Taller de construcción / Erik Alonso

El fin no es ningún proceso.
Thomas Bernhard

Como si el cambio sólo consistiera en adquirir una superficie distinta, estuve buscando una libreta nueva; cuadriculada, porque las de rayas se me hacen un desperdicio de espacio y en las hojas blancas mi escritura se cae. No la encontré. Envidio las notas que no requieren sostenerse por ningún tipo de línea, que hacen del vacío un territorio por trazar. Las palabras escritas en hojas blancas se alejan de las formas prefabricadas de lo paralelo y lo perpendicular, hacen de cada hoja una planicie distinta. Nunca pude con los espacios vacíos. Tampoco con las hojas blancas. Mi letra no tiene centro gravitacional, mientras avanza ondula buscando de qué sostenerse, hace líneas rectas que terminan siendo curvas. Cuando agarro la pluma aprieto demasiado los dedos, por eso mis palabras quedan pequeñas y apretadas. A veces regreso a mis notas sin poder descifrar su contenido. He tratado de escribir con lápices, pero muy pronto se me rompen las puntas. De niño, mis dibujos quedaban con trazos muy marcados. Tampoco podría descifrar, ahora, el contenido de aquellos dibujos. No sé si mi letra diga algo de mí. Siempre pensé que la fealdad de mi escritura se corregiría con el tiempo. No ha pasado.

En una entrevista para un documental sobre su obra, Gabriel Orozco dice que los cuadernos son su taller de construcción. No dejo de pensar en eso. En cómo las obras, cualquier tipo de obra, de un lápiz a un librero, de una taza a una instalación arquitectónica, pasan de ser una idea volátil, como todo pensamiento, a algo material. Me asombra, también, que algunas veces ese proceso de transformación se desarrolle en un cuaderno. Como en los de Paul Valéry, que los escribía muy temprano antes de comenzar su día y que también eran su taller de construcción, su laboratorio poético. O los de mi abuela, que llenaba de cuentas, de listas con pendientes, de nombres de personas que nunca conocí. Cuando murió y se empezaron a repartir sus pertenencias, yo me robé un cuaderno suyo. Es de pasta roja y de hojas a rayas. En ese entonces yo hubiera querido encontrar en él historias, secretos inconfesados escritos por ella. En vez de eso sólo había cuentas de las cosas que vendía por catálogo, notas de sus compras y los resultados de los sorteos que cada año hacía para el intercambio de regalos navideño. Estaban todos los nombres de los integrantes de la familia.
Ese cuaderno fue, a su manera, un taller de vida.

Tengo la costumbre de anotar en libretas listas absurdas de cosas por hacer, clasificaciones bibliotecarias de libros, pensamientos que no llegan a ser anécdotas. Al principio las hojas se llenaban de frases de libros. Era un copista. Bouvard y Pécuchet en el mismo cuaderno. No tengo la costumbre de rayar, o anotar, mis libros. Quizá porque me habitué muy pronto a ser lector de biblioteca. Aunque hay lectores que rayan los libros ajenos como si fueran propios. Es lo de siempre. Un abuso sobre otro. Esa gente ha de ser la misma que, en los cuartos de hotel, en vez de ser la presencia efímera que no deja ningún rastro, se empeña en que los futuros huéspedes vean su paso ahí. Yo nunca me he sentido totalmente dueño de mis libros, ni de los cuartos de hotel que he visitado. No sé de dónde saldrá ese empeño de hacernos violentamente visibles. Quién sabe. Claudio Magris dice que el gesto de anotar cualquier cosa surge de ese miedo primigenio a no recordar. A olvidar todo al segundo siguiente. Ahora que lo escribo me parece demasiado obvio. La escritura siempre ha sido una prótesis de la memoria. Todo por el miedo. Soy igual que las personas que rayan los libros, los cuartos, que no son suyos.
El hábito de las transcripciones fue creciendo con el tiempo. Anotaba frases ajenas, párrafos enteros de anécdotas que no eran mías. Después, sin darme cuenta, lo dejé. Las transcripciones se convirtieron en notas propias. Registros, apenas, de las cosas que pasaban, todavía notas sin anécdotas que no llegan a ser un diario. Me falta el temple de largo aliento que se necesita para ser el interlocutor de uno mismo. No puedo contra mi propio aburrimiento. Lo intenté como tratamos de hacer las hazañas que nunca serán nuestras. No pude. Escribo sin resignación. Nunca un diario, notas simplemente.
Esas transcripciones fueron mi mejor ejercicio de memoria literaria. Mi laboratorio mental. En el proceso de llevarlas a mis cuadernos, muchas de ellas se iban volviendo parte de mí. Eran mis prótesis mentales.
Cada vez escribo menos en papel y mis libretas se van quedando medio vacías. No sé qué he perdido al volcarme, casi de lleno, a la facilidad de los textos en Word. Hace unos días leí que vivíamos bajo la tiranía del Word. No sé si sea para tanto.

De los cuadernos de Orozco surgió la necesidad de adquirir una libreta nueva. A pesar de todas las que tengo sin acabar. De nuevo esa idea de volver a comenzar desde un lugar distinto, aunque esta vez no sea desde un lugar ni de un espacio de tres dimensiones, sino las posibilidades de una hoja. En un cuaderno caben, por ejemplo, todas las mediciones que, cálculo por cálculo, Gabriel Orozco hizo para cortar longitudinalmente un Citroën, reducir su volumen y volver a unirlo haciéndolo mucho más angosto, hasta la idea mínima de colocar naranjas en las ventanas de los edificios contiguos al moma, titulando a la obra ingeniosa y sencillamente Home Run. Como si en los cuadernos las obras se trasladaran en un maletín portátil, como el que propone Enrique Vila-Matas para llevar los libros necesarios que harían surgir en cualquier latitud la obra propia. Ideas transportables que no necesitan de ningún oneroso espacio para sobrevivir.
Un cuaderno es un maletín portátil.

Hace algunos años no encontré, tampoco, la libreta que deseaba. Aquella ocasión, en vez de resignarme ante el fracaso, forré de tela café una libreta francesa de pasta dura. Tenía en la mente, aunque no la había visto en ningún local, la imagen clara del cuaderno que quería. Mis anotaciones se habían desprendido ya del academicismo pastel de los cuadernos escolares. Quería una libreta discreta. A la libreta forrada le puse, a manera de marcos, un forro de hilos negros en las esquinas. No era como la imaginaba, pero era una pequeña máquina transparente, me dejaba transcribir sin pensar mucho en ello las frases que me gustaban, las cosas que quería. En la primera hoja puse, después de haber empezado a usarla, una frase de Robert Walser que viene en su libro El paseo: «¿Dónde podría estar yo si no estuviese aquí?». Ya no recuerdo de qué circunstancia surgía en la narración, como si la frase se hubiera desprendido de cualquier contexto para resumir mi incertidumbre de entonces. Esas palabras se desprendieron del texto, se convirtieron en el epígrafe perfecto para mi cuaderno. Yo pensaba que uno era aquello que escribía, aunque eso fuera las frases de los otros que uno colecciona. Si es que yo estuviese en algún lugar, pensaba, sería ahí. En ese cuaderno café. En esas transcripciones.
Después de esa libreta, no la primera, pero sí la fundacional, he ido comprando y perdiendo cuadernos por doquier. No he vuelto a forrar ninguno. En Rastros de carmín, Greil Marcus dice que la diferencia radical entre el aburrimiento y el ocio es que, mientras el primero te lleva a ser un espectador de mercancías por consumir, el segundo plantea la posibilidad de ser el creador de los propios artificios. La vida es una diferencia entre aburrirse y hartarse, entre forrar un cuaderno y comprar uno nuevo.

Un cuaderno no es un libro. Contra la idea del texto terminado, del libro como fin último de la escritura, los cuadernos representan la figura de lo que no termina por llegar, de lo que está en proceso. Su espíritu es, como dice Fabio Morábito, albergar la expresión más personal y gratuita. Los cuadernos son esbozos que no terminan por definirse, espacios ambiguos que no se consumen a pesar de tener un número limitado de hojas, como si lo escrito en ellos siempre estuviese llegando.
Escribir cuadernos es un proceso. Sin principio ni final.
Es difícil encontrar personas que llenen sus cuadernos de la primera a la última hoja. He dejado libres las primeras hojas de mis cuadernos pensando que algún día podría escribir los comienzos adecuados para cada libreta. Los cuadernos reivindican la posibilidad de lo inacabado, de lo que siempre está por suceder, de la vida como un proceso que se aleja de la ingenua idea de los comienzos totales.
Aunque haya veces que se necesiten tanto esos comienzos.
Un cuaderno es no llegar nunca.

Alan Pauls dice que los diarios son «un flujo informe de exabruptos». Yo creo que, más que con los diarios, el flujo informe tiene que ver con los cuadernos que vamos usando a lo largo de la vida. En un diario pensamos encontrar lo que no sabemos que somos. Los cuadernos, en cambio, van surgiendo por razones que no son nuestras. Como en la escuela, donde nos piden libretas para aprender a ser adultos. Y, al final, lo mejor es ir llenándolas de cosas que no son escolares. De dibujos sin formas definidas, de rayones, de frases que se escriben para no recordarse más. Los cuadernos son el cementerio de todas esas ideas que nacieron y murieron durante un minuto, de todos los ímpetus que no alcanzaron a durar.

Vuelvo al cuaderno rojo de mi abuela. Paso las hojas. No tienen lo que yo esperaba. Nada lo tiene. Veo su letra. Es manuscrita. Me acuerdo de las veces que la veía escribir, deslizando su mano sin levantarla de la hoja. Siempre envidié eso: su letra y el desplazamiento de su mano. Yo no sé si la escritura a mano está condenada a la desaparición. No me importa. Veo su letra. Creo que más que todas las cosas que quise encontrar, notas, secretos, es bueno que exista el registro de su letra, del movimiento de su mano.
Nadie volverá a escribir como ella.
Abro mi cuaderno forrado de tela. Leo la frase de Walser. «¿Dónde podría estar yo si no estuviese aquí?». Ya no llevaría la pregunta tan lejos, en vez de pensar un cuaderno de notas como un diario travestido, pensaría la pregunta en su expresión más inmediata, más directa: dónde estaría yo si no estuviese, justo en este momento, aquí.

 

 

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