La plaga / Édgar Velasco Barajas

Un día, de pronto, aparecieron. Nadie supo a ciencia cierta de dónde venían, pero llegaron.
     El primero se colocó en el centro de la ciudad, en una esquina. Enfrente había una escuela con bachillerato semiescolarizado, al lado una tienda departamental y la salida del subterráneo. Durante la construcción, todo el que pasaba por la esquina miraba con curiosidad: nunca, hasta entonces, se había visto una cosa parecida. Nadie se aventuraba siquiera a formular alguna hipótesis: todos seguían la construcción paso a paso, pero nadie sabía exactamente qué se estaba construyendo.
     Era tal la incertidumbre que el día de la inauguración había recelo por cruzar la puerta. Sólo hasta que entró el primer valiente, y gritó «¡Hay refrescos!», los demás se animaron a entrar. «También hay galletas», «Oh, café recién hecho», «No sabía que existieran los sándwiches refrigerados», fueron algunos de las comentarios que comenzaron a escucharse por todo el local. Hubo incluso quien, acostumbrado a sólo fumar Faros, se puso de rodillas ante el mostrador que exhibía más de diez marcas diferentes de cigarrillos.      El minisúper había llegado.
     El lugar vino a modificar la vida de su entorno. Por ejemplo, en la tienda departamental fue necesario incluir en el reglamento un capítulo, titulado «De la ida al minisúper», para poder regular la salida del personal. Y es que se volvió cosa de todos los días que, mientras los empleados departían entre los anaqueles del minisúper, los clientes de la tienda caminaban por los pasillos, mercancía en mano, buscando un dependiente para consultar un precio o preguntar la ubicación de los probadores sin que nadie los atendiera. El reglamento estipulaba que todo aquel que quisiera ir al nuevo negocio tenía que anotarse en una lista y sólo podía abandonar su puesto de trabajo hasta que regresara la persona que estuviera ausente.
     Pero esto sólo sirvió para incentivar la creatividad del personal: era común ver a empleados cortándose un dedo, para luego salir corriendo a comprar un Curita saltándose el trámite de la lista; hubo quien acusó una indigestión severa y, luego de amenazar con vomitar los casimires, salió corriendo a buscar un Pepto-Bismol. Hasta se dio el caso de uno que llegó con el encargado de la lista y pidió que lo dejaran salir urgentemente a comprar condones: tenía a una dependienta del departamento de bebés completamente desnuda en el cuarto de intendencia. Más de la mitad de los casos no eran verdad, pero cualquier pretexto era bueno para ir al minisúper.
     La cosa era más o menos similar en el bachillerato. El ausentismo estudiantil aumentó, secundado por la complicidad del personal docente. Mientras los maestros departían sobre filosofía y literatura en el estrecho pasillo de botanas, los alumnos se arremolinaban fuera del local para ver a las chicas que hacían pasarela dentro de la tienda. Lo más difícil era lucir las piernas entre tanta gente: el minisúper, al que de cariño comenzaron a llamar El Mini, siempre estaba lleno: hasta ahí llegaban personas de todas partes de la ciudad. La Vía I del subterráneo se volvió la más socorrida. Todo mundo quería viajar al centro, específicamente a la esquina de la Avenida Central y Calle 3. El sistema de transporte colectivo de la ciudad tuvo que comprar nuevos vagones y contratar más personal; también aumentó el número de carteristas. El Mini era, quién lo diría, un generador de empleos, directos e indirectos.
     Al poco tiempo, otro minisúper abrió sus puertas, no muy lejos del primero. Los administradores recibieron la noticia como una bendición: no se daban abasto para contener a tanta gente, que en muchos casos ni siquiera iba al lugar a hacer compras. Para los habitantes de la ciudad la cosa no pudo ser mejor: celebraron la llegada del nuevo minisúper con una juerga que duró tres días, durante los cuales el lugar siempre estuvo lleno. Y claro, también tuvo su apodo: si el primero fue El Mini, el segundo se convirtió en El Súper. Después de la celebración, la clientela comenzó a distribuirse entre ambos negocios.
     La felicidad era tal que casi se podía palpar.
     Otros cuatro minisúperes (Níper, Misu, Persu y Sumi, respectivamente) se instalaron en el centro, guardando una sana distancia entre ellos. Y la ciudadanía celebraba: cada vez caminaba menos para seguir estando in. Porque ir al minisúper se convirtió en un signo de estatus.
     Esto quedó comprobado un día que, en sesión de cabildo, el alcalde dijo que había comprado su jugo de manzana en la tienda de su barrio. La regidora de Cultura volteó a verlo de reojo y soltó la carcajada, mientras que el secretario hizo una moción para sacar el comentario del acta: si el pueblo se enteraba de que el primer edil no hacía sus compras en un minisúper sería la muerte: podía bajar su popularidad y ocasionar que su partido perdiera las próximas elecciones. Esto, en menor o mayor escala, se repetía en todas las oficinas de gobierno, escuelas, tiendas, joyerías, zapaterías y demás negocios que había en el centro. Ir al minisúper, ésa era la consigna.
     Con paso decidido, los minisúperes extendieron sus alcances. Salieron del primer cuadro de la ciudad, cubriendo los cuatro puntos cardinales. La gente siguió viendo con agrado y simpatía la apertura de cada nuevo negocio: así era más fácil dejarse ver por los demás y hasta se organizaron concursos para demostrar cuántos minisúperes podía visitar una persona en un par de horas.
     Todo era armonía en la ciudad. Lo fue por mucho tiempo.
     Pero todo lo que empieza tiene que acabar, y la felicidad, ya se sabe, es fugaz: una mañana, un pequeño grupo de personas, en su mayoría ancianos, se plantó con pancartas afuera del palacio municipal. Exigían el cierre de los minisúperes. «Nuestras tiendas están desapareciendo, ya nadie va. Dicen que está aut. Si no se resuelve esto, nos pondremos en huelga de hambre por tiempo indefinido: de cualquier forma, nos están condenando a la muerte», decía el líder de los tenderos a las cámaras y grabadoras de los medios. Los peatones, sobra decirlo, veían a los manifestantes con asco, como si fueran apestados. Y es que ¿quién en sus cabales podía estar en contra de algo que había traído tanto bien a la ciudad? Sólo un loco o un viejo retrógrado.
     Sensible a los problemas del pueblo a su cargo (y amante de las tienditas), el alcalde buscó solucionar la situación. Presentó una iniciativa ante el cabildo, en la que se contemplaba la expropiación de los minisúperes y la regulación de sus planes de expansión. La regidora de Cultura se rascó la cabeza, el de Educación carraspeó y el de Cementerios se frotó las manos: si iba a rodar la cabeza del alcalde, que rodara de una vez. Se aprobó el decreto y se dio a conocer en una rueda de prensa.
     Vino el caos: la gente salió a las calles, bloqueó avenidas, gritó consignas («El súper es de quien lo despacha», fue la más socorrida). «El pueblo enseñó el músculo», tituló la prensa. A golpe de marchas, mítines y manifestaciones, echaron por tierra la idea del primer edil, quien además tuvo que soportar las críticas de la oposición. «Era por el bien de la ciudad», dijo el munícipe. «Pida su franquicia», le respondió el director de Obras Públicas, mejor conocido como El Administrador porque regenteaba la nada despreciable cantidad de veinte minisúperes.
     Sin embargo, la felicidad se había ido. Y no regresaría.
     Cada vez había más gente inconforme por la expansión de los minisúperes, que parecían una plaga. Las tiendas de barrio comenzaron a cerrar, y sus defensores empezaron a organizarse clandestinamente: en parejas, iban y asaltaban los minisúperes y repartían las ganancias entre los tenderos desempleados. Y aunque al principio tuvieron éxito, éste disminuyó porque los administradores de los negocios contrataron equipos especiales de seguridad, que tenían la orden de tirar a matar. Murieron muchos asaltantes y con ellos otros tantos tenderos que no tenían medios para subsistir.
     El primer bombazo fue la señal de que se había llegado al punto del no retorno. La explosión tiró la tienda y cobró la vida de los tres dependientes del turno nocturno. La Asamblea de Minisúperes Afiliados publicó un desplegado en la prensa denunciando que el clima de inseguridad era insoportable, pedía la intervención del ejército y exigía a la autoridad municipal que tomara medidas. «Que se paguen sus propios guardias, al cabo tienen muchos ingresos», dijo el alcalde.
     Los bombazos se repitieron por toda la ciudad. Más tardaban los administradores en tratar de reconstruir los sitios que sufrían atentados, que los subversivos en repetirlos. Era tal la capacidad de organización de los disidentes que un día volaron, simultáneamente, noventa y nueve negocios. No completaron la centena porque el encargado de poner la bomba en el primer minisúper —el que ocasionó todo, el que desencadenó la plaga: El Mini — titubeó en el último momento, agobiado por la nostalgia: no podía atacar de esa manera tan vil a algo que le había dado tantas alegrías y satisfacciones a la ciudad. Su momento de debilidad le costó la vida a manos del jefe de la banda.
     Un día, la ciudad se despertó con una noticia: los pocos minisúperes que todavía se tenían en pie la noche anterior habían cerrado. Como prueba de su paso por la ciudad habían quedado los edificios, pero dentro reinaba la desolación: anaqueles, refrigeradores, exhibidores, todo estaba roto o, en el mejor de los casos, vacío.
La gente no tuvo tiempo de asimilar la situación: era tarde y había que comprar leche, pan para los sándwiches, los refrigerios de los niños.
     En una pequeña calle de una colonia cercana al centro, el alcalde compró un jugo de manzana. El último tendero superviviente tuvo, ese día, muchas ventas.

 

 

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