Bollywood, La Raza y varios más / Amelia Suárez Arriaga

El viejo cine donde se realiza el maratón de películas bizarras se localiza en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Pero al muchacho no le importa pasar en el transporte público, entre la apretadura de cuerpos sudorosos, insultos, bultos y niños llorones, casi dos horas, para llegar hasta ahí desde el lugar donde vive. Pese a que su aspecto aniñado, camisa blanca impecable, botas italianas y saco de pana negro recién adquirido lo pongan en la mira de los maleantes que se esconden bajo el portal de las casuchas que pueblan la colonia, el jovencito camina confiado, haciendo caso omiso de los rumores y las advertencias sobre los habituales crímenes que se registran en la zona.
     Apenas puede esperar a que el calendario marque el día 16 o 17 para salir, ya entrada la noche, rumbo a la estación del metro y emprender el sufrido recorrido (incluidos varios cambios de trenes y un taxi) que lo conducirá hasta el viejo cine. Antes de comenzar el ritual de cerrar con doble llave no menos de once veces, bajar y subir las escaleras contando en voz alta cada uno de los peldaños hasta el primer descanso y luego retornar de nuevo a su buhardilla para verificar, en el umbral de la puerta, otra vez el contenido completo de su cartera, donde porta una antigua fotografía de su bisabuela, a quien no conoció y cuyo recuerdo la familia prefiere esquivar por ciertos episodios sangrientos de los que se libró milagrosamente de la justicia, decide echarle un último vistazo a lo que llama su hogar: una pieza húmeda al fondo de la azotea, de pocos metros cuadrados, donde apenas cabe un colchón en el piso, un aparato de dvd encima de unas cajas de cartón que almacenan una cantidad innumerable de películas gore, reproducciones de Francis Bacon que ha hecho él mismo en óleo en pequeños trozos de papel, varios botecitos de pintura, lienzos, revistas recortadas, una maleta de ropa cuidadosamente doblada y, sobre todo, uno de sus objetos más preciados: una mano de porcelana cuyos dedos de uñas pintadas de rojo sostienen un foco que alumbra apenas el diminuto espacio.
     Al contrario de las miradas curiosas, a veces de incredulidad y otras de compasión, que le lanzan los transeúntes y sorprendidos vecinos del barrio, intuyendo un inminente asalto, el grupo de amigos punk con los que se reúne siempre a la entrada del viejo cine lo recibe efusivamente, como uno más de ellos, con gritos de algarabía y palmadas en la espalda. En otra época, el inmueble donde ahora se organiza el maratón de cine bizarro estaba destinado a exhibir cintas porno a cualquier hora del día, por lo que era común que alguno de los chicos del grupo estuviera habituado, al salir de la escuela, a descubrir a los vecinos, parientes o amigos mayores frecuentar el lugar. Algunos lamentan que los dueños del cine hayan abandonado un giro tan productivo y que ahora casi la mayor parte del tiempo permanezca cerrado o se ocupe para realizar tocadas de rock con los grupos marginales que abundan en la zona. Sin embargo, se alegran de poder disfrutar de los maratones quincenales que los acercan a películas que, de no exhibirse ahí, les sería casi imposible presenciar.
     A ninguno de ellos les importa pasar nueve horas sentados en un butaca como espectadores de aquellas cintas inconseguibles y que el organizador del maratón ha mandado pedir expresamente de Turquía, la India, Marruecos y Singapur, por ejemplo, para subtitularlas él mismo en la sala de su casa; tarea que lleva a cabo no sin la compañía imprescindible de tres muñecos de peluche, acomodados a sus espaldas sobre el respaldo de la silla y que le dan buena suerte a la hora de traducir los parlamentos, con frecuencia casi inentendibles. Se comprende, por lo tanto, que en las escenas donde hay fallas en el audio, el organizador complete las frases con lo que a su juicio pretenden decir los actores, felicitándose incluso por las oraciones ingeniosas que encaja con la misma meticulosidad que un armador de rompecabezas experto en paisajes nevados o pinturas abstractas. Hasta la fecha, desconoce con exactitud el número de maratones obsesivamente preparados por él, pero recuerda vagamente que los primeros se dieron en la época cuando comenzó a erigirse en el principal líder de las marchas zombies por las calles de la ciudad, hace más de diez años, con un traje negro perteneciente a su padre y hecho jirones, con manchas reales de sangre que consiguió en una carnicería, para darle aún más verosimilitud al disfraz.
     Al muchacho no le atraen especialmente las cintas de zombies, pero hay muchos otros elementos que lo compensan, lo estrambótico, lo irregular, lo excéntrico cumple a manos llenas sus expectativas, los largometrajes de Shion Sono, el cine de explotación y las películas mórbidas le atraen especialmente. Algunas de sus películas favoritas corresponden al maratón «Copia certificada», que se compone de plagios de cintas muy conocidas, entre ellas la versión turca de Rambo, El Mariachi con actores chinos producida en Hong Kong y filmada en la zona conurbada de la Ciudad de México, la versión hindú de Freddy Krueger de tres horas de duración, que incluye romance, comedia, suspenso, terror, música y, por supuesto, baile, o la versión turca de Superman, cuyo protagonista recita mecánicamente unos parlamentos incoherentes y desfasados, en medio de una escenografía de cartón pintada a mano y donde aparece con frecuencia un muñeco mal hecho haciendo las veces del superhéroe volando con un trapo sucio en vez de capa, agitado por un ventilador mal disimulado en el ángulo derecho de las escenas.
     Entre los maratones más exitosos se encuentran aquellos titulados «El sexo está loco», «Fachosos y mitoteros», «Siniestro cine silente» y «Terror, sexo y brujería», este último basado en la película del mismo nombre, filmada en los años sesenta, pero que por razones de presupuesto no se alcanzó a terminar y los productores continuaron veinte años después. Por lo tanto, la cantidad de incongruencias es innumerable: la protagonista, treintañera al comienzo de la filmación, aparece a la mitad de la película, sin aviso alguno, como una mujer cincuentona haciendo el mismo papel de jovencita; en cierta escena se escucha el estruendo de la música interpretada por una orquesta, pero en el film sólo se ve a tres músicos endebles batiendo un pequeño tambor, amén de los desfases obvios en los escenarios, iluminación, moda y decorados que no corresponden en absoluto a la década cuando concluyó el rodaje y que ningún continuista, si es que lo hubo, se preocupó de vigilar.
     Las butacas deterioradas y sucias son ocupadas casi en su mayoría por vagabundos, ebrios y maleantes que encuentran en la oscuridad el sitio ideal para dormir la mona, resguardarse de la lluvia y de paso lanzar gritos de advertencia a las jóvenes damiselas que están a punto de convertirse en víctimas a manos de enanos mutantes, árboles navideños asesinos, muñecos diabólicos o extraterrestres. Por lo general, el muchacho y su grupo de amigos ocupan la primera fila para ponerse a resguardo de las botellas u otros objetos que salen volando desde el fondo del cine, donde suele sentarse la mayoría de los escandalosos espectadores, sin que ello represente una garantía de salir ilesos.
     Al término del maratón, más o menos a eso de las siete de la mañana, desvelados pero satisfechos, los chicos salen a fumar a la calle, a contar, entre risas, los pormenores de las cintas, las escenas más impactantes, los desfases en la edición, las múltiples incoherencias en los diálogos, que propician una especie de humor involuntario. Todos ellos se reúnen alrededor del organizador, quien se ufana de conocer lo que nadie conoce, de adquirir con sus oscuros marchantes las cintas que no aparecerán nunca en los circuitos de distribución, de saber hasta los más escabrosos detalles de la filmación y la vida y el destino que han tenido esos anónimos actores, muchos de ellos ya en el olvido, dedicados a otros menesteres, recluidos en prisión o en alguna clínica para rehabilitarse de aquello que muchas veces los salvó del suicidio. Pero durante el tiempo que transcurre esa reunión improvisada, desde que termina el maratón hasta que todos deciden marcharse a su casa, a eso de las once de la mañana, hay alguien que se ausenta por lo menos una hora. Es el muchacho de la buhardilla, quien se ha recluido en el baño del viejo cine para tomar notas de lo que ha visto y que le servirán para las pinturas y los collages que realiza en las madrugadas de los demás días. Entre los collages, donde abundan recortes de antiguos grabados, dibujos de ángeles y fotografías intervenidas de cuerpos sin cabeza pertenecientes a conocidos líderes de la política mundial, hay varios que ostentan los tesoros que minuciosamente ha recogido de entre las butacas, aprovechando la ausencia de sus amigos, sin que nadie, a esa hora, con el inmueble vacío, pueda reclamarle: restos de uñas, largos cabellos grasos, colillas de cigarros chupados por los vagabundos, hojas de afeitar, tres ojos de vidrio, un seco cordón umbilical, pañuelos desechables manchados de sangre, varios dientes, jeringas usadas, casquillos de bala y vendas llenas de mugre y costras. Tesoros que guarda cuidadosamente en un envoltorio de franela que ha cosido expresamente para esa tarea y que deposita en el bolsillo derecho de su saco de pana recién estrenado. Cuando el muchacho da por concluida su labor, sale radiante a la calle a reunirse con el grupo de chicos, feliz de haber obtenido lo que él llama «la dimensión real de las películas».
    

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