Libros / Envés del agua, de Luis Armenta Malpica / Carmen Villoro

La poesía de Luis Armenta Malpica dice lo que decirse no se puede con palabras. Por eso el lector no debe entender a las palabras, o no debe sólo entender a las palabras, sino a esos otros registros que están atrás de las palabras, o, para usar la expresión del autor, en el envés de las palabras. ¿Qué es, entonces, eso que no se dice pero se transmite? ¿Cómo lo logra el poeta si de palabras se trata, si ante lo que estamos expuestos es un texto y no otra cosa? A riesgo de equivocarme, de inventar o por lo menos de ser altamente especulativa, a mí me parece que lo que Luis Armenta me comunica —y digo «me» porque es mi lectura de su obra, que es, por otro lado, la única a la que tengo acceso— es una experiencia emocional compleja y, más allá de la vivencia emocional, una experiencia espiritual. Estamos, pues, en el territorio de lo inefable. ¿Cómo lo hace? Acudiendo a recursos: acudiendo a recursos lingüísticos y paralingüísticos que, por su singularidad, expresan algo diferente, pero están en relación con la palabra, no son ajenos a ella pero la nutren de otro sentido al descontextualizarla del discurso común. El uso distinto de la sintaxis, de la versificación, de la puntuación, la participación del blanco de la página —es decir, del silencio— en el poema, el acomodo geográfico de los vocablos, hacen brillar el verso o lo matizan de tal modo que su sentido cambia, se abre a otros sentidos, se vuelve polisémico, y en la poesía de eso se trata, de que el verso se entienda de diversas maneras pero, más que «se entienda», que provoque estados sensibles en el lector, a diferencia de otros discursos que deben ser precisos y lograr un consenso lo más cercano posible entre los lectores. El poeta utiliza también recursos novedosos, como la escritura en Braille, que tiene desde luego un efecto visual, una estética de imagen, pero también una alta carga simbólica.
    La ceguera, la enfermedad y la oscuridad surgen en el primer poemario, Götterdämmerung, como caminos para encontrar la luz. Mirar ciega, pero enciende una distinta lucidez. Los ojos aparecen como metáfora del recuerdo encarnado. Hay una vida que pasa «ojos adentro» en ese mar inasible de los afectos y las sensaciones entre las que el dolor tiene una presencia importante. Lo que menos importa es lo anecdótico que encierran estos poemas, no importa lo narrado porque, como dice el poeta: «La lentitud de lo que no hemos dicho / se nos siembra en los ojos». Los ojos son entonces una ventana a otros registros anteriores al habla, registros del cuerpo, huellas de pájaro que hieren las estepas del alma, pero que también la reivindican. La ceguera le otorga un lugar primordial al tacto como sentido (en sus dos acepciones) revelador. En este poemario —pero también en todos los poemarios que componen este libro— lo corporal aparece como vehículo de encuentro con lo sagrado. La entrega erótica será, y esto es una propuesta que Armenta sostiene de manera insistente y reiterada, un acto sublime de encuentro con lo divino. «Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos / libres para asir el silencio que llegue / con la lluvia. Agua que nos responda / por qué se deja atrás lo que incendiamos / para que hubiera luz». Es la unión con el padre, el otro hombre, donde sujeto y objeto se funden y confunden y uno es padre del otro que es también hijo y padre del otro, de sí mismo, donde comienza una embriaguez que sólo puede conducir a Dios, ese dios ciego que todo lo ve porque no hay luz que lo enceguezca.
    Sombra del cielo que arde es un poemario que está dedicado a ese fenómeno innombrable y misterioso: el amor. El amado es visto y cuidado con la devoción y el asombro con que se contempla la naturaleza; hay en esta ternura un reconocimiento de la fragilidad que hace del otro un ángel y de la voz un vuelo de pájaro. De dos se hace una casa, se envejece sin ruido, se alarga el tiempo en el sillón de siempre, la permanencia de una música que aquieta el corazón, es esa flama azul de la compañía plácida que alimenta por dentro la flama roja de la pasión que se consumiría en un incendio sin ese aire nutricio del cariño. «Águilas de una calma tan frágil fuimos anclando el cuerpo». Aguas azules que sostienen el navío de una vida mejor si es compartida.
    Sigue el viaje por las ciudades emblemáticas: nudos de la existencia, cada ciudad tiene una historia tatuada en el cuerpo como una honda herida. En Cuerpo + después el poeta visita con su poesía los lugares y a los personajes como imágenes oníricas de su propio mundo interno. La ciudad bíblica de Ur y sus tablillas de signos son ese referente al alfabeto de un lenguaje que no alcanza para expresar el mosto del pasado perdido. ¿Es Sodoma y Gomorra el cruce de coordenadas para saciar la sangre? El sexo y sus excesos son siempre una plegaria de esa espuma que calme la honda herida de ser humanidad y el anhelo de ser visto por Dios en ese espejo de almas. Babel de medianoche, el mundo de un niño enfebrecido, perdido en su propia entraña imaginaria; representaciones del viaje de la vida en esa Ítaca, el rugir familiar de las renuncias, «y el dolor diluido en las venas comunes». La voz alcanzó a escapar de las lavas del Vesubio, la memoria se hundió, queda tan sólo la versión nueva de la historia, la que no es heredada ni impuesta, la Pompeya borrada por la nueva versión, la del poeta. Y Nietzsche se da cuenta de su propia erosión y Wagner sempiterno canta el sufrimiento del mar enceguecido. Lugares y episodios, lecturas y cantatas que habitan en la mano-estrella del que escribe su voz en las líneas cruzadas de la mano. Son cicatrices blancas sobre el blanco sonido de la página, espigas de otros trigos que se mecen al ritmo de otra respiración, gotas de tinta que forman otro mapa para los territorios de la fe, tablas nuevas que salvan ese poco que queda de jardín por la poesía.
    Y en el cielo del lenguaje se hospeda el mar del cuerpo y se hace tierra. Terramar es el canto, otra vez, al amor, al cuidado del hijo, del igual, al cuerpo de ese Cristo entre los brazos, un homenaje a Dios desde la cruz de la entrega al amado.
    La Última luz es la que no se apaga. Ante la incertidumbre que es este mundo, la vida, el amor, la muerte, esas cuatro heridas, los mitos buscan el sentido. La prosa poética de Luis Armenta construye las leyendas necesarias donde descanse por fin el oleaje del mar y sus tinieblas se decanten en luz.
    Así el Papiro de Derveni, el texto más antiguo, nos invita al origen de la piel, el único camino a la verdad. La poesía de Luis Armenta Malpica, como el Grial de José, recoge en su interior el sufrimiento del ser, la soledad que es condición de todos, y sin embargo tiende un puente.
    Hemos llegado al final que es tan sólo el principio. El poeta nos ha dejado ver del otro lado del telón del aire, ha escrito las palabras con la ceniza de ese fuego extinto que aún quema; ha levantado el agua por algunos momentos para dejarnos atisbar en el origen límpido y sereno de su sombra; nos ha mostrado el negativo de la fotografía de su memoria, lo femenino de su virilidad, el fondo más sensible de su forma, porque la realidad se expresa nítidamente en el azogue, este cuaderno de agua que nos brinda se abre en el centro de sus pétalos blancos y muestra, sólo por un momento, para volver a cerrarse entre sus valvas, la transparencia genuina de su envés, del que bebemos.
   

    •     Envés del agua, de Luis Armenta Malpica. Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 2012.
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