Los recuerdos inconclusos de César López Cuadras / Roberto Castelán

In memoriam † César López Cuadras

Dice César López Cuadras que cuando le dio la noticia a su mamá sobre la publicación de su obra titulada La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, la santa señora, compungida, le dijo: «Ay, hijo, sigues con tu costumbre de dejar las cosas a medias…».
            Esa anécdota, muy probablemente inventada pero repetida incontables veces entre risas después de la aparición de la gran novela de López Cuadras, me llevó a pensar que tal vez César sí tenía la mala costumbre de dejar las cosas inconclusas.
            Sin embargo, luego de hacer a un lado lo inconcluso, emprendía otras… llamémosles ocurrencias, y los inicios se convertían en algo apasionante, conversable, anecdótico, irónico, con una enorme cantidad de claves cuya solución necesariamente requería de la inteligencia del interlocutor.
            Con frecuencia, sus clases en la universidad también sufrieron esta costumbre de César, y sin haberlas concluido, por supuesto, se interrumpían cuando López Cuadras, en su papel de catedrático universitario, preguntaba con un tono de seriedad propio de quien imparte una conferencia magistral: «¿Cuánto falta para que termine la clase?». Independientemente de la respuesta —«diez minutos», «media hora», «cuarenta minutos»—, su respuesta siempre era la misma: «Yo los pongo, ya vámonos», y a ninguno de sus alumnos se nos ocurría reclamarle por el tiempo faltante.
Antes de ser amigos, César fue mi profesor. Para debatir algunos temas, el aula funcionaba bien. Para la mayoría se adaptaba mejor una cantina o, de preferencia, la casa de cualquiera de sus alumnos cercanos, previa escala en un depósito de cervezas heladas.
            Generalmente iniciábamos las sesiones al ritmo del sonido de las cervezas que se destapaban. Sea de botella o de lata, el sonido al abrir una cerveza es inconfundible.
            Enseguida retomábamos el tema de la clase, con una mayor participación de los estudiantes y de la teatralidad del profesor. Conforme pasaba el tiempo, los acuerdos y desacuerdos académicos subían de tono y, en algún momento, el tema quedaba en el olvido. Inconcluso. Hasta la próxima clase —cuando, con seguridad, la historia se repetiría.
            En esos entonces, años de luchas de clases, dictaduras militares, ortodoxias y manuales marxistas, clandestinidad, canción de protesta, César estaba involucrado de tiempo completo con el estudio y la difusión de las verdades de la economía política. Y del marxismo, por supuesto. Fuera en sus cursos normales en la universidad, o por su cuenta, a López Cuadras le dio por predicar El Capital en todos los ámbitos por donde se asomaba.
            Mercancía y plusvalía eran invocadas para explicar, con solidez y sin asomo de duda, la precaria situación de la sociedad mexicana, especialmente la del campo. De ahí surge, precisamente, uno de sus primeros libros, un tanto alejado de la literatura: La crisis estructural del campo jalisciense.
            Con gran rigor académico, producto de horas de estudio e interminables discusiones de cubículo y de cantina, César estudió y difundió los textos marxistas con la seriedad que los simples divulgadores de panfleto y manual no tenían. Enfrentarse con herramientas sólidas, haciendo abrevar directamente de la fuente del pensamiento marxista a quienes intentaban construir un mundo mejor e igualitario a base de panfletazos y catecismos, le trajo no pocas desconfianzas y enemistades. A las hordas de solemnes profetas sólo les quedó anteponer su acartonada ortodoxia, que buscaba ser solemnidad, frente a la corrosiva ironía del muy sui generis predicador marxista.
            Cuesta trabajo imaginar la posibilidad de hacer una lectura de El Capital amena y con sentido del humor. De alguna manera César lo logró. Despojó al famoso libro de algo que parecía imposible: su solemnidad. Las obras de Marx, Engels, Lenin, sin perder su alta dosis de respetabilidad, al tiempo que enseñaban las intrincadas fórmulas de la plusvalía, a descifrar la realidad de la sociedad y del obrero explotado, podían ser vistas con humor y hasta con sorna.
            César siempre imaginó diálogos posibles entre señoras haciendo cola para las tortillas. En uno de ellos, una de las señoras preguntaba: «¿Habrá más allá?», y la otra respondía con asombro: «¿Qué, ayer no había?». En otro, una preguntaba por las tesis sobre Feuerbach: «¿Es cierto que al mundo no hay que contemplarlo sino transformarlo?», a lo que la otra respondía: «Ay, comadrita, pues yo entendí que gozarlo, por eso soy tan puta».
            Hoy estas líneas parecerán como tomadas de un mal guión, de un mal programa de chistes televisivo. Sin embargo, en aquellos ayeres, resultarían poco menos que irreverentes, pues ellas incluyen el tema del ateísmo y de una de las obras de Engels, fundamentales para el pensamiento marxista. La ortodoxia marxista encerró con una solemnidad acartonada al marxismo. En su afán por apropiárselo, el marxismo institucional, reflejado en el trabajo político de partidos o grupos clandestinos de izquierda, intentó solemnizar todo lo relacionado con la obra del gran barbón y sus cómplices.
            César no dejaba de burlarse de ese afán de sacralizar el pensamiento marxista. Sin embargo, los sacerdotes de aquella época y los seguidores ortodoxos del marxismo, incapaces de superar sus argumentos, prefirieron seguir sus cursos: no había intérprete, transmisor y sacerdote más sólido de la obra de Carlos Marx y los suyos que César López Cuadras.
            Constantemente, frente al azoro de quienes asistían a sus cursos sobre El Capital, hacía uso de la célebre frase atribuida a Schopenhauer: «Hagan lo que les digo, no lo que me vean hacer», porque las célebres borracheras de López Cuadras no correspondían a la solemne imagen del marxista comprometido que la lucha obrera requería.
Estos recuerdos aislados, inconclusos, ya lejanos, perdidos por ahí en una historia que no se ha escrito, prolegómeno de una generación que sin saberlo transitaba hacia la caída del Muro de Berlín, de una concepción burocratizada del comunismo y de las ideas marxistas, pretenden esbozar el perfil de un amigo que en el aula, en la cantina o en las pláticas con la confianza e intimidad que brinda la amistad, siempre enseñaba algo.
            Entre su interminable capacidad para hilvanar anécdotas, para satirizar a la gente que lo rodeaba, para construir posibles escenarios de la vida política, siempre había alguna cosa que aprender.
Su posterior ingreso a la vida de escritor, desde su concepción y práctica, le exigió menos aula y más cantina, menos solemnidad profesoral y más complicidad con los amigos compañeros de escritura. Más horas tallereando, más horas en la soledad de la escritura, riéndose solo como loco, cuando entre sus personajes identificaba los rasgos de algún familiar, de algún conocido.
            De su obra, breve, poco leída y menos reconocida, hay mucho que decir, ya habrá ocasión para ello. De ella siempre tuve la idea, desde que leíamos algunos capítulos antes de convertirse en libros, de que alguna vez tendrá que ser recuperada, para bien de la inteligencia, la cultura y las letras mexicanas.

 

 

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