se marchó, no fuera ser que don Nacho reaccionara.

 

 

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