Cuerpos en el río / José Miguel Tomasena

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Me sucede seguido: después de uno o dos días sin Twitter, se me acumula un río de mensajes en la memoria del teléfono. Como para entonces ya es demasiado tarde y soy invadido por la urgencia de enterarme de lo último, me deslizo a toda velocidad sobre los mensajes que nunca leeré. Me gusta ver cómo se enciman los avatares de aquellos a los que sigo, como si formaran una animación psicodélica. Hasta que aparece una imagen que de tanto repetirse parece estática: un lazo tricolor sobre un fondo blanco.
     Aurelio Asiain ha cambiado la palabra timeline por flujo. Me gusta porque los mensajes que leemos no son una línea, sino un torrente lleno de remolinos y puertas. El tiempo en Twitter, más que una experiencia continua, se parece al tiempo de los sueños, pleno en saltos, cabeceadas y despertares. La palabra flujo me remite a Heráclito, al río en el que nadie puede leerse dos veces. Twitter es el enjambre de voces que constituyen el tiempo, mi tiempo, voces que se enciman unas sobre otras, se cruzan, hacen un retrato del efímero presente.
     Twitter es el río del tiempo.
     Casi todas las personas a las que sigo en Twitter están relacionadas con la literatura, el periodismo y el desarrollo tecnológico. Son los asuntos que me ocupan y me interesan. Ellos conforman mi flujo. Mi flujo es una prolongación de mi vida.
     Aunque Twitter parece una plataforma de encuentro —es un espacio de conversación—, esconde un complejo mecanismo solipsista. Yo decido a quién leo, a quién respondo, a quién borro. (No hay nada más patético que los que se quejan de lo que alguien escribe, o que dicen queTwitter es aburrido. Si te irrita, bórralo; si te aburres, sigue a Polo Polo).
     Twitter configura un mundo a mi medida, según mis intereses, una representación que excluye aquellas voces que no se adaptan a mi deseo: Narcicismo 2.0.
    
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     Decía David Foster Wallace, en un discurso que dio en el Kenyon College (1), que la gran tragedia de los seres humanos es que no podemos ver lo obvio, como cuando un pez viejo le pregunta a uno joven cómo está el agua y éste responde: «¿Qué diablos es el agua?». Estamos programados para pensar en automático que cada uno es el centro del universo, dice Foster Wallace, y no podemos ver aquello que nos rodea y da sostén. No hay ninguna experiencia, ninguna sensación ni idea en la que no hayamos estado nosotros, y eso crea la ilusión de que el mundo es como yo lo percibo. Es verdad que el señor Kant ya había notado esto antes que el señor Foster Wallace —después de todo, David fue un aplicado estudiante de filosofía—, pero lo divertido es cómo lo cuenta: supongamos que eres un hombre atascado en el tráfico, un trabajador que sólo quiere llegar a casa, tomarse una cerveza y ver un partido de beisbol por la tele (lo de la chela y el beis me lo he inventado yo). Te detienes en un supermercado a comprar algo de comer (lasaña congelada, me imagino), porque como estás muy ocupado trabajando casi no tienes tiempo. Pero el supermercado está atascado de gente ocupada, y hay niños inoportunos que no te dejan pasar y largas colas para pagar. Y resulta que adelante de ti hay una vieja que arrastra los pies, me imagino, saca del carrito, una a una, cinco latas de sopa de tomate, siete sobres de comida para gato, un desodorante de bolita, una gorra para el baño. Luego hurga en su bolsa hasta encontrar la chequera, escribe la cantidad con letra temblorosa, se equivoca, decide pagar con efectivo, mejor, destripa un monedero con billetes arrugados sobre la mesa, cuenta las monedas. ¡Rápido, abuela! ¡Carajo!
     El problema, dice Foster Wallace, es que el hombre cansado sólo puede ver el mundo desde su yo. Lo más natural es que se desespere, grite, sufra, porque está cansado y quiere llegar a casa. Se necesita un gran esfuerzo intelectual y espiritual para romper con nuestra propia perspectiva y percibir el agua que nos rodea. En concreto, lo que le sucede a la viejita que arrastra los pies y saca las latas de sopa del carrito de súper, o lo que le pasa a los miles de idiotas que entorpecen el tráfico a la hora pico. El mundo desde el yo viene instalado de fábrica; el mundo de la alteridad es una elección.
     (Cualquiera que haya estado casado sabe que esta tensión es una de las grandes batallas silenciosas. Y cualquiera que sepa leer cuentos de Chejov, Carver, Salinger o Hemingway puede reconocer que las pequeñas incomprensiones se convierten en abismos sin fondo, resentimientos que se arrastran durante años entre los muebles de la casa).
    
     «El tipo de libertad que realmente importa implica atención, conciencia, disciplina y esfuerzo, y ser capaces de cuidar a los demás y sacrificarse por ellos cada día, una y otra vez, de maneras muy poco sexys», dice Foster Wallace.
     Si podemos elegir esto, pienso yo, es porque previamente fuimos sostenidos y cuidados. Nuestro yo no nació espontáneamente; fue conformado por padres, tutores, primos, amigos, hermanos, vecinos, que nos cuidaron y se sacrificaron por nosotros de maneras muy poco sexys. Nos dieron teta, nombre, caricias, lengua.
     Así, los hombres vivimos en la lucha continua entre la alteridad constitutiva —los otros, su palabra, su rostro— y la percepción subjetiva del mundo. En esta escisión trágica se juega el sentido de nuestra vida, el sufrimiento y el gozo en los encuentros y desencuentros, la solidaridad fundante o la opresión, la liberación del sujeto o el egoísmo narcisista.
     Si estamos marcados por la batalla por la alteridad y Twitter es la prolongación de nuestras inercias narcisistas, parece que algo está en juego cuando leo: «Jalisco 26 dic 2011 Paulina Ruth Ramos de 17 años fue encontrada muerta. Le cortaron el cuello y abandonaron su cuerpo en la colonia Infonavit».
    
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     La muerte aparece en todos lados. Pero no es sólo la muerte, me atrevo a decir, porque hay modos humanos de morir, sino la colección de las peores muertes posibles. Las muertes atroces, violentas, con saña. Y cuando las muertes se multiplican, se extienden en toda su barbarie y su estupidez y su impunidad y su absurdo y su ceguera, nos quedamos aún más descolocados.
     Intentamos defendernos. Eso sólo pasa en el Norte, decimos. Sólo les pasa a los narcos, decimos. Quién sabe en qué andaban. Ellos se lo buscaron, decimos. Y cuando la fatalidad ya ha caído muy cerca de nuestra cola en el supermercado, decimos, meneando la cabeza: Cuando te toca, ni aunque te quites; cuando no te toca, ni aunque te pongas.
     El yo desde el que miramos el mundo se resiste. Puede que existan cuarenta, cincuenta, sesenta mil muertos, pero mientras no irrumpan en mi fila del supermercado, no existen. Si esta resistencia se mantiene, lloremos por adelantado, porque quién sabe cuántas tragedias habremos de padecer antes de que se agrieten los discursos defensivos con los que intentamos mantener a la muerte a raya.
     Y aquellos que han visto, que han metido la cabeza dentro de las llagas, duermen con pesadillas y despiertan para ver más muertos.
     Tienen los ojos hundidos y esconden el Prozac o el Tafil en bolsas de plástico, y perdieron a sus amigos, a sus familias, a sus fuentes, o sufrieron golpizas y amenazas, o se fueron del país, o sobrevivieron con balas en el cerebro, o perdieron a sus hijos, se divorciaron porque sus hombres y sus mujeres no soportaron esa incertidumbre, su egoísmo constitutivo no supo o no pudo abrirse a una alteridad tan terrible.
     Después de seguir durante un año a los migrantes centroamericanos que todos los días son extorsionados, violados, masacrados, secuestrados y asesinados en México, el periodista salvadoreño Óscar Martínez escribió:
    
     En este camino he visto una maldad que escandaliza. He visto al ser humano convertido en basura que puede ser escupida y apachurrada, porque a nadie le importa la basura. Espero que lo hayamos contado así, porque si algo me da vueltas en la cabeza es pensar para qué sirve entonces contarlo. Mucha gente dice que cambia cosas. Yo, para qué mentirles, no lo he visto. Quizá esperaba otra cosa que no ocurrió. Quizá (cruzo los dedos) soy un desesperado y no logro ver que esta inversión de letras, fotografías y videos afectará el futuro de los migrantes. Todo esto me da vueltas en la cabeza, a pesar de que en el fondo estoy convencido de que la respuesta que me consuela es una: tal vez a alguien le den pesadillas.
    
     Ésta es, quizá, la carga más pesada. ¿Habrá valido la pena? (Sí, dije la pena). ¿Acaso fue un político corrupto a la cárcel? ¿Se detuvo el flujo de cocaína a Estados Unidos? ¿Se abrió, por lo menos, un debate sobre la legalización? ¿Cayó un narcodiputado, uno solo? ¿Un migrante se salvó de ser secuestrado?
     Porque en este país no pasa nada. Nada cambia. Los sinvergüenzas mandan y matan. Los pobres seguirán pobres. Y jodidos. Y muertos de hambre o de disentería, o muertos en el desierto de Arizona o en los campos de tomate de Sayula, muertos por vender cristal en un parque o por esnifarlo en casas de Infonavit abandonadas, muertos por llevar mota al norte o muertos a cuchilladas en los pasillos de un penal, muertos en sus bicicletas de albañil o muertas por sus maridos golpeadores, muertos en la construcción de hoteles de cincuenta pisos, en casinos o guarderías en llamas, muertos por los caciques que nunca se han ido, muertos a la salida de una tienda departamental de nombre americano.
     Muertos.
     Muertos.
    
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     ¿Para qué contar muertos?
    
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     Menos días aquí (menosdiasaqui.blogspot.mx) es una iniciativa ciudadana que se hizo eco del llamado de los familiares de las víctimas que comenzaron a nombrarlos. Nuestros muertos no son un número, decían. Se llamaban Juan, Pedro, Lucía, Ernesto… Colocaron los nombres de sus muertos en plazas y calles. Enviaron cartas en blanco al presidente, con el nombre de un caído en cada sobre.
     Otros decidieron abrir un blog y contar muertos: quiénes eran, dónde vivían, cómo murieron, a qué hora.
     Cada semana es alguien distinto. Alguien que ejecuta el triste oficio de contador como el embalsamador maquilla y peina a los muertos.
     A veces pienso que es un esfuerzo insuficiente. Tendríamos que ir a buscar más detalles de cada uno. ¿De qué color es la pared de su casa? ¿Qué aspecto tiene su madre cuando arrastra los párpados? ¿Qué adjetivo describe las arrugas que envuelven sus labios? ¿A qué huele el sillón de su casa?
     Pero me temo que la muerte avanza más rápido que nosotros.
    
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     Hay dos obras literarias que han encontrado un recurso literario capaz de reproducir la banalización del horror mexicano. Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, y 2666, de Roberto Bolaño. No es casual que ambos autores vieran desde hace más de diez años que los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez eran el presagio más negro del país.
     En el capítulo 17 de Huesos en el desierto, cuando ya se ha presentado la compleja red de hilos que se teje alrededor de las mujeres ultrajadas y que involucra a policías, empresarios, políticos y narcotraficantes, González Rodríguez brinda un homenaje estremecedor a cada una de las víctimas. Se limita a enumerar quiénes eran y qué les pasó:
    
     29/01/00 María Isabel Nava Vázquez, 18 años de edad, canal de irrigación en el poblado de Loma Blanca, a unos 500 metros de la carretera Juárez-Porvenir, asesinada a cuchilladas, calcinada, se la vio por última vez viva cuando fue a solicitar trabajo en una maquiladora cerca de la estación Aldama de la Policía Judicial del Estado (pje).
    
     Las descripciones, escritas con una concreción que duele, parecen tuits. Y se extienden durante dieciséis páginas, que inician y terminan en puntos suspensivos.
     Es muy probable que Roberto Bolaño incorporara este procedimiento literario en la escritura de «La parte de los crímenes», cuarto apartado de 2666. Bolaño y González Rodríguez hablaban a menudo por teléfono. El chileno le preguntaba detalles, observaciones, e incluso le hace un pequeño homenaje al introducir como personaje de la trama de su novela a un periodista llamado Sergio González.
      Bolaño comienza, con la frialdad de un informe forense, con el hallazgo del cuerpo de una niña de trece años, Esperanza Gómez Saldaña, en un terreno baldío de Santa Teresa, una ciudad ficticia que se parece a Ciudad Juárez. Cinco días después aparece estrangulada Luisa Celina Vázquez. «Tenía dieciséis años, de complexión robusta, piel blanca y estaba embarazada de cinco meses», escribe Bolaño (como si fuera un tuit). Y luego aparece otra mujer en unos basureros, una locutora asesinada de un balazo en la frente, una prostituta golpeada en un callejón, otra mujer cerca de un polígono industrial de maquiladoras, una emigrante que venía del sur.
     No hay más información que la que daría un forense, los vecinos chismosos o los policías que no investigan nada. Cada cuerpo es un cuerpo y nada más. En medio de indagatorias que no llevan a ningún lado, pistas que se desdibujan detrás de la puerta de un poderoso, judiciales que entran y salen de escena sin que nada cambie, la novela va acumulando cuerpos únicos en sus detalles grotescos.
    
     Había sido estrangulada. Había sido violada. Por ambos conductos, anotó el ayudante del forense. Y estaba embarazada de cinco meses.
      
     Esos detalles dejan de conmover en la medida en que se repiten, como nos sucede con el recuento de la sangre en los noticieros nocturnos, pero Bolaño sigue poniendo palabra tras palabra en su mayor concreción: una herida, un golpe, una vagina rasgada. Y cuando los detalles se acumulan sin que nada ni nadie esclarezca nada, cada cuerpo trasciende su propia tragedia y arrastra consigo a los muertos que aún yacen sin justicia y que en algún sentido anuncian ya su condena. ¿Quién va a creer que en México, como en las novelas negras, los crímenes se resuelven?
     2666 y Huesos en el desierto consiguen expresar la tensión entre la individualidad de cada víctima y su anonimato por efecto de la acumulación, su incorporación a la estadística macabra de la impunidad.
    
    
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    Antes de que lleguen los escritores profesionales a contarles a las generaciones que vendrán a qué huele nuestra violencia, como hicieron Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán con la Revolución Mexicana, necesitamos contarnos a nosotros mismos en qué abismo estamos.
     Menos días aquí es la narración en tiempo real de nuestra desgracia. Como Bolaño y González Rodríguez, que contaban la suerte de estas víctimas en menos de 140 caracteres, nosotros prolongamos la cuenta más allá de los puntos suspensivos. Pero ahora lo hacemos colectivamente.
     Ésta es la escritura más triste. La que asume, quizá sin saberlo, la vocación de testigo del escritor. Quizá nadie lo ve así, porque eso de ser individuo y de ser autor parece muy importante. Es cierto que no todos los voluntarios tienen un estilo sofisticado, pero no importa: de lo que se trata es de nombrar. Y todos podemos nombrar.
     Menos días aquí es un pinchazo a la burbuja del yo, una interrupción en la cola del supermercado que me abre a la alteridad más negra: la que produce pesadillas. Pero no porque renuncie a la enumeración, como han exigido con razón los familiares de las víctimas, sino porque es otra forma de contar. Luego echa los cadáveres a Twitter, y en el flujo de mis días me obliga a toparme, entre dibujos, chistes y buenas noticias, con alguno de los cuerpos que el río sigue arrastrando.

(1) « David Foster Wallace on Life and Work», en goo.gl/ydCD2

 

 

 

 

 

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