Crónica de vuelo / Carmen Berenguer

     Volar entre las nubes es un
     triste estado para una poeta romántica
     devota del paisaje de la poesía chilena.
     Sin esta ciega cacería actual del ojo que nos consume,
     desde la revolución que produjo el primer vuelo poético en Altazor,
     a este súbito júbilo provocativo de navegar por el ciberespacio.
     Es la celebración constante del porvenir.
     Como es entrar en los aeropuertos internacionales,
     e ingresar fatídicamente a un espacio laberíntico más tenebroso
     que a un videogame o a un simulacro de vuelos intensivos en la
     noche simulada.
     
     La idea del viaje siempre es inquietante.
     Es toda una aventura,
     donde se puede cumplir una parte de nuestro imaginario, como dejar
     al voleo lo inesperado.
     Aquello que quedó rezagado en algún confín de la memoria.
     Como aquel hallazgo de una siesta en la casa de reposo en Hungría.
    
     Lo querido,
     como si entrara a una sala de cuidados intensivos.
     No es la historia del tren, de ese humo, tal ruido, aquel fragmento
     novelado, la imagen detenida de ese «fade».
    
     Mientras te mueves en una vía,
     lentamente.
     Aquí, al entrar al aeropuerto
     la imagen
     desaparece antes de pasar a policía internacional
     borrándose hasta mi decir, ¿Cachay?
     Ese lapsus apegado a la lengua.
     Y allí comienza la odisea del sueño de mi viaje,
     de la utopía del viaje.
     Porque de una vez y para siempre,
     me encuentro en una frontera, sin fronteras
     de manera inevitable,
     en la existencia real de perder todos los derechos
     que fueron escritos en el derecho constitucional Art. xx de un remoto
     país.
    
     Aquí,
     pierdo la total compostura,
    
     trajinada
     revisada
     manoseada
    
     a pie pelado
     con los zapatos en la mano
     sin nada apelando a mi suerte.
    
     Aquí,
     es el comienzo de la pérdida de mi seguridad.
     Al entrar a cualquier aeropuerto del mundo globalizado.
     Me siento desnuda en este espejo mirando al otro
     que soy yo misma.
     Envuelta en unos códigos cada vez más previsibles.
    
     Y si por ventura,
     mi cuerpo, emite alguna señal de metales
     todos piensan
     aunque sea por un segundo
     que eres un bandido
     un narcotraficante
     un asesino
     un ladrón.
    
     En síntesis,
     un perseguido por la ley.
     Y siento,
     las persecuciones
     los miedos
     las pesadillas
     en el tormento de vivirlas de una sola vez.
    
     Y, en segundos una ráfaga en el inconsciente me paraliza;
     como coneja
     con ganas de echarme a correr
     desesperadamente
     como si fueras el delincuente que siempre soñaste no ser.
     
     Y nos disponemos
     a pasar a esa llamada sala, la sala de espera, que hay en todas
     partes, en todas partes donde he esperado al puto dentista, con esa
     música que adormece los sentidos, que he escuchado en el
     supermercado y en todas las salas de los hospitales manicomios,
     casas de tortura, con hartas tiendas y cafés, a hacer como si.
     Como si toda tu miserable esperpéntica vida dependiera de una
     espera más.
     Y que silenciosamente,
     como una borrega humana,
     apenas,
     en tonos audibles,
     pudiera oírte como la expresión de todas las prohibiciones
     de la comunicación.
    
     Hablar bajo,
    
     murmurar en el salón de espera,
     para que la ansiedad y la angustia
     se exacerben en un mutismo enervante.
    
     Cuando llega el vuelo,
     estoy drogada con la musiquilla de esas pobres esferas,
     y pueden pasarme por encima, que seguiré escuchando esa
     musiquilla preparada,
     para ser transportada.
     Pero antes,
     te ordenarán la entrada de acuerdo a tu numeración,
     no subirán primero los niños
     o los viejos,
     sino
     aquellos señores de corbata ancha y maletín que entran ufanos
     en clase ejecutiva.
     Van por delante y se sienten superiores,
     porque pueden arrepatingarse a destajo
     estirar el cuerpo
     ser servidos como príncipes modernos.
    
     Y al pasar por sus asientos anchos,
     confortables
     donde puedes pearte con holgura
     vuelves a sentir congoja.
    
     Porque estarás pegado al vecino,
     como si fueran gemelos en la barriga del avión.
     En posición fetal,
     sin posibilidad alguna de estirarte.
     Pensando,
     en un estado de idiotez entregada al destino,
     quizás hasta orgullosa de ser alguien que tiene
     la posibilidad de mover el trasero por el mundo.
    
     Estás en sus manos,
     en un artefacto que debe vencer la gravedad de la tierra.
     Entonces, cuando el motor pone toda su potencia
     y sientes toda la fuerza del avión
     en tu cuerpo,
     al llegar a los 30,000 pies de altura o más
     pasando por la algodonera de nubes tocando el techo,
     en las espesas corrientes de viento,
     con la angustia que estás deslizándote gracias al aire.
    
     Encerrada en posición fetal,
     sin poder moverte,
     sin posibilidad de fuga.
     La ansiedad te envuelve de nuevo,
     deseando ardientemente:
     fumar
     succionar
     aspirar.
    
     Y me siento una beba gorda en la sala cuna del avión.
     Con hambre
     mucha hambre
     necesidad de afecto
     por una mirada conmiserativa
     de la bruja de la asistente,
     Quién me tirará unos platillos
     hechos en serie multiinternacional;
     recalentados en el microondas,
     que sabe al sabor híbrido del siglo xxi,
     al sabor transgénico del porvenir.
     Porque después del sabor a todo y a nada de la comida
     macrobiótica,
     viene a cumplirse otro de mis deseos reprimidos,
     darle rienda suelta a
     la compra liberada de impuestos.
     Allí toda la libertad del mundo al entregar tu sello plastificado y
     dorado,
     entre las compras del Duty Free,
     enloqueces libre por las bagatelas, para los labios, el perfume
     en un estado de consumo interior,
     me viene repentinamente un deseo de cagar
     cagar en el vuelo
     mojonear el aire
     soltar el esfínter
     como una regordeta bebita chilena,
     antes de dormirme en posición fetal,
     boqueándole las babas al gemelo de viaje.

 

 

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