Nicanor Parra: «Para Rulfo, los muertos son iguales a los vivos» / María Ester Roblero

¿Había estado en México, Nicanor?
     Sí, dos veces. La primera, hace treinta años, en un congreso de escritores en Yucatán. En esa época estaban prácticamente iniciándose el Pepe Donoso y Vargas Llosa, y recuerdo que en esa reunión yo divisé a Rulfo, no hablamos, ninguno de los dos tomó la iniciativa. Yo lo hubiera hecho de saber quién era Rulfo. Pero en ese tiempo nadie sabía quién era él.
    
     Usted ha dicho que con ocasión de este premio ha vuelto a leer Pedro Páramo. ¿Qué ha significado para usted este libro?
     La lectura de Rulfo me convence de que él domina uno de los grandes secretos de la literatura universal, y que es el escritor hispanoamericano por antonomasia. Porque, en primer lugar, maneja admirablemente bien los dos códigos, es escritor de mestizaje; en segundo lugar, y esto es más trascendente todavía, no escribe ni prosa ni verso. No estoy señalando un tercer género híbrido, no, sino que él parte y no sale nunca del habla. Éste es un fenómeno extraño, en que Rulfo aparece como testigo: la frase que yo he elaborado para calificar su estilo es «hiperrealismo testimonial». No es un realismo a la chilena.
    
     En ese hiperrealismo, ¿está presente lo mítico latinoamericano?
     Claro, ahí está incluido todo el cataplasma aborigen, mestizo y blanco.
    
     Borges no creía en la identidad latinoamericana.
     Borges es un yanacona. ¿Usted sabe lo que significa esa palabra?
    
     Claro…, un intérprete.
     ¡Nooo! [se levanta, y alza el puño para representar su enojo]. No, qué intérprete, un yanacona era un aborigen que se pasaba al otro bando, al bando de los conquistadores.
     ¿Por qué no le gustó lo de «intérprete»?
     No me puede gustar, pues, porque la palabra yanacona pierde toda su carga. Lo que pasa es que Borges, que era un excelente escritor, está en una posición muy bien expresada en un diálogo entre Kafka y otro autor. Ambos escritores eran judíos y analizaban la obra de un actor. Kafka dice: «Sí, es un gran actor, pero está en nuestra frontera con los alemanes, se dedica a informar a los alemanes sobre nosotros, pero no nos ilumina acerca de nuestro propio mundo». Algo similar puede decirse de Borges. Es un escritor fronterizo. Es un cara pálida. Es extraordinario, pero tiene esa limitación, no nos ilumina a los hispanoamericanos sobre nuestra identidad.
    
     ¿Cómo nos ilumina Rulfo?
     Rulfo es un investigador en profundidad en esta materia. Lo importante es que maneja los dos códigos, el del nativo y el del conquistador. Esto no es un problema ideológico, no hay posturas políticas detrás. Rulfo ilumina ciertas zonas muy oscuras de la identidad latinoamericana. Libera de la muerte, no hay muerte porque los muertos son iguales a los vivos, andan pululando. Ésta es una de las afirmaciones más tajantes que se pueden hacer, porque, al crear un mundo sin muerte, o somos inmortales, o siempre hemos estado muertos. Rulfo resuelve el enigma al integrar la vida y la muerte.
    
     Pero usted, ¿puede llegar a aplicar a su propia vida el motivo literario de Rulfo?
     Claro, en la cosmovisión de Rulfo nosotros no podemos estar seguros de estar vivos.
    
     A partir de esta interiorización de Rulfo, ¿puede concluirse que usted abandonó la etapa shakesperiana?
     No, tengo que volver a Shakespeare porque me sirve para perfeccionar uno de los códigos, el grecolatino, el renacentista europeo.
    
     ¿No ve similitudes entre el Rey Lear vagando por los bosques, cubierto de flores, y los muertos vivos de Rulfo?
     Hay varias diferencias. El Rey Lear está vivo al estilo europeo, de la cultura occidental. Su problema es la oposición locura-razón. En Rulfo la oposición es vida y muerte. Es surrealismo agropecuario.
    

     Publicada originalmente en Revista de Libros (8 de diciembre de 1991); tomada del libro
     Así habló Parra en El Mercurio (sel. y ed. de María Teresa Cárdenas, El Mercurio / Aguilar, Santiago de Chile, 2012).

 

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