José Miguel Oviedo lee poesía / Juan Gustavo Cobo Borda

Lo hace con claridad y simpatía, con fervor y conocimiento. Se detiene en los poetas de su país, como es natural, pero más allá de Vallejo y Westphalen, Blanca Varela y Jorge Eduardo Eielson, explora el vasto espacio verbal latinoamericano, al analizar con inteligencia hitos destacados.

José Coronel Urtecho en Nicaragua y Octavio Paz en México, Álvaro Mutis en Colombia y, de nuevo en México, Efraín Huerta. Así por lo menos lo registra su libro Escrito al margen (Bogotá, Procultura, 1982).

Es curioso este recorrido, a través de asedios individuales a figuras que concilian muy diversas propuestas.

Los poetas católicos nicaragüenses, que retoman la rica herencia de Rubén Darío, la mezclan con el otro modernismo de Ezra Pound y William Carlos Williams y se afilian todos al sandinismo, como lo atestigua el libro de Oviedo Musas en guerra (1987). Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Mejía Sánchez, Calos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal apelan a la vanguardia poética para exaltar la lucha política surgida a partir de la caída de Somoza (julio de 1979), donde Cristo se integra con Sandino y el resultado no es demasiado notable. La poesía al servicio de la alfabetización, la poesía entre la clandestinidad y el combate. «El sandinismo como la única forma de ser cristiano en Nicaragua», como aseguró Coronel Urtecho. Pero el periodo que José Miguel Oviedo estudia, de 1974 a 1986, es el que lo lleva a enfrentarse con uno de los nudos más tensos de la poesía en nuestro continente. ¿Cómo asumir la política, cómo integrar, en la palabra lírica, esa dimensión omnipresente del ser humano y la vida en sociedad, que es la política? El ejemplo más válido lo dan sus dos trabajos sobre César Vallejo en Escrito al margen. Uno sobre «Trilce ii» y otro sobre el teatro de Vallejo.

 

¿Qué se llama cuanto heriza nos?

Se llama Lomismo que padece

nombre nombre nombre nombrE

 

Ese análisis de una aparente claustrofobia, con la «bomba aburrida del cuartel» que «achica / tiempo tiempo tiempo tiempo», bien puede ser, como concluye Oviedo, una trampa pero también un pasaje. La poesía es auténtica liberación. No así su teatro, donde el arte revolucionario no logra liquidar el arte burgués y hay algo de ingenuidad militante que en los personajes de bulto no tiene la fuerza dramática, en el hambre, en los huesos, en la Guerra Civil española, en el mito cristiano de la redención, que sí encarnó su poesía. Curiosamente, uno de los más pormenorizados análisis de Oviedo tiene que ver con un poema de Octavio Paz, Pasado en claro (1975), donde se retoma como antecedente Piedra de sol (1957) y su visión de la Guerra Civil en España:

 

Madrid, 1937,

en la Plaza del Ángel las mujeres

cosían y cantaban con sus hijos,

después sonó la alarma y hubo gritos,

casas arrodilladas en el polvo.

 

Pero ahora es la búsqueda memoriosa de toda una vida donde el yo intenta darse alcance y nunca lo logra, en una expiación que es un peregrinaje. Trátese del padre, con quien nunca pudo hablar, ni siquiera en «Esa borrosa patria de los muertos», los sueños, donde «ser tiempo es la condena [y] nuestra pena es la historia» y donde el escape sólo puede ser hacia dentro, en la asunción del Oriente, en los fuertes símbolos de la mitología indígena y el olor a pólvora de la Revolución Mexicana que Octavio Paz respiraba en la cercanía familiar de su padre y su abuelo.

Quizás por ello la verdadera memoria perdurable es la que nos dan voces solitarias como la de Blanca Varela, con su conocimiento sensible de un mundo propio en su elocución personal y a la vez solitaria: «el inmundo el bellísimo azul / el inclemente azul» del deseo. Si bien conoce el surrealismo, sólo busca ser fiel a su descarnado escalpelo.

Donde odio y desprecio, caída y envilecimiento, son formas terribles de amor.

Parodiando las formas del vals, exorcizando sus memorias de la Lima de su infancia y la de ahora, reconociéndose en el mar, la costa y la miseria circundante, Blanca Varela yergue su poesía en legítima defensa contra las coartadas del sentimentalismo, el ámbito familiar y los ritos sociales que enmascaran y asfixian la naturaleza humana» (Escrito al margen, p. 320). Quizás sea éste un buen arranque para que en los tres volúmenes de su Historia de la literatura hispanoamericana, publicados entre 1997 y 2001 por Alianza Editorial, nos lleve de Rubén Darío hasta Gabriel Zaid, para desplegar, con erudición renovada, con agudeza crítica, la más útil y apasionante historia de nuestra poesía, del modernismo hasta Borges y el presente.

Leídos como una sola secuencia establecen una de las más rigurosas y renovadoras lecturas de la poesía latinoamericana.

Además de Darío, están antes los muy válidos antecesores: Martí, Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Asunción Silva, Miguel González Prada, quienes empiezan a integrar una mínima, si se quiere, pero muy valiosa antología de nuestra poesía. Fragmentos apenas en ocasiones, ya ellos nos indican el rumbo: «Atronadora y rimbombante Poesía Castellana […] Si poco arrullas a las almas, asordas los oídos», nos dirá González Prada para ir dejando atrás la grandilocuencia épica del neoclasicismo y el pathos romántico. Todo lo que Darío convertirá en su a la vez sublime y recio panteísmo erótico. Alquimia espiritual, abierta a todo cuanto vivía, asimilaba, gozaba, sufría y recreaba. Y alta conciencia crítica.

«Dar color y vida y aire y flexibilidad al antiguo verso que sufría anquilosis». Donde la crisis del positivismo daría pie a ese interés por sueños, esoterismo, teosofía, ocultismo, rosacruces y Madame Blavatski. Pero lo mejor es lo que Darío hace con esto, y Oviedo cita:

 

Yo fui coral primero,

después hermosa piedra,

después fui de los bosques verde y colgante hiedra;

después yo fui manzana,

lirio de la campiña,

labio de niña,

y una alondra cantando en la mañanza,

y ahora soy un alma

que canta.

(«Reencarnaciones»)

 

Esa alma que canta engendrará muchos hijos. De Lugones a Santos Chocano, «el gesticulador», como lo llama Oviedo. De Herrera y Reissig hasta Amado Nervo. Qué capacidad para darnos esas atmósferas estrechas y esas neurosis delirantes, esos suicidios, más tarde, de Alfonsina Storni y José Antonio Ramos Sucre, donde más allá de cáncer e insomnio, de existencias patéticas, se nos abren los ojos sobre creaciones impensadas, desde el cuerpo femenino reclamando sus derechos hasta la historia toda vuelta a poner en cuestión de Semiramis a Felipe ii.

Pero si nos encantan y hechizan esos marginales clínicos, Oviedo no permite olvidar las líneas centrales, sus tres abarcadoras monografías sobre Huidobro, Vallejo y Neruda. Atrás han quedado los veintinueve volúmenes de Amado Nervo al cuidado de Alfonso Reyes que quizás nadie abre. O el acierto con que Oviedo nos muestra facetas no contempladas de autores ya encasillados. Así este poema de Alfonsina Storni que le recuerda ciertas telas «constructivistas» del uruguayo Torres García:

 

Casas enfiladas, casas enfiladas,

Casas enfiladas.

Cuadrados, cuadrados, cuadrados.

Casas enfiladas.

Las gentes ya tienen el alma cuadrada,

Ideas en fila

Y ángulo en la espalda.

Yo mismo he vertido ayer una lágrima,

Dios mío, cuadrada.

 

Ese interés por la pintura se hace más pertinente en su introducción a las vanguardias y sus cruces fecundos con otros autores. Porque Oviedo estudia, ante todo, la porción viva de nuestras letras y, sin desdeñar el entorno social o político, nos recobra y recalca la radicalidad estética con que Martín Adán en sus perfectos sonetos usa de nuevo toda la tradición, y sus rosas emblemáticas que vuelven a ser «la rosa inesperada».

El prodigioso Rubén Darío muere en 1916. Vendrá luego la fragmentación del posmodernismo y la vanguardia, pero en 1960 Borges sueña con entregarle a Lugones, en la Biblioteca de la calle Rodríguez Peña, su libro El hacedor. Lugones, que utilizaba cualquier pretexto para recordar a su maestro y amigo Rubén Darío, establece así, a través de Borges, el puente de nuestra mejor y más fecunda tradición. La que Oviedo ha estudiado de modo insuperable en estos tres volúmenes.

En figuras individuales y grupos importantes (tal el caso de López Velarde y los Contemporáneos) o en personajes legendarios, como Porfirio Barba Jacob, cuyo legado poético Oviedo resume con tajante concisión: «No esperemos mucho: salvo aislados textos, el libro muestra que era un poeta desordenado, irregular, más excéntrico que inspirado y, sobre todo, una manifestación extemporánea de la vena posmodernista; una vuelta hacia atrás que ya estaba claramente dominada por otras tendencias» (Historia de la literatura hispanoamericana, Vol. iii, Posmodernismo, vanguardia, regionalismo, 2001, p. 97).

Conjugar el caso único con la perspectiva colectiva, abarcar todo el continente y a la vez mostrar cómo en cada país, provincia o capital, las grandes corrientes adquirían una entonación propia, el acento individual que las hace únicas. Y además apoyar todo ello en una bibliografía exhaustiva y al día, hace, a mi modo de ver, de su lectura personal, aguda y flexible, el mejor panorama de la poesía hispanoamericana, como disfrute y como consulta, como goce y como referencia. Donde el «ardor radical» de las aventuras extremas, caso de César Moro, es también la comprensión racional de las voces menos críticas. Reconozcamos entonces su aporte de la mejor manera: volviéndolo a leer, para descubrir tantos nombres que aún no entendíamos o conocíamos. Porque la desconfianza en el lenguaje como creador de sentido no es posible ante ese aporte esencial.

 

 

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