Nodos / La vida en línea y los sepulcros cibernéticos / Naief Yehya

Desde su fundación, en febrero de 2004, alrededor de treinta millones de usuarios de Facebook han muerto dejando atrás sus perfiles como un extraño vínculo con el más allá, como incoherentes e improvisados tributos a la fragilidad de la carne y a la aparente inmortalidad de los electrones. Sin embargo, estos inquietantes epitafios virtuales e interactivos crean una relación paradójica con la muerte, aparecen como testimonios incompletos, confesiones inacabadas y diálogos suspendidos. Así, las redes sociales van quedando sembradas con espectrales perfiles muertos que por un lado parecen tan vivos como la última vez que los actualizó su dueño y, no obstante, se sienten irremediablemente desoladores.
      El próximo 30 de abril se cumplen veinte años de que el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (cern, por sus siglas en francés) anunció que la World Wide Web sería abierta y gratuita para todo usuario. En ese momento, sin el beneficio de motores de búsqueda que le dieran sentido y organización, la red parecía un mundo hermético, misterioso y caótico. En estos años todo ha cambiado, la red ha perdido su carácter exótico, incomprensible y distante de la experiencia cotidiana, y ha pasado a formar parte indispensable de nuestras vidas. Y, para la generación milenaria, imaginar un mundo sin internet es como pensar que podemos vivir bajo el agua.
        Probablemente sea un mito de la era digital, pero supuestamente el presidente de ibm, Thomas John Watson, declaró en 1943 que quizás había un mercado mundial para tan sólo cinco computadoras. Setenta años después no sólo estamos cerca de cumplir la fantasía de Bill Gates de poner una computadora en cada escritorio y en cada hogar, sino también el objetivo de poner una computadora en cada bolsillo. La computadora pasó, en lo que parecería un parpadeo, de ser un sofisticado recurso para procesar y organizar datos a convertirse en un instrumento de entretenimiento y comunicación multifacético, instantáneo y económico. En menos de dos décadas hemos tenido que aprender nuevas destrezas técnicas, así como nuevos códigos, pero no de programación, como hubiéramos imaginado hace algunos años, sino de etiqueta social. Porque lo primero que buscaban los incipientes cibernautas no era perderse en las entrañas maquinales de la computadora, sino en las posibilidades de contacto con otros seres humanos. Así, desde los foros de usenet, pasamos por una serie de espacios de interacción, chateo, encuentro y debate a las primeras redes sociales como Friends Reunited, Friendster y MySpace, y de ahí a Facebook, que en 2012 rebasó los mil millones de usuarios.
        Estos espacios han dado lugar a formas de expresión sin precedente, a amistades sin inversión emocional, a relaciones pasionales intensas entre completos desconocidos (y a veces entre siniestros impostores), a reencuentros fascinantes y descubrimientos estridentes, así como a choques frontales con la memoria. También a través de ellos se han reinventado la militancia y el compromiso con las causas justas en forma del abominable clicktivismo, que es la malversación de las buenas intenciones, y lo que inicialmente se imaginaba como una alternativa de disidencia y militancia ahora tan sólo sirve para crear la ilusión de participar en luchas y demandas de justicia. Por otra parte, estos espacios han dado lugar a innumerables crímenes del pensamiento, como los de aquellos que, confiando en el anonimato, se atreven a confesar sus deseos más secretos, vergonzosos y comprometedores. Estos canales de comunicación han propiciado toda clase de encuentros que de otra manera hubieran sido imposibles, y también han provocado incontables arrestos de pedófilos potenciales que creían conversar con menores de edad mientras que en realidad coqueteaban con ciberpolicías. Es difícil imaginar un caso como el del «policía caníbal» neoyorquino, Gilberto Valle, cuyo crimen fue que compartió con otros supuestos fanáticos sus fantasías de canibalismo erótico. A pesar de que Valle nunca lastimó a nadie, fue condenado a veinticinco años o cadena perpetua por imaginar secuestros, violaciones, recetas de cocina y estofados de mujeres.
        Nuestra vida en línea está marcada por la superficialidad, el cinismo y una liviandad poblada de videos de gatos curiosos, bebés bailarines, eslóganes mordaces y memes absurdos de todos tipos. Por tanto, parecería que hay muy poco margen para la seriedad, incluso cuando se trata de temas completamente serios como la muerte. De tal manera, la muerte de un usuario de Facebook es un acontecimiento inconveniente para la empresa, es la pérdida de un cliente que implica hacer un simulacro de duelo y, de ser posible, ofrecer algún tipo de condolencia. Al principio, Facebook simplemente borraba los perfiles de los usuarios difuntos si recibía una notificación. Hoy pueden pasar varias cosas: si nadie lo reporta, el perfil se mantiene abierto a posteos en la pared, a tags en fotos, menciones y anuncios; si un familiar o amigo reporta una muerte y presenta un certificado de defunción u obituario, Facebook convierte la página en un Memorial (los amigos pueden postear, ver e interactuar con los posteos anteriores, pero el perfil no aparece en búsquedas ni se puede tagear ni enviar mensajes ni se anuncia su cumpleaños ni su nombre aparece en las sugerencias para que otros lo hagan su friend), o bien se puede solicitar la desactivación. Y si alguien conoce el password del difunto puede anular la cuenta, pero esto es considerado ilegal. Facebook se reserva el poder de censurar cualquier cosa que considere inapropiada, estableciéndose en juez del buen gusto y autoridad moral de los sepulcros en el ciberespacio.
        Tres personas muy cercanas a mí han muerto en los últimos años, dejando, no por su voluntad, las páginas de sus perfiles como espacios de luto público, como altares virtuales que pueden ser visitados en cualquier momento y en los que se pueden poner mensajes y pensamientos para compartir con otros. Para algunos, estos espacios sirven de catarsis y consuelo; otros, en cambio, lo ven como algo ofensivo e insolente, como una competencia de sollozos libre de la necesidad de confrontar en persona a otros dolientes. En mi caso no estoy seguro de qué sentir o pensar cada vez que visito las páginas de mi primo Ozam Yehya, de uno de mis amigos más entrañables, el músico Oskar Menzel, y de mi amiga, la pintora Estrella Carmona. Por un lado es cierto que ver sus fotografías y algunos de sus mensajes tiene un efecto casi balsámico, pero, a la vez, la existencia misma de esas páginas despierta una compulsión por visitarlas continuamente, por seguir interactuando y por pretender comunicarnos con los difuntos. Por otro lado, también causa un gran desconsuelo imaginar que eventualmente estas páginas dejarán de ser visitadas y se perderán en el olvido. La relación con la muerte nunca es simple, y en la era digital se consolidan rápidamente convenciones y formas de duelo subjetivas y frágiles. No nos queda más que hacernos a la idea de que, cuando nos toque morir, quedará en la red una impronta digital de nuestra existencia, como un testimonio de nuestro paso pero también como homenaje a nuestro Doppelgänger digital, ese gemelo que otros irán construyendo y reconfigurado con sus recuerdos y sus creencias, y sin nuestro consentimiento.

 

 

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