El alemán / Juan Manuel García Belmonte

Lo vi medio borracho, pero no pensé que llegaría a más. A su lado, dos mujeres intentaban explicarle en un inglés cortado que lo mejor era regresar a celebrar en privado, sin tanto escándalo. Pero él terco, vociferando a grito pelado, apretando la botella de cerveza como el cuello de un asesino.
§ Comenzaron a abrirse paso entre apretujones, con el gentío rozándolos, restregándoles los cuerpos, confundiendo entre gritería y alboroto su conversación.
§ Y es que la noche anterior no la habían pasado bien. Los reclamos de las autoridades les llegaron tempranito, antes del desayuno.
§ Nadie de la producción dijo nada. El alemán se limitó a llamar a todos a ensayo para insistirles en que la última función tenía que ser como nunca en su vida.
§ «Los del partido azul se salieron. Casi todos los caca grande con sus esposas. Al gobernador le ordenaron que tenía que cancelarse», le había dicho su asistente.
§ Él, impasible, pidió que la boa que usaban en escena y se enroscaba en el cuerpo de la actriz estuviera bien alimentada, sólo él supo por qué.
§ Los tres batallando por cruzar el Jardín Unión. Los mariachis y las estudiantinas sonaban sin descanso, cada uno para consentir a su público.
§ No quería regresarse, beber en el hotel o ir a algún sitio apartado. Sabía que tenía que estar allí, justo en el punto donde todos lo verían.
§ Ya había tenido demasiado: desde la soberbia de los actores, la supervisión o el intento de censura por cada cosa que pedía, y el colmo: esa cuasi diva mexicana que a mitad de la obra le dio un empujón entre las butacas del teatro. «Gringo pendejo», le salpicó la tipa.
§ El dramaturgo no se había quedado atrás. La aparente disposición que tuvo para escribir una versión libérrima de la Conquista de México se había convertido en una serie de indicaciones sobre cómo llevar a escena la maravilla del texto, mientras que en su concepción de la dirección no tenía mucho de aprovechable.
§ Meses atrás, cuando la Coordinación de Teatro lo contactó para el proyecto, todo eran atenciones y caravanas, pero, con el paso de los días, los del gremio teatral, incluidos funcionarios, no hacían más que grillarlo. A eso no estaba acostumbrado. Ni a las cenas, los brindis, las citas con una persona u otra para manifestar tácitamente que estaba de acuerdo en todo, hacer relaciones públicas, en síntesis, comportarse como el changuito de circo que querían ver.
§ La prensa sí que había sido más benevolente. Sus reseñas hablaban en general de lo atrevido de la puesta, la conjunción de los cuadros escénicos, la decidida lectura política del montaje, la entrega de los ejecutantes, entre más curiosidades.
§ Todos coincidían en que los desnudos en escena podrían irritar a algunos, pero, tratándose del Cervantino, la tolerancia a la libertad artística debería estar a toda prueba.
§ Muy pocos periodistas conocían lo de adentro. No sabían de aquellos que querían lincharlo, los técnicos que no lo soportaban y las quejas constantes de ciertas actrices que no veían su papel como digno de la trayectoria que tenían y se lo enjaretaban a la menor provocación, insultándolo incluso en el español que poco entendía.
§ Kresnik siguió hasta el final, con casi todo en contra. La Malinche ya estaba muy avanzada y en su estreno de estrépito él vio un mensaje, nítido. Ésa era otra de las razones que lo impulsaron a dejar a todos para irse al Juárez.
§ Llegó a tropezones, ordenó a la mujer de la derecha una cerveza más. Ella fue de inmediato a conseguírsela, la otra no dijo ya nada.
§ Respiró muy hondo, se fue atrás del teatro y, solo él supo cómo, llegó con la boa entre sus manos. Entonces se dio la estampida. Los cientos que había en los alrededores intentaron correr, algo imposible por el mundo de gente.
§ El alemán se subió a dos de los macetones de la entrada. Su garganta daba alaridos de felicidad al tiempo que la boa, quizá asustada, se le enroscó en los pies y lanzaba mordidas a quienes querían acercarse.
§ Con las mejillas enrojecidas, Kresnik se quitó la camisa, la panza le escurrió blanquísima. Entonces comenzó a cantar el «Cielito lindo», con frases aprendidas a medias.
§ Sus acompañantes se habían ido y él, con el inusual equilibrio que a veces da el alcohol, seguía en lo suyo, feliz, sintiéndose inmenso. La revelación que encontró en La Malinche, confesaría después, en los separos adonde lo llevaron los policías, fue que estaba llamado a pararse en los macetones, como en el nopal de la bandera nacional, con la serpiente debajo para proclamar al teatro como el único lugar de libertad absoluta, sin miedos ni censuras, vital, demandante, grosero o desnudo para tocar el intelecto de los espectadores.

 

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