Epitafios / Gustavo Ogarrio

I
Abracen la semilla glaciar de otros deseos donde sí quepa la ternura secreta de sus historias. Corran a la orilla de este mundo en el que la sangre es la ecuación pública del odio, de esta galaxia de lunares en el desierto; arrojadas e insepultas en medio de la guerra muda. Corran a refugiarse en las manchas de betabel que dejaron las abuelas en sus rostros para cubrirlas de los mismos tormentos, del toro de sesenta años enfurecido porque no le servían la comida.
     Nunca más el precipicio que murmura crucifijos y obediencia. Nunca más el patrón montado, el torpe títere que babea el horror de la pernada en el hombro sin escapatoria. Nunca más la caricia incomprensible del destino de tiniebla que las reparte en la eternidad como cabras heridas; aves descompuestas ante la certeza del cazador complacido. Nunca más esas boquitas inmóviles, rosadas, como de chupón, cerradas para siempre en la imagen funesta de los diarios.
     Besen los rostros quemados del amor, la felicidad breve de Cenicienta sin príncipe. Evoquen la alegría matinal compartida al menos con aquel que les sirvió el desayuno o las cubrió con la sábana después del último sollozo; aquel que en su desorden de aguas las quiso monstruosas, ciertas, ambiguas, incomprensibles. Tortúrense la una con la otra, frotando su pedazo de olvido en el dorso; que se mezcle su saliva negra de brujas enloquecidas, que se calcinen sus manos en el rozamiento mutuo, en esos masajes de tierra que guardan algo de la sustancia nocturna de los árboles. Fajen, broten, háganse oscuras sin miramientos, sin las fantasías sicalípticas de los machos frustrados, renuncien al baile de Barbies que el mundo preparó para ustedes.
     Déjenles a ellos la tristeza de los genitales furiosos, que las aves de rapiña devoren los falos que caerán como moscas en la playa morada de los metales muertos, esos falos con su ojo ciego que mira a ningún lado, o como peces que se estremecen moribundos en la arena para boquear los estertores de la vida submarina.

 

II
Ya habrás hallado la carta en la que sólo soy un lento atardecer, las letras en las que mi alma no tiene remedio y almuerza el sonido de los tambores que sólo atraen los retratos de nadie, la verdad simple de una tristeza definitiva que ya no necesita del artificio para nombrarte en su aullido maligno y sin redención.
     Sin embargo, daría mi caminar de perro extraviado y fosforescente por un par de miradas tuyas, te entregaría una vez más las claves secretas de este deseo vehemente de morir, me quejaría de la almohada incómoda que no hace más que despertarme para escuchar la indómita llegada de tu respiración en la galaxia de la noche. Tengo que admitir que esto no es más que un carnaval de fantasmas, una mueca sin importancia de la eternidad, una simple ceniza de olvido.
     A estas alturas de mi incendio sin estepa, ya te habrás dado cuenta de que nada de lo que he dicho tiene sentido, tampoco nariz, mucho menos ese contrabando de horas moribundas que hacen verdadera la vida. La cuestión es más simple: es una lástima que tú estés allá y yo aquí. Es una lástima que mi vecino suba el volumen del radio y que yo no haga más que evocar la tarde en la que me enseñaste a atacar la felicidad de la avenida Madero, la estupidez de la comida china, el fulgor de mis mentiras con las que tu sonrisa se volvía una trampa de bestias satisfechas. Es una calamidad que mi cursilería muera de hambre, que tus ojos de tempestad ya no se mezclen con la agria novedad del fin.
     Los músicos del espanto ya recogen sus instrumentos, apagan las voces con las que seguramente cantarían el estallido de este magnífico suicidio que es mi soledad. Te lo tengo que decir: sólo queda la garra de la noche, unos colmillos invisibles que al bajar por la pared de la cocina hacen temblar mi cadáver de araña espeluznante y la absoluta certeza de que nada detendrá tu partida de este infierno disecado por los siglos.

 

III
Besos de infancia perdidos en los gatos que nunca tuvimos, en los perros que nos babearon como nadie y que nos quisieron hasta el fondo de nosotros mismos. Lenguas de juventud como dragones de miel, sabores indomables que nos forjaron a su antojo. Estalla la boca en el esplendor y en la miseria del ajeno, en el equívoco resplandeciente que nos trae por el esófago esas historias de pulmones congestionados, encubiertas por las murmuraciones salivadas en el oído, selladas a punta de succiones en la silla eléctrica del parque; juegos de fiebres en los que la mucosa privilegiada se asume como soberana del cuerpo. Besos contemporáneos como maldiciones blancas que nos petrifican, caballos de humedad que galopan en la piel para reventar calientes y mudos. Besos miserables de tanto besar, inmóviles a la hora del desayuno, desnudos ya en la corriente burocrática de la vida.
     Besos novohispanos, negros besos que se refugiaron en la conspiración de las alcobas para iniciar en silencio todas las guerras. Besos que se guardan para los que nunca llegarán, tumbas de humedad y espanto. Besos incomprensibles que no hacen más que alargar nuestras agonías. Besos siniestros que juegan a pulverizar al otro, a enterrarlo en ese monumento de saliva. Besos quemados, impudicias civilizatorias que afirman el extravío de la materia y de la boca. Besos de cartón, tirados como príncipes lampiños al borde del camino. Besos de diciembre que anulan los de marzo. Besos en la frente que nos santifican en el amor y en el ridículo. Besos predecibles, de chocolate, cursis besos de soledad absoluta. Besos como negocios en los que se tramitan deudas, pagarés, libertades a bajo precio.
     Tu boca como estampida de sueños en los que alguna vez se dibujó mi olvido. Besos heridos de muerte, que nunca volverán, prófugos ya de tus labios y que ahora agonizan de ti en otros belfos. Besos amargos que saben a barandal, a sillón metálico de jardín, que ya no caminan, ciegos de ausencia, suicidas, tristes besos de nadie.

 

IV
Quizás no queda más que extraviarse en las conversaciones pueriles que lentamente son ahorcadas por el hecho fulminante de tu enfermedad. Ninguna risa durará ya en nosotros sin que sea al mismo tiempo una mentira privada, una yerba barroca que muere en la garganta infernal de los nuncas, del tal vez, del se nos hizo tarde. Tu agonía nos ha graduado a todos en la vida, nos quita de un hachazo la eternidad ingenua de las fotos felices o melancólicas, nos convierte en tristes animales monosilábicos, en signos vergonzosos que naufragan en el río de lo incomprensible. Te llamas Angelina, Ricardo, Armida, Beatriz… te llamas navidad de piedras en los ojos, de hierro caliente hundido en el vientre de la luna; te llamas desesperación de aspas giratorias, te llamas sábanas y almohadas de morfina. Te llamas cáncer: arquitectura de la muerte, mensajero de las perforaciones del cuerpo, raíz indómita del espanto. Ninguna maldición toca tu soberbia de exterminio.
     Nada va a nacer de tu estómago y de sus células anormales, de tu espina dorsal y sus demonios fibrosos que crecen descontroladamente, de tu pierna cuya devoción de bandera extendida se va sumiendo en la desesperación. Maldigo las horas en las que tu cáncer creció, el instante sin explicación en el que ese horror silencioso traicionó la vida que llevabas dentro. El cuerpoy el universo devastados por la metástasis. El que mira se pudre de nostalgia y de ternura y de hastío y de indignación cansada y de mercurio en los órganos, quema las lagañas de su felicidad olvidada cuando sonríe, y se vuelve a pudrir cuando llora y patalea y grita y no alcanza la cima de ese dolor atroz que por fin lo redima; tu cáncer nos recuerda que nunca volveremos a ser niños y que jamás correremos desnudos por el bosque. Porque de esa cueva de órganos derrotados que es tu cuerpo solamente volveremos como bestias opacas para deshabitar el mundo.

 

V
Mi nombre es Margarida, vivo en Cruzeiro do Soul y todos dicen que tengo ciento dieciséis años, con sus días y sus noches impalpables. Soy un recuento milenario de sombras gobernadas por el murmullo. Soy la herida misma del tiempo, el descuido de un dios homicida. Nunca tuve un novio, podría decir que le tenía miedo a mi padre y que mis entrañas fueron saqueadas por ese miedo que se impuso en mí como una devoción. Además, mi madrina de bautismo un día me susurró al oído: «Nunca te cases». Y yo le obedecí para vengarme de ella, para vengarme de todas y todos por anticipado. Para vibrar sin deseo tuve que ser este cuerpo sellado, esta sonrisa sin fulgor de virgen clausurada; este siglo negro que vive en mí es un largo velorio en el que sólo se ríe el diablo.
     Cuando estoy un poco ebria de silencio le digo a los micrófonos de la radio y de la televisión, que vienen a verme de vez en cuando como si fuera la madre de Dios y me preguntan por mi edad y por los caballos que ardieron secretamente en mis ojos, que he sido muy feliz y que no tengo nada que reclamar, porque mi felicidad no está en los hombres. Investida de ese poder que me ha dado el transcurrir del tiempo, les digo lo que quieren escuchar: la vida es una fosa, un ataúd, un desierto moribundo, un sol que no arde, las sustancias invisibles del río que se pegan en los techos de las casas de madera; la vida siempre es el paso brutal de los años. Ellos ríen y se van complacidos con mis herejías.
     Todos han muerto. Mis padres y mis tres hermanos; un zapatero que venía de Río de Janeiro; una prostituta que se internó en el Amazonas y de la cual se dice que en las noches grita al borde del río mientras camina hacia atrás, como una hermosa reina despojada e invertida; veinticinco curas de la iglesia de San Francisco; treinta niños y dieciocho niñas que se ahogaron en el río.
     Últimamente me duele mi pierna izquierda y esto no me ha dejado salir de casa. Soy devota de San Francisco y guardo cuarenta y tres imágenes suyas. Los domingos en la tarde me refugio en mi cama, apago la luz y en un radio muy viejo me pongo a escuchar las tres misas que se celebran en Cruzeiro do Soul. Tengo miedo de quedarme para siempre aquí en la Tierra.

 

VI
Cuando la muerte tome la forma del café con leche en las mañanas. Cuando las ramificaciones del sol crezcan en las sombras gigantes de los edificios o dibujen el nacer crepuscular en los campos de zarzamoras, en las horas remotas de las mañanas felices. Cuando se hayan apagado todos los recuerdos de tus perros leales, aquellos que ignoraste en nombre del avance de la Humanidad. Cuando no quede nada de la ternura de ese amante furtivo que te regaló círculos concéntricos en tu espalda y algo de sus batallas contra la muerte. Cuando odies desde la raíz todo aquello que merece odiarse: la injusticia en el gesto torcido del niño que agoniza y reclama para sí todos los paraísos perdidos; o cuando simplemente odies con sinceridad este simulacro del fin del mundo. Cuando hayas perdido las conversaciones prometidas en los viajes que habrás cancelado para siempre y el asombro de la nieve cayendo como un abismo fragmentado no pueda ser ya tu destino.
     Cuando desde los parques descalzos se escuche el murmullo invencible que hace crecer la lluvia y que al mismo tiempo sostiene los motivos indomables de la tormenta. Cuando hayas visitado todos tus sueños y permanezcan intactas e imposible las razones pueriles de tu deseo. Cuando se asomen en tu mirada distraída los funerales de tus amigos muertos. Cuando por fin te des cuenta de que no añadiste nada a los siglos y tus aires de trascendencia se reconozcan en el puño de polvo que te levantará para siempre de este mundo. Cuando la música sin camaleones no pueda ser más la huella de una tarde de amor con excesos de vino y de comida.
     Cuando no haya tiempo para decir «no» y la vida te arrastre en su final de telenovela a los pies de ese pergamino que sobre tu tumba dirá lo que nunca pensaste de lo que permanece y te borra. Cuando el olvido se levante en silencio como la única patria del porvenir.

 

 

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