¿No oyes ladrar los perros? / Raúl Zurita

El ensordecedor ladrido de los perros se va perdiendo entre los témpanos y sientes que los huesos de los hombros bajo tus muslos se van angostando como si estuviesen a punto de dejarte caer. A los lados los dos enormes paredones de hielo transparentan tras ellos imágenes de rostros exhaustos, como si hubieran sido captados segundos después de una crisis de llanto o de un súbito hastío. Los ves emerger así, uno al lado del otro, como en los muros de una gigantesca instalación de arte, mientras el cuerpo bajo el tuyo vuelve a ponerse en marcha cargándote en medio de la helada interminable. Aferras aún más tus dedos trabados alrededor de su cuello y al intentar erguir la cara que se te viene hacia adelante, ves los rostros de unos niños emergiendo sobre los hielos. El primero de ellos te sorprende y al comienzo no lo reconoces, sus ojos miran para arriba y sus labios parecen sonreír. Recuerdas entonces un bus interprovincial y un asiento al lado de la ventana. Su pequeña cara se alza mirándote desde la acera y tú a tu vez lo miras pegándote al vidrio. Le hablas sabiendo que sólo verá el movimiento de tu boca y tus manos despidiéndose. Atrás una sombra lo sostiene de la mano. Ahora lo ves de nuevo allí, tras los glaciares, y quisieras decirle algo, bajarte de una vez para siempre del bus, tomarlo en tus brazos. El frío te paralogiza. Los pasos se han vuelto cada vez más vacilantes y observas debajo de ti los pelos blancos y sucios y, raleadas entre ellos, las extrañas hendiduras de la cabeza que se bambolea estrellándose contra tu pelvis. Cortados a pique los paredones recortan los primeros azules de la noche y como si vinieran de miles de años atrás te parece reconocer los restos de un puerto, Valparaíso, y entre esos restos escenas de una vida: cuatro matrimonios, hijos casi desconocidos, una universidad frente a un océano también de hielo. Ves entonces la entrada del bar clandestino y luego la cara de una mujer aún joven cubriendo por completo el paredón congelado. La blancura de su piel se recorta contra el borde enrojecido de sus ojos y los mechones de pelo rojo que se le pegan a las mejillas mojadas por el sudor y la saliva. Sabes que ha llorado y te detienes en la mueca de sus labios contraídos como si todavía quisiera agregar algo. Tú también quisieras agregar algo. Recuerdas la mesa dada vuelta, sus gritos en el teléfono casi al amanecer, el taxi buscando la dirección que te dio un tipo antes de que la llamada se cortara. Pero no puedes hablar como no lo hiciste antes. O, al menos, explicarle que no importa y las carreras al psiquiatra y ese terror tuyo a ya no poderla encontrar. Das vuelta la cara o crees que lo haces, quieres quedarte para siempre allí, acariciando su melena roja sobre los hielos, su boca contraída, su cara blanca ya congelada. Sientes el movimiento de los hombros que vuelven a encogerse y más abajo los espasmos del pecho enjuto tratando de aferrar el aire. A los lados, los gigantescos paredones de hielo se van azulando bajo la luna que sube redondeándose en el cielo claro y reconoces ahora a tu hermana a los treinta y tantos llevándose un brazo a la boca y frente a ella las sábanas escarchadas, y más allá la pieza del asilo de ancianos, y al final, en el medio del témpano de tu corazón, tu madre con un desabrido ramo de flores en el patio de la Residencia de la Santa Cruz muy rígida sentada a tu lado en un banco de madera, muy rígida, como si aún te estuviese diciendo por qué me has venido a tirar aquí. Los rostros continúan sucediéndose en la blancura infinita, inmensos y llorosos. Sabes que te restan sólo minutos y que ya no habrá piedad.
    
     —Padre, no me abandones aquí —le digo.
    
     Corte. Siento mis lágrimas que se congelan al instante hiriéndome los párpados y luego la sangre que también se congela. Sus manos van destrabando uno a uno mis dedos agarrotados alrededor de su cuello y caigo desde sus hombros ovillándome mientras la aterrada, sollozante humanidad grita perdiéndose entre los témpanos. ¿Y tú, Raúl, no la oías? —alcancé aún a escucharle. ¿No pudiste ayudarme siquiera con esa esperanza? Y eran sólo unas palabras en el desierto. Algo que se va. Nada.

 

 

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