Testamento / Héctor Hernández Montecinos

     Quizá ésta sea la última vez que estemos juntos
     que nos miremos
     que podamos respirar el mismo aire
     que nos podamos decir adiós
     mirándonos a los ojos: Adiós.
    
     No me voy, ya me fui
     tan lejos que nadie sabe dónde termina una noche
     y comienza la próxima.
     La noche de los siglos allá arriba.
     Las estrellas son las flores de un cementerio
     llamado Parque General de los Sueños Rotos
     donde no hay mausoleos
     sino mediaguas celestes y muchas fotos
     de alguien que no halló mejor lugar para esconderse
     que detrás de un flash.
     
     Guarden sus cámaras, es en vano.
     Mejor pongan atención a lo que les diré ahora:
    
     Primero. Nunca fui feliz, porque una no es ninguna.
    
     Segundo. Todo lo que no me dieron y me correspondía
     dénselo a mi madre y a mi hermana. Les pertenece.
     Tercero. Viví la poesía chilena
     como si la poesía no estuviese agonizando
     ni Chile estuviese muerto.
    
     Cuarto. Las millas de vuelo, las horas en carreteras,
     los kilómetros en el mapa
     se los doy a los niños para que sueñen
     como pude soñar yo.
    
     Quinto. Mis libros deben estar al alcance de los muchachos
     que odian al mundo y aman el universo
     porque el universo los ama pero el mundo los odia.
    
     Sexto. Gracias a las montañas, pues allí quiero descansar
     hasta que vuelvan a ser el fondo del océano.
    
     Séptimo. A mis amigos y amigas
     les dejo mi vida anónima.
     Las furibundas noches que convertimos en poemas.
     Las alegres horas. La cerveza y el dolor.
     Las peleas que terminaron en la cama.
     El reír. El llorar. La sangre.
    
     No hay más nada.
     Sólo la última fiesta
     y algunos libros destinados a desaparecer.
    
     Quizá ésta sea la última vez que estemos juntos.
    
     Ustedes morirán
     y yo no.

 

 

 

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