Gershwin bajo la luna / Poli Délano

Quién no sabe, pinche Seco, que la música tiene la magia de transportar a las personas a otras épocas, igual que los aromas, incluso a vidas anteriores, según juran algunos fanáticos que creen en la transmigración del alma, chifletas, pienso yo, y te lo digo porque mi memoria se comunica contigo por control remoto, mientras este concierto al aire libre que parece surgir desde un cuento de hadas me regala el pasaje para un vuelo largo, tanto por la distancia como por el tiempo. Estarás en Marsella, disfrutando una bouillabaisse en algún bistró del Vieux Port, aplanando las calles que suben y bajan, pintando trombones o marimbas. Yo sigo donde mismo y ahora también escribo un poco, siempre como en provincia.
     Bajo el cielo nocturno aclarado por los favores que le brinda una luna grande y naranja, cientos de personas ocupan las butacas dispuestas en filas circulares que intentan encerrar la plataforma donde se ha instalado la orquesta y un director de movimientos plásticos agita su melena gris y va guiando la organización musical de Gershwin, que vuelve a irradiar la locura mariguanera que nos desbordó aquella misma tarde antes de que llegara a mi casa el Rayo manejando su jeep Safari desde el df y después de mucho Gershwin —la Rapsodia, el Concierto, «Bess, You Is My Woman Now»—, cuando se dejó caer la noche, salimos a explorar las cantinas de Cuernavaca, nuestra querida ciudad de la eterna chingadera, no todas, eran sólo siete las que nos interesaban, las que seguían vivas y alertas veinticinco años después de que las frecuentara el cónsul Geoffrey Firmin tan sólo porque desde las páginas de una novela lo enviaba su amo y señor Malcolm Lowry, quien las usaba a diario para consumir mezcal y obligar también a su personaje a beber al mismo ritmo que él había logrado con el tiempo, desde que alguna luz mágica le reveló que no existe mejor desayuno que un gin doble con jugo de naranja, sustancioso y reponedor de la noche, en lugar de media papaya y una paila de huevos con tocino, ni tampoco mejor cena que una gran cantidad de mezcal. No vayas a creer, amigo Seco, que me encuentro en esa alegre multitud que escucha a Gershwin bajo el cielo de Aldernach, la ciudad donde nació tu ídolo Bukowski. Sigo en la eterna primavera y estoy cómodamente sentado en un sillón «colonial» que instalé en lo que llamo «el estudio» de mi casa, por así decirlo, más que casa una cabaña elemental, aunque con ventanas y puertas hacia lo verde, nuestra exuberancia vegetal, aromática y colorida y estoy mirando la pantalla que retransmite el electrizante concierto, con un vaso de vodka en la mano también electrizante, y la memoria colmada de imágenes electrizantes, tiempos buenos y tiempos malos, pero al menos tenemos la ventaja de que los malos se olvidan con mayor facilidad mientras los buenos van instalándose en tu vida diaria, que llega por eso mismo a ser más falsa que las promesas de una novia, la mentira necesaria que nos hace creer.
     No recuerdo los nombres de las cantinas —con excepción de El Farolito— y tampoco quiero leer una vez más Bajo el volcán, pero sí recuerdo que la primera, en realidad la única que alcanzamos a visitar esa noche —invadir sería un término más apropiado—, estaba sobre la calle larga que sube desde los bajos de la ciudad hasta la glorieta de Tlaltenango y luego sigue hasta fundirse con la autopista. No caía la noche todavía, pero por suerte el local era de esos bien oscuros que sirven de refugio contra la luz asesina del atardecer, esa semipenumbra ambigua capaz de hacer que la melancolía te dé puñaladas en el centro del corazón. Un tequila Herradura blanco, pidió el Rayo mientras el Seco (vas a ser él ahora y no , pinche Seco) cambiaba en la caja un billete por monedas y antes de ordenar su trago se dirigía a la mierdola, como bautizó el Nacho a esas coloridas Wurlitzer en los tiempos en que Guadalupe bajó a La Montaña, para que por diez pesos el aparato le ofreciera las caricias masoquistas de cierta música, y ya de vuelta a la barra donde nos habíamos instalado, entonaba a la par que Álvaro Carrillo la melodía de un bolero, casi llorando. Eso le pasaba al pinche Seco por tener apenas veinte años y andar enamorándose a lo romántico, es decir, a lo pendejo. Pidió, como el Rayo, un Herradura blanco. Y yo también. Tres tequilas para los tres alegres y bravos mosqueteros de una jornada que se perfilaba larga.
     En señal que te vas, vas dejando tu orgullo detrás, cantaba el maricón de la Wurlitzer mientras que al otro maricón del Seco le daba por echar su lagrimón sentimentaloide, todo porque Nina lo había dejado —¿a quién no le pasa?— para regresar a sus parajes chicanos en California y dedicarse finalmente a recorrer ida y vuelta, una y otra vez, todos los recovecos de Mission Street a la búsqueda del amor perdido que dos años antes la regresó con desconsuelo a México tras el olvido, que resulta tan largo para lo corto que es el amor, en un difícil peregrinaje de aventones que comenzó en Tijuana y —pasando por tierras calientes, desiertos, el bajío, los verdores de Michoacán, la sinuosa ruta de las mil cumbres— desembocó en un lugarcito plácido, aroma de flores, donde los grillos se encienden al atardecer pidiendo lluvia, el veneno de los alacranes no es mortal, los colores vegetales enceguecen, un lugarcito adecuado para echar el ancla, estudiar bien su geografía y escoger cuidadosamente a quién chingar. El Seco resultó un blanco perfecto. Eres más linda que un crisantemo, le dijo él apenas se conocieron en el Jardín Borda, mientras José Agustín presentaba al público la nueva novela de un estupendo escritor argentino que pretendía agarrar el cielo con las manos, de noche, bajo una luna caliente. Nina podía ser muy morena, tener una sonrisa enternecedora, un cuerpo gracioso y deslumbrante embutido en esa minifalda granate y una blusa verde limón, y podía moverse con la elegancia de una gacela, pero no era linda. Y lo sabía. Tenía los dientes demasiado grandes. Por eso, al recibir como un pelotazo el requiebro, le disparó al Seco una mirada incrédula y piadosa como si fuera un bebé que acaba de cometer una fechoría. No seas igual que todos, nene, le dijo, y acariciándole la barbilla le repitió la frase. El Seco la miró con espanto, primero porque estaba seguro de que la muchacha sí era linda, linda con creces, y segundo, porque si acaso existía en esta tierra alguien que no podía ser relegado a la clasificación de «igual que todos», ése era él, él, como que se había separado del seno familiar a los dieciocho debido a que el padre quería obligarlo a hacer gimnasia y practicar un deporte y la madre pretendía que asistiera a misa los domingos; él, que había decidido no ingresar a la universidad, para vergüenza hasta de sus abuelos —tanto paternos como maternos—, debido a que le parecía que las carreras profesionales eran una pura mierda, pilares para mantener el sistema, y se limpiaba el culo con ellas, así se lo dijo a todos, no pensaba pasarse una vida entera construyendo casas para los ricachones que pudieran pagarlas, o defendiendo causas podridas y corruptas que se acumulan en la conciencia del mismo modo que se grabó poco a poco el pecado en el rostro del retrato que le hicieron a Dorian Gray, sí, se limpiaba el culo con las profesiones liberales, que llaman, él no era en absoluto igual que todos, y sentía además que la única demanda verdadera a sus entrañas —un grito potente— se la habían voceado la paleta, los colores y el pincel, eso sí que sí, sería un pintor, quizás un gran pintor, ojalá, quizás sólo un pintor de cierto éxito y grandeza limitada, o apenas un pintor y nada más que eso, pero pintor sería, seguro, porque por algo ya estaba metiéndose mucho en las profundidades del asunto, sin profesores ni academia, capaz de intuir que si bien lo que más lo motivaba en esta vida era la música, la naturaleza no lo había favorecido con el don del oído, le faltaban dotes; sin embargo la música se convertiría en el gran tema de su pintura, en el corazón y el alma de sus cuadros, él lograría pintar la Rapsodia de Gershwin, que los había estremecido aquella misma tarde, y la Novena sinfonía de Schubert, la pintaría, y pintaría Las cuatro estaciones de Vivaldi y los tangos de Piazzola, y también pintaría a los hombres y mujeres que construyen la música nota a nota, ladrillo a ladrillo, las violinistas, los saxos, los oboes, el piano, todos los instrumentos de la orquesta, al director, las partituras también, y lo haría porque nadie nunca lo había hecho, y si es que alguien en verdad lo hubiera intentado, él juraba que lo haría con más pasión. ¿Igual que todos? ¿El Seco igual que todos? Nina preciosa, qué te pasa, cómo dices eso, yo no soy igual que todos, no te equivoques, oye, pero sí me gustaría conocerte mejor, por qué no vamos a echar una copa y platicamos largo. Ella volvió a mirarlo como si fuera un niño malcriado, ¿cuál era el apuro, es que no podía esperar? Estaba ahí, dijo, porque sentía admiración por José Agustín, lo había conocido en San Francisco cuando él fue a lanzar su novela Ciudades desiertas, le gustaba escucharlo, era ingenioso, profundo, y además habían tenido su toquitoqui, dijo con picardía. Bueno, el Seco sin dar tregua, yo también vine porque soy amigo del argentino, un cuate a toda madre y buen novelista, pero vámonos, lo que pasa es que no siempre alcanza el tiempo para todo, lo importante es conocernos ahora, no mañana, ahora, esta tarde, vámonos, ¿cómo te llamas? Órale, vámonos, pues, Nina. Y habían partido caminando por Morelos a paso lento hasta llegar al Zócalo, y en las mesas exteriores de La Parroquia comenzó el primer capítulo de… ¿De qué? ¿Del romance, del intenso amor? Mejor decir de la desventura. Primero unas cubitas, unas enchiladas, y luego otra caminata larga hasta la zona del Casino de la Selva, donde Seco rentaba una habitación independiente con baño, al interior del patio de una casa muy a toda madre, un patio con bananos, gruesos y gigantescos bambúes, buganvillas de muchos colores, tres guacamayas. Hermoso lugar, dijo Nina varias veces boquiabierta, y decidió quedarse ahí por un tiempo.
     —Salud —dijo el Rayo—. Salud Seco, salud Marcelo. Echémonos este trago rápido y pidamos de una vez el segundo para brindar por el cónsul. Rían, cabrones, disfruten, tomen y rían, que no hay alegría legítima que no provenga del alcohol.
     Y me quieres hablar, yo no sé para qué, si me vas a dejar, sigue gimiendo el bolerista de la mierdola y al Rayo se le dibuja una sonrisa diabólica bajo el bigote zapatista cuyas puntas a ratos retuerce entre los dedos índice y pulgar de ambas manos y mirando lejos, quién sabe hacia qué región de sus nostalgias, gran tipo el Rayo, ¿eh, Seco? Una vez él y yo viajamos juntos a Tampico para cumplir una misión medio burocrática, y el primer día, después de probar unos tragos bastante sofisticados en Las Glorias de Baco, regresamos al hotel a descansar un rato para luego zambullirnos en la alberca antes del coctel con el alcalde. Compartíamos una suite en el piso bajo y cada uno se tendió en su cama y cada uno soñó de seguro con bonanzas etílicas y al despertar cada uno amasó la misma genial idea: llamar a room service y pedir unas cubitas con mucho hielo, o mejor —se les ocurrió al unísono—la botella entera de Bacardí blanco, tres o cuatro cocas y algunos limones, como Dios manda, carajo, algo para botanear también, total quedaba mucha tarde, el coctel iba a ser a las ocho en la Delegación. Y entonces, después de tres cubas, nos pusimos los bañadores y bajamos a la alberca ya medio borrachos, con mucha risa y más ganas de al agua patos, el «monito mayor», juego perverso: lo que hacía uno lo que tenía que repetir el otro. Yo me tiré un clavado del segundo trampolín dándome una vuelta en el aire y
cayendo de culo, y el Rayo la siguió sin timideces, a lo mero macho, sólo que cayó de espaldas y el lomo le quedó más rojo que una sandía y muy ardiente, se quejaba. Nadamos, por encima del agua, por debajo, buceamos y nos divertimos como dos ardillas correteando por el ramaje de los árboles, hasta que llegó la hora de vestirnos con traje y corbata para la ceremonia municipal, que resultó muy aburrida, aunque don Guillermo, al despedirnos, después de muchos camarones, ceviche de caracol gigante, cocteles de pulpo, y bastante tequila del bueno, nos dijo oigan muchachos, cuando lleguen al hotel no se acuesten luego-luego, tengan un poco de paciencia y espérense un rato, que les voy a mandar dos muñequitas para que les alegren la noche y, ojo, no vayan a pagarles nada, eso quedará arreglado. Dicho y hecho, Secote, a las once golpearon a la puerta de nuestra habitación Paula y Cristina, dos morenas sonrientes, frescas, carnosas, dispuestas a buscar los caminos de nuestra felicidad. Conversamos unos minutos sobre puras tonterías, que el tiempo, que todo tan caro, que el pinche gobierno, contamos algunos chistes que no sacaron mucha risa, bebimos una copa de brandy y venga el apagón, fuera las luces. Cada uno se acostó con su muchacha, pero yo estaba demasiado maltrecho por el alcohol, los camarones, la tarde acuática y mientras le daba a mi preciosa Paula unos húmedos besitos en los pechos desnudos, me quedé vergonzosamente dormido, cabrón Seco. Al despertar por la mañana me encontré sin compañía, justo cuando mis energías y las ganas retomaban su lugar de siempre, o casi siempre. El Rayo roncaba en su cama con las dos muchachas, una a cada lado, durmiendo plácidamente. Por lo visto se había hecho cargo de ambas, eso es lo que se llama un amigo. Y yo —como jugador de primera— me salvé por azar de algo muy feo, aunque en verdad nunca se podrá saber si la sirena que pringó al Rayo fue la que le tocaba a él o la mía. Una de tantas que pasamos juntos. Se las traía el pinche Rayo, ¿verdad? En una ocasión, durante el intermedio del Don Juan Tenorio que todos los años montan para el Día de Muertos, se acercó a una mujer joven de rostro afable, escote abierto y culo respingón que se paseaba por el foyer y le preguntó a quemarropa si acaso era casada. Ella lo miró interrogante, sonriendo, y respondió que sí. «Pos dígale a su marido que tenemos el mismo gusto, aunque no la misma suerte». Ni tampoco el mismo sentido del humor, dijo ella con arrogancia, pero terminó dándole su teléfono y en poco tiempo la cosa pasó a mayores, fines de semana frenéticos hartándose de almejas vivas en Zihuatanejo o encerrados de viernes a domingo en La Posada de las Monjas, en San Miguel de Allende, mucha euforia y calentura, aunque a la larga —y ni tan larga— el Rayo salió para atrás, se enamoró de a de veras cuando la mujer le dio por culo, y tuvo que sacarse los balazos a costa de mucho tequila. Ella era un demonio, siempre tramando planes siniestros, si hasta intentó convencerlo —y por poco lo logra— de que se presentara a diputado en las elecciones parlamentarias. Pero todo ha cambiado, pinche Seco, los años pasan y nada es lo mismo, «ya no son los tiempos de antes», como dicen esos viejos pendejos que nunca logran entender que si acaso todo tiempo pasado fue mejor, es sólo debido a que los seres humanos hemos sido dotados con el milagroso privilegio de olvidar. «A nuestro parecer» dijo el poeta, de seguro con cierta sospecha, qué te pasa, «parecer», o sea creencia, y en ningún caso certeza, todos sabemos muy bien que no es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después, pero nos falta asimilar que el pasado es una casa de madera al lado de un arroyo, o una ciudad que duerme bajo la lluvia, o un perrito salchicha que nos lame la mano con ternura, y que el futuro puede ser mañana o quizás más tarde, como escribió un tal Orellana que no quiso ser poeta.
     Tú tenías el amor, y lo fuiste a entregar por ahí —sigue el cantor desde la mierdola y el Seco recuerda y recuerda con un dolor que tal vez no es capaz de disimular, y yo también recuerdo, y recuerdo, y recuerdo, pero sin llorar, sin compadecer mi pinche suerte, ni darme de ciliciazos en el lomo, ni ponerme una corona de espinas, más bien con la sonrisa algo cínica de alguien que, como Sinatra, al mirar hacia atrás a su manera, cuando se va a cerrar el telón porque el fin se acerca, lo encuentra todo tan divertido, qué canción, un verdadero himno de nuestra época, sí, recuerdo al zamparme el segundo tequila sobre la barra de uno de los bares de Lowry, recuerdo que hace tiempo me dio calabazas con saña una puta, una puta de verdad, no metafórica, que prefirió volver a tirarse de cabeza al lodazal antes que seguir marchando por los rieles de una vida tan desteñida y plana como la que yo le estaba ofreciendo, la lata misma, dijo, qué tedio, hacer las compras en el supermercado, azúcar, leche, unos tarros de salsa de tomate, mole poblano Doña María, arroz integral; pasear del brazo por las tardes saludando a los vecinos, lavar platos, todo eso, ¡qué horror! Sentarse a ver la telenovela del día, lo de siempre, no, dijo, eso no es para mí, prefiero ser puta, tener un chulo que me parta la madre si no le entrego los billetes que lo conforman, arriesgar que un tecolote me detenga por ejercer en plazas, parques y a la salida de los colegios, saber que los años se vienen encima sin piedad, todo, todo menos esa vidita tonta, y me mandó de plano a la chingada, dejándome el alma herida y espinas en el corazón, como canta Gardel, pero tenía toda la razón, me digo pensando que mi vidita ha sido en realidad un asco desde que empecé a trabajar en el banco. Y la muerte que un día para ti yo pedía, me la das a mí, sigue la Wurlitzer.
     —A ver, amigo, por qué no nos sirve otros tequilitas y nos pone alguna botana, por favor —ordena el Rayo—. Ya, pinche Seco —voltea la cara—, deja de llorar, se te fue la pinche Nena, Nina o como se llame, y qué tanto, tómalo como que te hizo un favor, que se vaya a buscar a su gringuito, que se la lleve la chingada, y ponte serio, que pareces un escuincle perdido, así llorando a lo cabrón…
     Pero habla, habla, habla, hasta que quedes vacía de palabras, nos envía dulcemente la mierdola, mas si quieres que hablemos de amor… vamos a quedarnos callados, pos sí, pinche Seco, a lo mero cabrón.
     —Pos sí —dijo el Seco—, a lo mero cabrón, ya, ora sí se acabó —pasó la manga de su camisa por los ojos, se tragó el tercer tequila y empezó a reír como si le estuvieran haciendo cosquillas.
     —Está loco este cabrón —festejó el Rayo.
     —Salud —dije yo.
     —Por el cónsul —dijo el Seco, conteniendo las lágrimas.
    
     Se acabó el concierto. En lugar de las notas de Gershwin se escuchan los aplausos y los «bravo, maestro» de un público agradecido. Se secan los recuerdos. Se esfuma el Seco, se esfuma el Rayo. La luna sigue iluminando la noche como una película de amor filmada en Hollywood, allá lejos, lejos de mi cabaña.

 

 

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