Budapest / Agustín Goenaga

Y, después de mucho pensarlo, habló Júpiter y dijo

de esta manera: «Me parece haber dado con una traza

para que haya hombres y cese, con todo, su insolencia: debilitarlos. Voy, dijo, a dividir a cada uno en dos, con lo que resultarán más débiles y a la vez más útiles para nosotros, por haber crecido en número. Andarán rectos sobre dos piernas. Y si les da aún por insolentarse y no quieren llevar las cosas en paz, los dividiré, dijo, una vez más en dos,

de modo que anden a saltos, sobre una sola pierna».

Platón, El banquete

 

I.

En la estación de Zagreb intento fotografiar a una mujer que se asoma por encima de la ventanilla de un vagón. La locomotora con rumbo a Ljubljana tose un par de veces y se echa a andar con una sacudida de hombros. Antes de que pueda presionar el disparador de la cámara, la velocidad empuja a la mujer fuera de mi vista. Ella pasa con la frente recargada contra el marco de hierro. En la imagen aparece sólo el costado anaranjado del tren. Yo viajo en la dirección opuesta.

Más o menos a la altura del Balatón comienza a caer una garúa muy fina. Tengo un compartimiento para mí solo, el tren viaja vacío. Abro la ventana y apoyo los brazos sobre el vidrio. El viento me provoca una sensación de desamparo: una mano acaricia con ternura y nostalgia cada uno de mis órganos internos. Un niño pasa tambaleándose a toda carrera por el pasillo, el ruido de las pisadas me hace voltear y sacar la cabeza por la puerta corrediza. Él suelta un grito y se abalanza a los brazos de la madre que le espera de rodillas en el otro extremo del vagón. Es el mismo miedo el que nos mantiene a ambos aquí, yo recostado de nuevo en el asiento, él aferrado a una mujer robusta cuyo pelo pajizo le cae sobre la cara y le hace reír.

 

Hace tiempo estuve con un amigo en la orilla de una playa. Observábamos a un grupo de niños, habitantes del lugar, que jugaban con una niña extranjera. No tendrían más de ocho o nueve años, la niña no llegaría a los seis. Uno estaba molesto, quería golpear a los demás, hacía notar que se sentía humillado. Lograron apartarlo sin mayor esfuerzo y se retiró entre maldiciones delineadas con la voz aguda y cortante de los campesinos. La niña tomó arena y la lanzó al más grande, que se había mantenido a la distancia. Corrió un poco a su alrededor mientras él se inclinaba, fingía tomar un puñado de arena y lo lanzaba hacia ella. La niña lo atrapó en el aire y lo devolvió.

Hay ciertos detalles cuyo significado entiendo cuando ya sólo puedo recordarlos como destellos inasibles, como puntos de referencia para el mapa interior de mi cráneo. Así ha sucedido con la risa del niño y con el puñado de arena inexistente. Quizá sea como todo lo demás, que sólo cobra sentido cuando se mira desde la siguiente esquina y se añora.

Cierro la ventanilla. Me recargo contra la puerta a observar el agua que escurre por el cristal. Los árboles cortan el rumor del tren, semejantes a resoplidos humanos.

Más adelante nos detenemos. Muevo el visillo de la cortina y descifro el nombre de la estación. Lo anoto en la orilla del cuaderno: Balatonmariafürdö. Me parece distinguir por encima del andén las casas blancas en la ladera de la montaña y me invade la sensación de que aquellas personas han impuesto el nombre de alguien a esta parte de la ribera. Una ninfa habita las aguas y baila entre las corrientes y las algas, cuida de los pescadores y los bañistas y roba ocasionalmente a alguno para que le haga compañía.

Dejamos la estación. El edificio se aleja con el cabello revoloteando al paso del tren. Nos da la espalda. Alguien atraviesa el pasillo del vagón arrastrando una maleta… fshhhhhhhhhhhhhh… el sonido resulta tranquilizador, una continuidad gratificante por encima del golpeteo del tren sobre los rieles. Se abre de un golpe la puerta de mi compartimiento. Un hombre asoma la cabeza, da un paso para entrar. Finjo estar dormido. Nota que estoy tendido en el asiento y vuelve a salir cerrando la puerta con consideración.

Cae la noche y un par de horas después caen también las luces de la ciudad. El tren aminora la marcha. Ahora habrá que buscar un hostal. Saco la guía, debo tomar el autobús negro con el número 7 o 7A. No dice dónde bajar.

II.

El tren se detiene cerca de la medianoche. Me asomo por la ventanilla antes de salir: Budapest-Keleti pu. Pocos bajamos al andén en una estación vacía, de techos altísimos y mal iluminada. Tap… Tap… Tap… Tap…, mis pasos se escuchan en el suelo de concreto. Los vagones estacionados lucen grafitis en sus costados: monstruosas palomas mensajeras que recorren el mundo atadas a caminos inevitables.

Llueve.

Abotono la gabardina, acomodo la mochila negra en mi espalda balanceando todo el cuerpo para levantarla, tomo la bolsa pequeña y me encamino fuera de la estación. Sigo a una pareja que se apresura hacia la salida. Se detienen para abrocharse mutuamente gruesos impermeables. Bajan por las escaleras del frontón y en una esquina abordan un autobús. La parada está apenas alumbrada por un foco que un comerciante ha colgado de los cables eléctricos.

Suele tomarme una o dos horas entender las direcciones y las distancias para moverme con soltura en cada ciudad que visito por primera vez. Regreso a la estación. Dudo a cada momento. Tap… Tap… Tap… Tap… Subo las escaleras y en cuanto entro al edificio una mujer se acerca hablando un inglés entrecortado:

Need room?

How much?

Lleva consigo un pedazo de cartón donde apenas se alcanza a leer una cifra y algunas letras en inglés:

 

15’000 Ft            –Kitchen

  NearStation –Bethroom

                           –Private Badroom

 

Observo durante varios segundos el letrero que pone en mi rostro. No me ofrece un cuarto sino un departamento con cocina y baño privado. La vieja tiene los cabellos enredados y usa pantalón debajo del vestido. Me ofrece el cuarto de Beth y el Cuarto Malo. Eso de Beth no suena mal: seguro se trata de una inmigrante rumana de brazos delgados y pecas en todo el cuerpo, quizá estudiante de música, que toma estimulantes para aguantar la noche en vela y aprende magiar en sus ratos libres. Si ella decidiera expulsarme a medianoche me tocaría dormir en el Cuarto Malo. Al menos sería privado. Un infierno privado. Mi propio infierno individual. La idea es sugerente. Si fuera un escritor de verdad, tomaría el departamento sin pensarlo dos veces, pero no soy un escritor de verdad. No. Uno tiene que buscar las cosas en lo que ve todo el mundo, como los mendigos que día tras día se reducen a su mínima expresión —una mano extendida, de ojos lagañosos— y han aprendido a descifrar el significado del excremento de las palomas en las paredes. La vieja se impacienta, tose con virulencia.

No, too expensive.

How much not expensive?

Me mira con un gesto de bovino pasmo. Le muestro dos dedos de la mano izquierda y cinco de la derecha. Dice algo en su idioma y me transfiere su gesto, como si esta vieja húngara y yo participáramos en un juego en el que con cada palabra la incertidumbre rodase de uno a otro igual que una pelota. Tomo su cartón y trazo con el dedo: 2500. Ella enarca las cejas y niega con la cabeza. No, no, no room for that.

Dejo a la mujer, camino un par de pasos y regreso para preguntarle dónde puedo tomar el autobús número 7. Pienso todavía en Beth y en lo agradable que sería llegar a un cuarto donde alguien estuviera esperando. Ella me indica que debo descender por una especie de túnel en el interior de la estación y caminar por la avenida que pasa a un costado del edificio hasta la parada.

 

Arrancaron ya dos o tres autobuses, la gente congregada ha ido desapareciendo. Llega uno con un siete rojo en una esquina del parabrisas. Me retiro la mochila de la espalda y la apoyo en un asiento vacío en la parte delantera, justo detrás de la cabina del chofer, mientras sujeto la bolsa pequeña con una mano. No me siento. Prefiero estar preparado para bajar a la carrera. Procuro distinguir el anuncio del hostal desde la ventanilla. Las avenidas que transitamos son de una oscuridad inescrutable. Las sombras de parques semiocultos por las ramas de los sauces o de algún monumento indescifrable se asoman cada vez que hacemos alto para recoger pasaje.

El vehículo se detiene y escucho el silencio del motor apagado. No sé si sea el final de la ruta. Me acerco a la cabina del conductor y arrimando la guía al cristal le muestro la dirección que busco: Takács Menyhért utca 33. En la guía aparece como el hostal más barato, entre 1,800 y 2,300 Ft por una cama. Sólo tengo la dirección, un número telefónico y la instrucción de abordar el autobús 7 o 7A —«the black-labeled bus 7 or 7A». El hombre lee, se rasca la cabeza, toma el radio y una voz meliflua responde desde el interior, luego abre una portezuela de la cabina para explicarme en una mezcolanza de inglés y alemán que me siente y espere un poco. Arrancamos de nuevo y en cada alto voltea para asegurarse de que siga aquí. Que no me vaya a ninguna parte, me da a entender, que me quede sentado y ya me indicará él dónde bajar. Los pasajeros me miran con condescendencia, discuten entre ellos. Para mí se trata de voces mudas. Me arrebujo dentro de la gabardina y ellos me observan a hurtadillas. Cuando me vuelvo bajan la vista y se quedan mirando al suelo como si no acabaran de entender mi presencia.

El autobús sale sin ceremonias de las avenidas donde la vista tropieza con edificios y caseríos difuminados por la velocidad y la noche. La horizontalidad del paisaje se impacta de súbito contra nosotros y mi mirada recorre enloquecida ese espacio al que ha sido lanzada sin previo aviso. Una urdimbre de canales petrificados desemboca en el caudal del río. Los rostros de los demás pasajeros permanecen impasibles, cada uno viaja sumergido en sus propios asuntos, son sombras que se dirigen hacia el fondo sin alzar los ojos.

Ahora las dos ciudades cobran perspectiva. El Danubio saluda con una maraña de colores: distintas tonalidades del rojo al anaranjado, amarillos que dan lugar a verdes cada vez más profundos conforme se alejan de la iluminación. El agua aparece bajo un barniz dorado, la superficie se eriza: es la piel de gallina del deseo. Por debajo, el rumor jadeante de la marea acaricia ambas orillas. Los puentes son puntadas de luz sobre una herida que no sanará por sí sola y que lleva milenios escindida.

Las ciudades se revelan como dos gigantes atrapados en un ávido entrelazamiento. El autobús tuerce y toma camino a lo largo de la ribera. Viajo en medio del coito perpetuado de las dos orillas como una espada medieval en el lecho, un íncubo invisible que duerme entre los dos amantes. El autobús se precipita hacia uno de los puentes y yo tengo la impresión de estar recorriendo la discreta curva en el monte de Venus de una mujer madura. Frente a mí, Buda se estremece de placer. Un majestuoso falo crece sobre la colina, iluminado desde abajo y festoneado de estatuas ecuestres, de águilas de bronce sosteniendo sables entre sus garras, leones de piedra que custodian rugientes y sosegados la entrada y la salida del castillo. Debajo palpita un laberinto. Pronto tomamos el puente, Pest se queda atrás y sólo puedo intuir una sonrisa de satisfacción pergeñada en su rostro. Éste es el punto más estrecho del Danubio y el de menos profundidad, es donde ambas márgenes se vuelven sensibles y tiemblan al percibir la cercanía de la otra. Hace poco más de un siglo que se unieron por primera vez y desde entonces no han parado de acercarse, igual que dos barcos piratas lanzando sogas con ganchos para juntar las cubiertas e iniciar un abordaje mutuo.

Llegamos a la orilla opuesta y enseguida nos perdemos de nuevo en el entresijo de callejuelas al interior de Buda.

Alto.

 

El conductor abre la portezuela, señala la salida y se pone a contar con los dedos eins zwei drei drei drei, agita tres dedos estirados en cada mano, luego señala la puerta. Agradezco y comienzo a andar. Avanzo un poco, las luces del autobús se pierden al dar la vuelta. Tengo el pelo empapado y los lentes se nublan por la lluvia. Saco el paraguas de la mochila y reemprendo la marcha. Tres cuadras, dijo el chofer. Tap… Tap… Tap… Tap…, me pregunto qué sucedería si consigo empalmar el ritmo de mis pasos con los latidos de mis arterias, quizá haya un secreto cabalístico detrás de todo esto, quizá lo de adentro está conectado con lo de afuera, quizá muera inesperadamente por tocar un punto sensible del orden universal, aunque lo más probable es que no pase nada.

Camino sorteando los charcos, contento de saberme cerca del hostal. Los aparadores de las tiendas están cerrados con cortinas de lámina y los anuncios luminosos apagados. Cada vez que cruzo una calle busco el nombre. Paso una, dos, tres cuadras, nada, sigo caminando, no debe de estar lejos, nada. A la distancia se ve algo de movimiento, algunas personas, un cruce en las líneas del tranvía que pasa por el centro del camellón, un local abierto. Vuelvo sobre mis pasos por la acera contraria, quizá el nombre de las calles cambia al cruzar la avenida. La mochila pesa en mi espalda. Es todo lo que he traído conmigo. No sé qué sucederá si no consigo llegar al hostal. No recuerdo haber visto alguna área de espera en la estación, además no sabría hallar mi camino de vuelta. No me queda mucho dinero. No puedo tomar un taxi. Supongo que tendré que encontrar algún portal donde guarecerme hasta que sea de día. Me detengo bajo un farol y saco la guía de la mochila. Busco un mapa. Sólo aparece uno del centro de Pest y otro del distrito del castillo de Buda. No consigo descifrar mi ubicación. La avenida está vacía. Ésta es una ciudad sombría: edificios altos con demasiados recovecos, demasiados árboles con sus ramas cubriendo las aceras. Camino una vez más hacia donde he visto movimiento. Una de las varillas del paraguas está doblada y parece un brazo roto.

Al fondo veo luces y distingo el anuncio de un local de comida rápida. Pasa de medianoche, se preparan para cerrar. Sacudo las gotas de lluvia de la gabardina antes de entrar y seco los lentes con la tela. Sólo consigo mover el agua de un lado a otro sobre los cristales. Los limpio con el cuello del suéter que llevo debajo. Voy directo al mostrador. Me atiende un adolescente con el rostro cubierto de acné y una gorra de colores chillones encasquetada hasta las cejas. El tipo frunce el ceño y se me queda mirando. Le pregunto si habla inglés y dice que no. Saco la guía y le muestro la dirección. Tampoco sabe donde está. Una niña pequeña, de tres o cuatro años, sentada sobre la superficie metálica del mostrador, conversa con su padre mientras llega su comida. El hombre voltea y pregunta en inglés si puede ayudarme. Toma la guía y le muestro la dirección. Pronuncia el nombre de la calle en voz alta y me maravillo de la musicalidad del lenguaje, me he aprendido de memoria esas palabras a fuerza de repetirlas —Takács Menyhért utca Takács Menyhért utca Takács Menyhért utca Takács Menyhért utca y cada vez me suenan como jirones de tela desgarrados en un alambre de púas y revoloteando en el viento. La niña me mira desde un par de ojos azules, seguro se pregunta quién soy y por qué hablo de esta manera. Sonrío. En verdad debo de dar un espectáculo curioso con mi gabardina y la mochila sobre la espalda, el paraguas en una mano y la bolsa pequeña en la otra, los lentes empañados, la barba mal crecida. Ella no sonríe, pero tampoco desvía la vista. Tengo miedo de que se suelte a llorar.

Un hombre canoso con acento americano se acerca, me entrega un mapa y se vuelve a sentar con su mujer. Tampoco aparece ahí la dirección, queda fuera del mapa. El padre de la niña saca un teléfono de su bolsillo. Marca el número del hostal. Me siento agradecido. Explica dónde estoy y pregunta cómo llegar. Luego sonríe de nuevo, pone el mapa sobre el mostrador y señala un punto en la superficie metálica diciéndome que más o menos ahí debería estar el hostal, en un interminable mar plateado. Aparece su comida. La niña comienza a asomarse entre los paquetes, toma una papa frita y se la lleva a la boca, está caliente. Deja la boca abierta y aspira para que se enfríe, frota una mano pequeña y blanca contra su pantalón de mezclilla y columpia los pies sobre el mostrador. El hombre me entrega la guía, toma la charola y baja la niña al piso, la lleva hasta una mesa y pone la comida enfrente, desenvuelve una hamburguesa y dice que no tardará. No entiendo una palabra, sólo puedo intuir la historia. Me acerco a la pareja de americanos para devolver el mapa. La mujer no alza la vista de un vaso con café. Él hace un ademán de desprecio con la mano antes de que pueda decir otra cosa y me ordena que lo conserve. Luego llega el padre de la niña que nos mira salir del local con los labios cubiertos de sal. El sujeto me toma del brazo y me lleva afuera. Nos detenemos en una parada a unos metros y me señala un autobús que da vuelta por la avenida, me dice en inglés que suba y al pasar el segundo puente baje, será cuestión de cinco o seis minutos, el hostal estará a un par de cuadras de distancia. Agradezco una vez más y le digo que vuelva al restaurante y a su hija. El hombre se despide.

 

Otra vez en el autobús. Ni siquiera me he tomado la molestia de ver el número de la ruta. No importa. Al segundo puente. Es sencillo. Pasamos un túnel y me pregunto si eso cuenta como un puente. Veremos. Tarda en aparecer el siguiente. Pasan cinco, diez minutos, nada. Desespero. Supongo que me habré equivocado y bajo en una esquina pensando que puedo caminar en sentido inverso hasta que encuentre el puente. Los hombros y la espalda comienzan a doler por el peso de la mochila. Miro alrededor. Bajé en un centro comercial abandonado. Hay otro hombre en la parada y dos mujeres en la acera de enfrente. Volteo hacia un lado y otro de la avenida. Camino seis o siete pasos y regreso. Titubeo, eso hace que me mueva en un círculo con un radio ridículamente pequeño. Las mujeres suben a un autobús. El tipo me dedica una última mirada y luego se va andando por una callejuela.

Busco guarida bajo el techo del centro comercial. Podría matar aquí el tiempo hasta que sea de día. Me siento sobre un taburete de concreto. Mientras tanto remuevo la bolsa buscando el tabaco y el papel para liarme un cigarro. Todo está demasiado oscuro para distinguir algo. No se está tan mal aquí. No entra el agua ni el viento. Con toda la basura podría construir un pequeño universo a escala donde jugar a mis anchas.

Me disgusta haber olvidado que el abrigo del hombre en el restaurante había perdido un botón cerca del cuello. Otro más colgaba de un hilo a punto de ceder. Ahora mismo llevará a la niña en brazos y volverá a casa. La niña ha estado jugueteando con el botón. Él conserva los restos de la cena en una bolsa de papel. Su mujer también se ha quedado dormida, quiso esperarlo despierta en su departamento de dos habitaciones pero la fatiga ha podido más. Él no lo sabe. Su mujer y su hija duermen en puntos relativamente lejanos que se van acercando. Él sortea los charcos y encorva el cuerpo para proteger a su hija de la lluvia. He olvidado también al empleado que me atendió detrás del mostrador. Una vez que ha terminado sus tareas, después de barrer el lugar y limpiar la cocina, sale por la puerta trasera y saca una bolsita de plástico con marihuana secada al sol. Es el mejor momento del día. He olvidado también a la pareja de americanos. Hace mucho que no tienen noticias de su hijo. Todavía despiertan a medianoche al escuchar el tap… tap… de unos zapatos por el pasillo de algún hotel. Ninguno abre los ojos, pero ambos están pendientes del áspero sonido de una llave al entrar en la cerradura; aprietan los párpados esperando que sea su puerta la que se abra, hasta que oyen un rechinido y otra puerta, lejos, que se cierra. Su hijo tampoco aparecerá esa noche.

Hace frío. Hasta ahora no lo había sentido, pero en verdad hace frío, en cambio ya no tengo hambre. La niña tira del botón antes de quedarse dormida. El botón cae al suelo.

Un par de policías se acerca por la banqueta y no sé qué hacer. No me atrevo a internarme más en el edificio. Me pongo nervioso. Podría preguntarles cómo llegar al hostal, pedir ayuda, pero dudo que hablen inglés. Podría meterme en problemas. Me observan por unos instantes y pasan a un costado. Me propongo caminar hasta la siguiente parada para aparentar determinación y al llegar veo que se aleja un autobús: 7A lleva escrito con letras negras en la parte trasera. Esperaré el próximo, en algún punto de la ruta tendrá que dejarme en el hostal.

 

Al poco rato llega el siguiente autobús, lo abordo y respiro un poco más tranquilo pero todavía desconfiado. Recorre dos o tres paradas, luego todo el mundo baja. Yo permanezco sentado con la guía en la mano. El chofer se asoma y me dice que baje, que es el final de la ruta. Le pregunto también por la dirección y se encoge de hombros. Me dirijo hacia las cinco o seis personas que abandonaron el autobús. De ahí parte de nuevo en sentido inverso. Le pregunto a un tipo con pinta de estudiante si habla inglés. Un poco, dice. Le pregunto por la dirección y me dice que está bien, que tome el autobús. El motor del autobús arranca. El estudiante me empuja a correr y subimos los últimos por la parte trasera, luego me lleva hasta la cabina del conductor y le explica que busco una dirección: Takács Menyhért utca 33. Otra vez diálogo por la radio y me hacen sentar en la primera fila de lugares. El estudiante se despide y me dice que el chofer me indicará dónde bajar. Agradezco.

El autobús deja la avenida principal y descubro algunos gestos de asombro y molestia entre los pasajeros. Quizá sea mi imaginación, pero creo que se ha salido de la ruta normal. Se detiene debajo de un puente y me dice que baje, me señala una discreta calle que pasa en diagonal: eins, zwei, drei, drei, drei

 

Me detengo para ver los nombres de las calles. La acera está cubierta por una espesa capa de barro: Hamzsabégi utca. A mi izquierda pasa el flanco del puente y por encima las líneas ferroviarias. Al otro lado, las casas se esconden por la hiedra y el follaje de los árboles. Por encima del puente pasa el tren, todo se estremece. Salgo de mi aturdimiento. Se escucha un rugido y el tintineo de los cristales de las ventanas. Me echo a correr hacia el hostal. Todavía cae una garúa muy fina y los nombres de las calles escaldan la lengua al pronunciarlos: Daróci, Györök, Takács Ményhert.

 

 

III.

Llovizna durante toda la noche. Siento la risa de la lluvia que me hace aovillarme entre las cobijas, justo debajo de una ventana donde alguien ha puesto a secar una toalla. El frío se cuela a través de las telas y de la piel.

Una decena de personas compartimos una habitación alargada y estrecha, con las camas en fila como en los orfanatorios. Yo finjo dormir. En la cama de la izquierda se remueve una chica que ya estaba dormida cuando llegué. Al otro lado descansa una mujer gorda y callada; apenas parece respirar. Hace unos minutos entró una pareja y se metieron juntos en una cama. Forcejean. Ella se despide, incómoda, pero él insiste. Está borracho. Risas. En medio de la oscuridad distingo las formas debajo de las sábanas, una rodilla, una cabeza, la línea oblicua de un brazo o una pierna.

Tengo que esforzarme por conciliar el sueño a pesar del cansancio.

Los faros de los automóviles que pasan por la calle se reflejan en el techo de la habitación y por fragmentos de segundo el cuarto queda invadido por una eclosión de figuras y colores. La sombra de la lluvia araña el resplandor y las formas de las plantas en el patio aparecen difuminadas, como si hubiesen logrado desparramarse de los tejidos que las contenían. Las hojas se frotan entre sí y la llovizna reproduce el nervioso tamborileo de unos dedos contra la cornisa.

 

Me quedo en la cama con los músculos temblorosos. Escucho. Nadie más parece prestar atención al sonido de la lluvia. Siento el sueño que poco a poco se acerca. En mi mente todavía gira la imagen del Danubio. Cuando el autobús abandonó las callejuelas, la desnudez de las dos ciudades se reveló en su forma más primitiva. En ese momento, bajo la lluvia que colmada de ternura humedecía el pavimento, la Belgrád Rakpart no podía ser otra cosa que unos labios vaginales excitados al extremo. Al primer golpe de vista, aquel derroche de erotismo petrificado me arrojó contra el respaldo de mi asiento. Casi lograba ver dos melodías que se movían en el ambiente, la canción de dos flautas que serpenteaban tratando de asfixiar el espacio de muerte entre ellas y acompañaban el autobús como si se tratase de los gemidos de las ciudades que se entregaban al sexo para vencer el silencio de la lejanía. Las ondulaciones del río se volvían hacia los pasajeros del autobús. Entre los rayos verdes y amarillos de luz eléctrica que se tendían como sábanas sobre el agua se asomaban las bocas de los que habían pasado por ese cauce, farfullaban incoherencias hasta que el agua volvía a atragantarlos y los sumergía bajo el peso de la multitud que luchaba por decir algo.

El autobús suspiró y resopló un par de veces antes de dirigirse hacia uno de los puentes. El festín de luces en medio de la noche parecía exacerbar el deseo entre aquellos dos cuerpos de piedra que por fin, después de siglos, habían conseguido integrarse en uno solo. El Castillo, las iglesias de San Esteban y Matías, la Torre de Magdalena, el Bastión del Pescador, sólo así cobraban sentido; sólo así podían haber encontrado una respuesta a su desesperación los años de guerra, las voces austriacas, alemanas, otomanas, los pasos de hunos, tártaros, magiares, de eslavos del norte y del sur, de pecenegos, griegos, transilvanos, búlgaros, los gritos de comunistas, nacionalistas, aristócratas, monarcas, sólo así, envueltos en esa cópula impostergable. Sólo ahí he visto algún despojo de la victoria. El triunfo convertido en piedra que se enmohece: el coito perpetuado de los amantes que cierran los ojos, se tienden uno al lado del otro y dejan que la lluvia caiga sobre sus cuerpos, las hojas secas gimen con suavidad, el tiempo pasa y con él la belleza, pero los amantes esperan a que la muerte los sorprenda sin haberse abandonado en un solo momento, alzan la voz para dar a entender que han vencido. El autobús atravesó con paciencia por el Szabadság hid. Dejamos atrás el hueso pélvico de una mujer esbelta para flotar entre las dos ciudades, suspendidos sobre el vacío.

El sueño se derrama. La sórdida voz del cerebro me susurra: El hermoso rostro demente sonríe desdentado. Las Gorgonas peinan sus cabellos en el reflejo que la Estigia les brinda. Debería levantarme de la cama y escribir esto en el diario, podría servirme más tarde, pero los miembros entumidos y el temor de llamar la atención me condenan a permanecer en mi puesto. Entonces intento repetirla para no olvidarla.

El hermoso rostro demente sonríe desdentado. Las Gorgonas peinan sus cabellos en el reflejo que la Estigia les brinda.

El hermoso rostro demente sonríe sin dientes. Las Gorgonas se peinan frente al reflejo de la Estigia.

El rostro hermoso sonríe sin dientes…

 

En la otra esquina de la habitación, la mujer por fin se anima a salir del abrazo del tipo y se retira. Sus pasos se deslizan por el suelo alfombrado y puedo identificar el roce de la tela sobre su piel cuando se quita la blusa y se arropa entre las cobijas de su propia cama. Él se queda murmurando, malhumorado. Afuera sopla el viento con voz firme pero cansada. Sólo es el viento. No, es el sueño que me vence. Sus palabras son suyas, no mías. Me hablan de dos ancianos que no están juntos, no sucede así. No hay mujer con ropa interior burda y gruesa, demasiado ajustada a la fofa cintura y guanga en la entrepierna, una vulva marchita colgando como los belfos de un viejo caballo, que permanezca en ese ayuntamiento silencioso y estremecedor con un anciano de virilidad fláccida y uñas gruesas y amarillentas. No. Nos espera la misma soledad de siempre, aunque haya un cuerpo tendido al lado cuando exhalemos el último aliento y manoteemos buscando un brazo que nos sostenga en este mundo. Nada. No hay otra parte de nosotros que camine por las calles, no hay posibilidad de integración, sólo —como siempre— los pedazos inconexos, confundidos, que tienen breves encuentros y se despiden una mañana cualquiera, al día siguiente, después de un par de años o en el último segundo de vida, pero siempre se despiden l

 

 

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