Polifemo bifocal / Seguimiento fugaz de Manuel Felguérez / Ernesto Lumbreras

En 1954 el artista prepara las piezas para su primera exposición individual. Acaba de nacer su primogénita y vive en Puerto Escondido, Oaxaca, en compañía de su primera esposa. Tiempo atrás, en 1947, durante su primer viaje a Europa, eligió dedicarse al arte. En aquel lejano año tiene sólo cinco lustros y moldea figuras de terracota que introduce en el horno de una panadería. Para ese año inaugural ha recibido lecciones de escultura de Ossip Zadkine en Francia y de Francisco Zúñiga en México; ahí, en ese trópico insumiso, con esos saberes y con sus propias intuiciones, reconoce el espíritu de la materia y las alquimias del fuego, mientras el sol canicular dora las aguas de las encrespadas olas del Pacífico mexicano.
    Desde aquel episodio inicial ha transcurrido más de medio siglo de la aparición de Manuel Felguérez en la escena del arte de México; en ese largo y fructífero devenir ha construido un universo plástico de inacabada aventura y experimentación, tanto en la pintura como en la escultura. Nacido en la hacienda de San Agustín, Valparaíso, Zacatecas, el 12 de diciembre de 1928, a sus ochenta y cuatro años actuales sigue confrontando el misterio de la forma y del color, esos dos senderos donde la luz converge con su vendimia de hechizos y formas de conocimiento. Hace justo un año, el Museo de Aguascalientes presentó una serie de cuadros de su trabajo más reciente. La muestra se titulaba Estética de lo real: caos y orden en la obra de Manuel Felguérez. Recorrí la exposición en compañía de un grupo de amigos, seducido por sus lienzos donde la realidad rebasa las dimensiones espacio-temporales y se manifiesta radiante y plena, exenta de cualquier agobio de finitud.
    Desde mi lectura, la naturaleza esencial de su arte, en su inabarcable geografía abstracta, es absolutamente emotiva; incluso en sus construcciones geométricas, el aliento sensorial de la línea o de la mancha —que inspiran y modulan superficies y volúmenes con delectación fascinada— cubre y consagra un territorio o un espacio con un sentimiento del mundo. Por supuesto, en el proceso compositivo de las obras de Felguérez la presencia del rigor crítico es fundamental como postura y elección. ¿Qué vemos en una pieza del artista zacatecano? ¿Qué nos dice o insinúa, o qué nos oculta? ¿Con qué atributos o elementos sensitivos e intelectuales podemos dialogar con uno de sus trabajos? En aquel recorrido por el museo hidrocálido, palabras más, palabras menos, uno de mis amigos me interrogaba con este tipo de preguntas en torno al territorio visual desvelado por la pasión lúcida de Manuel Felguérez. Sí, reitero, hay una voluntad eminentemente emotiva en sus cuadros y en sus esculturas; a partir de ese cometido axial, el artista va concertando un lenguaje personalísimo a través del cual puede ofrendarnos algunas noticias de sus visiones, mitologías, correspondencias, homenajes, profanaciones… La exigencia primaria para conversar con cualquiera de sus obras reside en plantarnos ahí, a pocos pasos de su fulgor excéntrico y contundente, sin mediar ninguna exigencia; poco a poco, como apunta Paul Klee, «la mirada seguirá los caminos que se le han reservado en la obra».
    Desde la década de los sesenta, la obra de Felguérez ocupó el espacio público en diálogo y contrapunto con el lenguaje arquitectónico y urbanístico, principalmente de la Ciudad de México. Los murales y esculturas en vías públicas o en edificios privados y gubernamentales nos han posibilitado una convivencia cotidiana con un lenguaje artístico a contraflujo de los lenguajes utilitarios y mediáticos del entorno. El relieve Canto al océano (1963), en el desparecido balneario Bahía; el mural titulado La invención destructiva (1964), en el inmueble de la Concamin; el Vitral escultura (1970), de la Fábrica Moyada, S. A., obra del arquitecto Manuel Larrosa, o la escultura monumental Puerta 1808 (2007), en el cruce de Reforma y Juárez, figuran como obras ejemplares del escultor zacatecano. La colaboración de Manuel Felguérez, en calidad de escenógrafo, en obras de teatro y de cine de Alejandro Jodorowsky, merece un capítulo aparte; los diseños de vestuario y de los singulares objetos —cómo olvidar La máquina del deseo—realizados para la cinta La montaña sagrada reservan al pintor un lugar privilegio en la tradición de la escenografía ejecutada por artistas visuales.
    Desde 1988 la crítica de arte denominó a la generación de Felguérez como de la Ruptura. El nombre tiene su origen en el cuestionamiento a la Escuela Nacionalista de la Pintura Mexicana, todavía presentede manera hegemónica a mediados de los cincuenta; sin embargo, el nombre y los posibles participantes de tal promoción —militantes, simpatizantes o simples coetáneos de las cabezas más visibles— continúan a debate. Más allá de esa discusión, la radical propuesta de Manuel Felguérez en las arenas de la abstracción plástica lo colocó muy pronto como uno de los protagonistas de esa ruptura o apertura visual, al lado de Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Lilia Carrillo, entre otros. La vigencia y la pródiga diversidad de su legado, afortunadamente, las podemos corroborar recorriendo las salas del hermoso y funcional Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez, ubicado en el edificio del antiguo Seminario de la Purísima Concepción de Zacatecas, Zacatecas. La colección de obra de arte abstracto mexicano y de otras latitudes reunida allí nos permite reconocer la particularidad y la excelencia de una de las presencias capitales del arte mexicano.

 

 

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