Escaques / Javier García-Galiano

Eliseo Alberto ya había muerto cuando me encontré un peón de madera tirado en la Judengasse de Salzburgo. Era un peón común, blanco, que podía pertenecer a cualquier juego de ajedrez. Estaba entre las piedras, junto a una alcantarilla. Quizá lo habían pisado y pateado. Estaba sucio por el agua antigua de la lluvia.
     Aquella noche recordé que John Palfrey me dijo un tarde en el puerto de Leith, mientras bebíamos cerveza de Saint Andrews, que entre las partidas que Vladimir Nabokov ensayaba en su literatura había descubierto una en la que se escamoteaba la falta de un peón. Se trataba, según creo haber entendido, de una trama irónicamente sagaz, cuya clave se hallaba en ese peón fantasma, la cual John Palfrey había descifrado después de diversas relecturas.
     Yo ignoraba que Eliseo Alberto había muerto en el Hospital General de México cuando le escribí una carta desde Salzburgo. Fue un ajedrecista brillante, que derivaba una historia, no siempre imaginaria, de cada movimiento, y que convirtió el juego en un libro inédito: Tratado elemental de ilusiones. Quizá hubiera podido referirme algunas historias de peones perdidos.
     Tardé en recordar que en una comida en el restaurante Lincoln de la calle Revillagigedo, en el Distrito Federal mexicano, Tomás Pérez Turrent me miró con el escepticismo que cultivaba cuando intenté introducir en la conversación las partidas provincianas que practicaban en el cine Joaquín Pardavé y Fernando Soler. Le pregunté si jugaba ajedrez, pero replicó que sólo sabía de toros…
     Me atreví entonces a mentirle con una pregunta: que si había advertido que en la partida con la muerte, en El séptimo sello, de Ingmar Bergman, faltaba un peón.
     Me respondió con una mirada que no podía ocultar un desconcierto receloso.
     En una página perdida de El otoño de la Edad Media, Johan Huizinga refiere que un manuscrito iluminado bohemio contiene la representación más antigua del caos como «un ajedrez incompleto, al que le falta un peón». Alberto Durero todavía se acogió a ese símbolo en algunos de sus grabados.
     «El ajedrez es una trampa», me había dicho una tarde de noviembre Afsin Toparlak mientras disponíamos las piezas en el tablero para intentar una partida en el Kartoffelstube de Bremen. «En él todo parece lógico, todo parece corresponder a un orden, todo parece inferirse de ciertos principios, de ciertas estrategias condenadas a repetirse, de iluminaciones geniales que pueden abolir el azar, pero es sólo una descripción del caos».
     Como siempre, perdí la partida.
     Ciertamente, algunas de las versiones de su origen aluden al ajedrez como un engaño. Una leyenda hindú, se sabe, atribuye su invención al brahmán Sisa, que se había propuesto demostrar a su joven soberano que un rey no es nada sin sus súbditos. Seducido por el juego, el rey le ofreció a cambio la recompensa que deseara. Sisa sólo pidió trigo según una proporción matemática: un grano por el primer escaque del tablero, dos por el segundo, cuatro por el tercero y así sucesivamente hasta el escaque sesenta y cuatro. El rey dispuso que se cumpliera esa petición. La aritmética le reveló a sus tesoreros que el trigo del reino entero no era suficiente para cumplirla.
     No todos los engaños resultan sutiles. Hay trampas ordinarias que han practicado también jugadores finos y escritores certeros, como alterar la posición de las piezas o sustraer alguna de ellas, de donde procede algo del perturbador misterio de los juegos incompletos de ajedrez.
     Karl Kraus no frecuentaba el ajedrez, pero en alguna de las treinta mil páginas de la revista Die Fackel, al defender a Madame Riehl, acusada de administrar una casa de mujeres y placer en Viena, escribió que cuando la policía allanó su morada, sólo encontró vasos no siempre vacíos, hielos derretidos en hieleras sucias, colillas de cigarro en ceniceros desgastados y en uno de los vasos, quemaduras de tabaco en mesas, alfombras y sillones, un aroma rancio a perfume barato y un tablero de ajedrez vacío.
     Ese día, en los Altos de Jalisco, se grababa una fotografía del sacerdote católico José Reyes Vega, conocido como el «Pancho Villa de sotana», jugando una partida de ajedrez, la víspera de su muerte, con el padre y general cristero Aristeo Pedroza. El ajedrez del padre Reyes Vega estaba hecho de piezas perdidas de diversos juegos, las cuales había reunido pacientemente. «Cuando un ajedrez quedaba incompleto por la pérdida de una pieza, lo conservaba y lo completaba con la de otro ajedrez», recordaba el sacerdote jesuita Heriberto Navarrete. «Luego decidió formar un ajedrez con las piezas perdidas de ajedreces diversos. Quizá fue sólo una ocurrencia, pero de ella podría inferirse una teología como la de las ovejas extraviadas; la de las piezas perdidas…».
     Conservé el peón hallado en la Judengasse por no dejar. Lo guardaba como un talismán en la bolsa derecha de mi saco. Tocarlo me deparaba algo parecido a un consuelo y una esperanza. Sin embargo, una noche, en el café Bazar, cuando Christoph Janacs y yo disponíamos las piezas para emprender una partida, descubrí que faltaba un peón. Lo rebuscamos en la mesa, en los sillones, en la silla, en el suelo. Fue entonces cuando saqué subrepticiamente el peón del bolsillo de mi saco y lo coloqué en el escaque vacío.

 

 

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