Zona Intermedia / Rubén Bonifaz Nuño: la conciencia del objeto / Silvia Eugenia Castillero

La lírica mexicana tiene —como la arquitectura— diversos tonos y colores. Si hubiera que ponerle uno a la poesía de Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), le pondría color marrón, color de ladrillo que une lo antiguo con lo moderno, lo amalgama. Y proviene  —al igual que el marrón de la mezcla de colores primarios— de la tradición grecolatina en contraste y conjunción con las selváticas y misteriosas culturas indígenas mexicanas; absorbidas y reinterpretadas por el poeta sobre el paisaje vertiginoso de la modernidad.
    La modernidad, lo explica Roland Barthes, significa dejar de ser testigo universal y enfrentar el mundo desde una conciencia infeliz. Esa conciencia implica el compromiso de la forma, asumiendo o rechazando el pasado. Bonifaz Nuño surca la tradición para elaborar una poesía que toma la transparencia de lo clásico, pero bajo la certeza de que ese objeto creado se encuentra solo en el mundo. Ya no hay una liturgia que vuelva necesario el decir, el nombrar, no existe ya la relación directa entre los dioses y los hombres, como la hubo en las sociedades antiguas. Bonifaz toma su poesía del decir clásico, y la somete al vértigo moderno del hueco existencial.
    Rubén Bonifaz canta desde la soledad, o con ella, o para ella. Desde la perspectiva de la muerte, de lo que va hacia su fin: «Esta noche de trenes, / de poblaciones emigrando, / de corporales sueños, de violadas / respiraciones en la arena / movediza del viaje, lo recuerdo» (Fuego de pobreza, 1961). No la muerte sino el instante inmediato a la muerte, ese instante incógnito al que se enfrenta con su poesía el poeta, la poesía es ese puente entre la vida y la muerte: me prolongo en la muerte a través de mis signos vitales: «Una crecida barba, de cadáver reciente me prolonga».
    En contraste con la muerte y ese puente que es el cuerpo, Bonifaz también encara la bestialidad humana desde un vértice, desde el mundo ya ido. La efímera condición del ser humano, que vive un presente transformándose constante y perennemente en algo ya vivido y perdido: «Y hay un rescoldo de alma / hiriendo igual que el otoño miserable / de los árboles bajo el asfalto; / victimados por automóviles / feroces, por agrias oficinas, / por desolaciones trashumantes…» (As de oros, 1981).
    Descendiente del posmodernismo, el simbolismo y el parnasianismo, Bonifaz se asoma a los símbolos y a las imágenes y los atraviesa para ir tras el objeto. Sus poemas, más que representaciones, son instantes que traen hacia nosotros el encuentro entre una forma que acecha lo divino y la aparición misma del dios, enseñanza que le fue revelada —según relata Sandro Cohen— por la Coatlicue y el arte precolombino: «en esas imágenes que pudieran considerarse omnipresentes en nuestra cultura prehispánica, sus creadores no pretendieron construir la imagen de un dios, sino representar simbólicamente el poder del dios en el punto mismo donde va a iniciar su ejercicio» (Imagen de Tláloc).
    Traductor de los grandes textos grecolatinos y estudioso del arte precolombino, Bonifaz se acerca a la escritura poética desde «la soledad de una escritura ritual» (Barthes). Le canta a la nada porque su objeto es lo que ya fue. La nostalgia destila y el tiempo es un barredor de posibilidades: se van las capacidades, la ilusión y la ternura. Y al final nada importa: «Pero cuando quiero cantar por nota, / medir las palabras, endulzarlas, / la voz se me encoge, se me regresa, / y no tengo más que estar cansado. // Es tarde, mi amada se ha puesto fea; / se desvencijaron las hermosas / palabras; lo saben todos…» (Los demonios y los días, 1956). No sólo se trata de la nostalgia sino también de lo marginal, Bonifaz le escribe al solitario, al infeliz, al diferente: «los que se arrinconan con un vaso / de aguardiente oscuro y melancólico, / y odian hasta el fondo su miseria / la envidia que sienten, los deseos».
    Rubén Bonifaz trabaja el oficio de poeta de la misma manera como contempla las piedras precolombinas, ante las cuales se debe observar una dimensión de 360 grados, pues es «mérito del poeta comprender las cosas, / como por milagro, de la impura / corriente en que pasan confundidas, / y hacerlas insignes, irrebatibles / frente a la ceguera de los que miran». El poeta mira las íntimas ligas que entre las cosas forman una red invisible y es capaz de ver las diferencias conocidas y las inadvertidas semejanzas.
    Su visión de lo sagrado es apocalíptica, pues se trata de lograr la presencia del dios en acto. Como estar ante la Coatlicue, o frente al Tláloc que surge de dos cabezas de serpientes vistas de perfil. Esa lectura de lo sagrado —del cuerpo de lo sagrado— lo hace vislumbrar, a la manera de Rilke, la presencia de los ángeles, presencia por demás intolerable porque estos seres nos mantienen atados y nos muestran lo que somos, hablan en nuestras bocas, andan con nuestros pasos, y ahí nosotros mismos nos pasmamos llenos de terror. La visión del ángel de Bonifaz es como la de la mano que atraviesa la espina para tocar la rosa.
    Cuaderno de agosto es un poema particular, en él habla de su experiencia con esas fuerzas cósmicas que se apropian del cuerpo: un terror a la espalda y con él toda la locura, y todo el insomnio y «una gozada angustia de andar dormida». Hay llagas, un instante mudo, y al fondo la bestia encogida: el tiempo. Una forma densa. Un grito afilado. Lumbre ardiendo.
    Rubén Bonifaz —como Borges— le da a la eternidad un lugar en la memoria individual. Aunque sea una invención, negarla equivaldría a aniquilar todas las historias personales, las de las ciudades, de los ríos, etcétera. Lo único que podemos recobrar y guardar es a través de la forma de la eternidad. De la experiencia sagrada viene, o se regresa o desciende al cuerpo, o simplemente es la otra cara de la existencia, la del inframundo, la de la escala humana: «Dentro de la palma de una mano / acontecen muchas cosas sombrías / […] respiramos, vemos / comemos, sufrimos a veces, / y nada nos queda, y hemos pasado. / No es bueno saber que morimos» (Cuaderno de agosto, 1954).
    Poesía corporal, la de Rubén Bonifaz Nuño, del amor ido canta un dolor sutil pero que llaga, pues no es la soledad lo que duele, es la soledad desde «la imagen deshabitada», imagen que no se ve sino que se toca. Como Villaurrutia, en un juego de ausencias y vacíos, nos dice: «la imagen tocaré, deshabitada», y luego: «iré a tus ojos, / con la absurda caricia de un saludo» («Ofrecimiento romántico», en Imágenes, 1953).

 

 

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