Peligrosas formas de quitarse la vida / José Gai

Recién comenzaban a menguar los molestos suicidas que caían desde los edificios altos cuando el gobernador, sin tener tiempo para un descanso, reparó en esos jóvenes que estallaban en las calles.
     El primer caso que atrajo su atención ocurrió al mediodía de un viernes, en medio del ajetreo de muchos que preparaban un fin de semana en la serranía, lejos del calor pegajoso de la costa, y monopolizó los comentarios en los mentideros del centro. Un joven delgado y oscuro, con una mochila en la espalda, se acercó a un grupo de funcionarios que repartían, amparados en la sombra de un portal, unos coloridos volantes sobre las bondades del nuevo sistema de auxilio social (sistema que despertaba una odiosa resistencia entre los ciudadanos, ciegos a las ventajas del progreso). El muchacho fingió interesarse en su labor, pero en el momento en que uno de los funcionarios le entregaba un volante y una sonrisa, mochila y joven estallaron en pedazos. Además, otros dos promotores quedaron malheridos. Los periódicos recalcaron que uno de ellos era hijo de un alto funcionario de los ministerios centrales, triste circunstancia que, lamentaron, agravaba lo sucedido.
     Al día siguiente, un cronista acucioso hizo notar en su matutino que ése era ya el cuarto caso en pocos días. Y el domingo, en la tribuna del Estadio de los Héroes, con ocasión del popular juego del balón, una muchacha delgada y morena que observaba el espectáculo como ausente, y que llevaba una mochila en la espalda, voló por la explosión de la dinamita oculta en su morral. Hubo otros dos muertos y dieciocho heridos, y el juego se debió suspender ante la comprensible molestia del público congregado ante la expectativa de una sana diversión.
     La prensa se preocupó; también, las autoridades. El lunes, el gobernador fue citado por el ministro de Paz Interna para una reunión urgente. Él ya la esperaba; la reciente epidemia de los suicidas aéreos había aguzado su percepción. Lo peor, se dijo mientras cruzaba la calle seguido por su ordenanza hacia el despacho ministerial, era que veía venir otra peste. Su organismo también lo presentía; el mismo escozor en la garganta, el mismo estrangulamiento en la boca del estómago cuando aquellos mortales vuelos en picada ya no pudieron ser ocultados por la prensa y las autoridades se vieron enfrentadas a una emergencia mayor.
     No se equivocó. Esa misma tarde, una pareja joven que paseaba de la mano por el bulevar de la estación ferroviaria se detuvo en medio del gentío. El muchacho besó a la chica y luego gritó Mueran los tiranos. La gente los miró asombrada, y entonces sobrevino una explosión que los despedazó, y que los testigos calificarían luego, ante la policía y la prensa, como aterradora y dantesca (sus palabras originales, más espontáneas y viscerales, fueron eliminadas de los informes). También, sobreponiéndose al espanto y a los ataques de nervios, los testigos dijeron que ambos jóvenes llevaban mochilas.
     Dos días después, un muchacho moreno y de ropas raídas se detuvo frente al largo muro del hospital psiquiátrico. Se rumoreaba que allí permanecían recluidos muchos disidentes (sin estar necesariamente locos), y otros aseguraban que la gente saltaba furtivamente el muro (hacia el interior) para asegurarse un techo y un plato de sopa, cosas que escaseaban afuera. Habladurías todas, protestaba el gobernador en su hogar, y su esposa y sus hijos asentían, pero su sobrino provinciano, acogido en la casa mientras seguía estudios universitarios, se refugiaba en una sospechosa indiferencia. Lo cierto fue que el joven del paredón escribió con rapidez y en letras rojas Abajo la tiranía sobre el muro blanqueado con cal. Dos policías acudieron prestos, y él ya no tuvo prisa: los esperó inmóvil, con la espalda hacia la pared. Cuando los agentes se percataron de que llevaba un morral ya era tarde. Los tres volaron desmembrados.
     El pánico ante las mochilas cundió entre las buenas gentes. Los ciudadanos que subían a los tranvías se inquietaban si en el interior viajaba algún joven de talego, pero como la prenda era ampliamente popular entre la juventud, muchos pasajeros se bajaban atemorizados para no exponerse a un riesgo mortal. (Y en su prisa olvidaban pedir la devolución del dinero, por lo que varios editoriales de periódicos fustigaron a los conductores inescrupulosos que sacaban provecho del comprensible temor de sus pasajeros).
     Un miedo parecido se respiraba en los andenes del ferrocarril, en las pacientes filas que se formaban en las asistencias médicas, en los vestíbulos de los bancos, en los atestados pasillos de la Casa de Empeños de Los Héroes, en las postas donde se comerciaba sangre para las transfusiones, en las colas antaño bulliciosas de los apostadores del hipódromo. Había miedo. Miedo a las mochilas.
     La policía recibió la orden de actuar preventivamente. Lo hizo, pero a un alto costo. Eran tantos los jóvenes obreros, estudiantes o vendedores de la calle que cargaban sus enseres en morrales, que controlarlos a todos se tornaba imposible, y las molestias causadas aumentaron la impopularidad de la fuerza pública. Luego de que dos policías estuvieron a punto de ser linchados por mochileros inocentes y enardecidos por la forma en que se les trató, el prefecto remitió un oficio al gobernador. Enumeraba sus reparos, alertaba sobre las consecuencias políticas y pedía cambiar de manera urgente los métodos preventivos. Pero no proponía soluciones, y el gobernador, harto de funcionarios quejumbrosos pero sin iniciativa, arrojó un tintero contra la pared, provocando el inmediato ingreso a su oficina del ordenanza (con un emparedado en la mano) y de dos guardias con la bala pasada en sus fusiles.
     El gobernador desesperaba y se irritaba, al igual que su estómago. Su malhumor estremecía a los subordinados, en especial a los que vestían o habían vestido uniforme como él, y que por ello poseían un acendrado sentido de obediencia (y él los prefería por ese rasgo, pese a sus limitaciones en el arte de las triquiñuelas políticas). En su presencia, ellos hacían gala de aquel sentido, pero en la calle obedecían al más atávico sentido de supervivencia, que los hacía evitar la presencia de los jóvenes. Y era que no se veía un remedio para la plaga; los muchachos delgados y morenos seguían estallando delante de los ciudadanos. Algunos gritaban consignas o lanzaban panfletos antes de tirar del cable escondido bajo sus ropas y que activaba el explosivo oculto en la mochila. Pero otros, la mayoría, sencillamente se mataban en silencio, y los testigos sólo podían rescatar después, para las preguntas de los investigadores, la mirada ausente de todos ellos. Así era difícil descubrir sus razones y desenmascarar a quienes los manipulaban, aunque el gobernador había emitido ya dos comunicados fustigando a los enemigos internos de la nación que envenenaban la mente de los muchachos y los lanzaban a una muerte absurda.
     Con todo, los participantes en las altas reuniones de análisis estaban confusos, amén de inquietos, porque el caso de las mochilas había sobrepasado los cedazos habituales y llegado a oídos de Sus Excelencias. El único consuelo del gobernador, triste consuelo al fin, fue que en el último cónclave su superior leyó los informes de otros tres gobernadores; también ellos sufrían con la misma epidemia, pedían instrucciones y urgían por soluciones.
     Se intentaron varias. Los organismos de Paz Interna apremiaron a los disidentes recluidos y a aquellos que mantenían en libertad vigilada, para averiguar quiénes manipulaban a los mochileros explosivos (como había dado en llamarlos la prensa en un afán creativo). Pero no hubo suerte. Los disidentes, los encarcelados y el resto estaban muy atareados diseñando estrategias para el futuro mientras ocupaban el tiempo inmediato resolviendo los acertijos matemáticos de Hilbert o estudiando las más grandes partidas de ajedrez del siglo en curso. El jefe policial de Paz Interna infiltró entonces a sus mejores cuadros entre los jóvenes de las barriadas para encontrar la hebra que les llevara a la madeja, como dijo en certera alegoría durante una de esas reuniones. Pero, al no poder encontrarla, se planificó como medida casi desesperada una campaña en las revistas y programas juveniles para asentar la idea de que las mochilas habían pasado de moda, y que las cazadoras con muchos y amplios bolsillos reemplazaban a las anteriores en los centros internacionales de la moda e iban más acordes con los tiempos.
     La criticada entidad a cargo del nuevo plan de auxilio social vio en ello su oportunidad y comenzó a regalar cazadoras a quienes suscribieran el contrato respectivo. La prensa también se manifestó dispuesta a cooperar con el bien común; condenó el proceder de los suicidas de los morrales (sus mochileros explosivos) y exhortó sobre el respeto que se debía a los demás en los espacios abiertos y también, con mayor razón, en aquellos cerrados. Hasta en la naciente industria de la televisión, connotados personajes salieron de la línea de sus programas habituales para exhortar, vestidos con cazadoras, a los jóvenes a no dejarse embaucar por el fantasma de la muerte.
     Pero la plaga seguía. Y estallaba, aquí y allá. En medio de esos días de marcado pesimismo, el gobernador fue convocado a un nuevo cónclave, esta vez de carácter secreto. Un reputado publicista esperaba a los asistentes de pie, junto a la cabecera y a la derecha del ministro. Con voz estentórea y sin dejar de acariciar su barba aguzada, cual si estrujara la ubre de la que manaba la leche de la inventiva, expuso un plan para revertir los hechos. Hubo murmullos y gestos de aprobación, pero el gobernador creyó ver una sombra de escepticismo en los ojos del ministro cuando otorgó su visto bueno.
     —Proceda —le dijo—. Sus Excelencias están contrariadas; y no se merecen esto.
     El proyecto se concretó con la velocidad que el problema reclamaba. En los días siguientes, el caso de las mochilas explosivas comenzó a ser satirizado en las viñetas de los periódicos y en los sainetes de los cómicos; el Teatro de los Héroes estrenó el vodevil paródico Tu mochila o la mía; una emisora de televisión creó una serie dramática en que un joven, suicida en potencia, fracasaba capítulo a capítulo en sus intentos de matarse con una carga explosiva oculta en su morral, y el festival del cantar universitario lo ganó (no sin protestas de otros concursantes) un tema que glosaba los intentos de un muchacho, débil y superficial, por conquistar a una joven amenazándola con quitarse la vida al pie de su ventana con una mochila explosiva. La bella (porque la joven era bella) lo despojaba enérgicamente de su talego, lo lanzaba lejos sin que estallara (el talego) y proclamaba su amor por un simpático joven vestido con una cazadoooora marroooón… Así concluía “Casadera con cazadora” (tal era el título de la canción galardonada). Pero el proyecto no prendió.
     Hay que vulgarizar el problema y hacerlo pedestre, cotidiano, como una varazón de cangrejos en el rompeolas, como una plaga de langostas en el páramo, había dicho el barbado publicista al exponer su plan, pero los jóvenes delgados y taciturnos seguían yéndose del mundo de la misma forma ruidosa y molesta que aterraba a las buenas gentes, inquietaba a los altos funcionarios y enojaba, ya, a Sus Excelencias.
     El gobernador añoraba esos buenos días en que, convocado a la oficina del ministro, su único temor era salir rápidamente de la línea de los edificios altos por si algún insensato decidía saltar al vacío en ese momento. Y cuando por desgracia así llegaba a ocurrir, bastaba con controlar las náuseas que le causaban el súbito olor a morgue y el hilo de sangre serpenteando por la vereda.
     Ahora, en cambio, transpiraba helado mientras avanzaba sorteando a los vendedores que copaban la acera y lo miraban con ojos resentidos. Vigilaba sus mochilas y zurrones, temeroso de que en cualquiera de ellos se escondiera la carga mortal, pero su condición de hombre forjado en la dura disciplina de las armas le impedía mostrar miedo, y se encomendaba a un ejército de santos en su travesía hasta el portal del ministerio.
     Pero las explosiones continuaban, y el tormento de cruzar la calle ocurría hasta dos veces en un solo día. El gobernador comenzó a sufrir jaquecas y a apartarse de sus férreas rutinas, marcadas a fuego en su espíritu por los años de cuartel. También se sorprendió bebiendo más del único vaso de alcohol que se permitía cada noche antes de acostarse, y alguna mañana partió a su oficina sin cumplir con el sagrado rito de la ducha. Su esposa no reparó en esos elocuentes detalles ni en su sueño agitado. En descargo de ella concurría el sano hábito del gobernador de no agobiar la convivencia en el hogar narrando las vicisitudes del trabajo. La buena dama ni siquiera se percató de que algo extraño le ocurría cuando él le hizo el amor dos veces en una semana, en vez de la única quincenal. Ante sus amigas, y con un dejo de orgullo, lo atribuyó a su nuevo peinado y a los ejercicios para revitalizar sus glúteos, pero no reparó en que ya distaban tres semanas de aquella visita al peluquero y que su marido no había dado indicios de haber percibido su rejuvenecida apariencia.
     En ese estado de ánimo sorprendió al gobernador un acontecimiento que marcó un giro en la seguidilla de explosiones. Aunque el organismo de Paz Interna había distribuido entre los altos funcionarios un detallado instructivo para no verse alcanzados por la epidemia de los jóvenes que estallaban en las calles (instructivo que fue leído y memorizado con gran prisa), cierta gris mañana de vientos monzones, un muchacho moreno que llevaba una mochila en bandolera se acercó a un primer secretario a la salida de su ministerio, le dijo al oído algo que nadie más escuchó, y ambos volaron en pedazos.
     Esa misma tarde, el gobernador, con el estómago estrangulado y ulceroso, debió repetir el vía crucis hasta el Ministerio de Paz Interna, convocado para una reunión ampliada y secreta a la vez. Llegó justo en el momento en que un oscuro secretario de gruesas gafas y mejillas azulosas, a quien recordaba vagamente, comenzaba a exponer un nuevo plan para enfrentar las juveniles explosiones. El gobernador forzó la memoria. Se decía del hombrecillo que su mayor virtud consistía en descubrir acrósticos ofensivos contra Sus Excelencias que manos arteras deslizaban entre las cartas del público a los periódicos. También se decía que antes, en sus años de alumno en la Universidad Primada de los Héroes, hizo méritos ante las autoridades entregando nombres de estudiantes que se manifestaban en contra del gobierno. Ahora, él mostraba seguridad y una autocomplacencia notoria mientras daba a conocer su programa. Al gobernador le pareció un plan insensato, pero el ministro, luego de cavilar unos segundos, tal como lo hiciera cuando lo del barbado publicista, miró resignado al oscuro secretario de gruesas gafas y lo autorizó a proceder.
     —Sus Excelencias —dijo— esperan resultados, e inmediatos.
     Las noticias de la televisión informaron esa misma noche que el tercer secretario Z no había podido sustraerse a las corrientes imperantes en los centros más frívolos del mundo occidental, y había puesto fin a ciertos problemas existenciales suicidándose por medio de una mochila explosiva. La misma versión entregaron al otro día los matutinos. Y por la noche, la televisión reveló que dos funcionarios de los organismos de Paz Interna habían adoptado el mismo método para quitarse la vida, angustiados por problemas de conciencia que no fueron detallados.
     En su hogar, reunida la familia frente al televisor, el gobernador debió congelar el gesto de sorpresa ante la noticia, pues apenas la escucharon el sobrino se paró de golpe, salió sin decir una palabra y se encerró en su pieza con un portazo. Los dueños de casa se miraron atónitos, aunque el gobernador tenía una sospecha, que no había confidenciado a su esposa: cada día estaba más convencido de que su sobrino simpatizaba con quienes se resistían al gobierno y con esos insensatos que no vacilaban en volarse para causar problemas. Más de una vez, también, se había preguntado si el muchacho, contagiado por otros estudiantes de cabeza ardiente, no terminaría sumándose a esos molestos suicidas. Por fortuna no usaba mochila, pero eso no aseguraba nada. Y por eso en dos oportunidades, aprovechando la ausencia del sobrino, había revisado su habitación en busca de los elementos usados para confeccionar los morrales explosivos. No había encontrado nada, pero no debía descuidarse; menos ahora, después de la brusca reacción del muchacho. Y no fue ésa su única inquietud; también creyó ver en su descontrol un posible punto a favor del plan ideado por el oscuro secretario de gruesas gafas.
     En la siguiente reunión, el gobernador escudriñó el pétreo rostro del jefe de la fuerza y no dudó de que él había estado detrás del presunto suicidio de sus dos hombres. En los días posteriores se informó que un edil del selvático norte, y luego otro funcionario de Paz Interna, esta vez del primer puerto del país, y más tarde el oficial al mando de una avanzada fronteriza (próxima al caserío en donde purgaba su relegación el barbado publicista), se habían quitado la vida del mismo modo. En la junta posterior, el oscuro secretario de gruesas gafas engoló la voz al exhibir estadísticas que mostraban una disminución de las muertes por el estallido de mochilas (y acalló con soberbia las dudas del gobernador sobre esas cifras) y al proponer que era el momento de pasar a la ofensiva para arrebatar definitivamente a ese grupo de jóvenes el monopolio de los suicidios explosivos.
     El gobernador sabía que la honorabilidad de cierto personaje de la televisión estaba bajo sospecha y que se indagaban con la mayor reserva sus inclinaciones sexuales. Pero esa noche en casa, junto a su señora, sus hijos y su díscolo sobrino, lo vio, estupefacto, apartarse del libreto de su programa para enfrentar la pantalla con los ojos húmedos y reconocer aquél y otros cargos que él no habría imaginado. Luego, el personaje se puso de pie, giró en redondo y se alejó hacia el fondo del estudio. Una cámara operada por una mano hábil, o previamente alertada, siguió su desplazamiento. Todos en sus casas, al igual que el gobernador, vieron en su espalda una mochila negra que contrastaba con el azul piedra de su traje finamente cortado. Y todos, también, le vieron volar en pedazos.
     La prensa dio al caso la difusión que ameritaba («Digno mea culpa: abrumado por sus desviaciones políticas, animador se quita la vida en pantalla», tituló un periódico), y el canal al que pertenecía el suicida, favorecido por la onda expansiva de su gesto, repitió una y otra vez las imágenes ante la desesperación de las otras emisoras. Muy pronto, grandes fotografías del personaje en su despedida ante las cámaras empezaron a adornar los dormitorios de las jovencitas, y su nombre comenzó a ser escrito en los tabiques de los baños públicos y en las paredes de la ciudad. El gobernador, en medio de sus jaquecas y sus dolencias estomacales, supuso tras esas fotografías y esos rayados la acción del jefe de la fuerza policial y del oscuro secretario de gruesas gafas.
     Los periódicos, en tanto, dieron en publicar avisos con las propiedades y estilos de las mochilas explosivas, y se explicó cuáles eran las más efectivas y de mayor poder destructivo. Numerosos automóviles, especialmente los oficiales, estrenaron adhesivos con el mismo motivo, y un programa de televisión organizó un millonario concurso (El Pozo Gigante de los Héroes) para adivinar cuántos jóvenes morirían en un día despedazados por los morrales con dinamita.
     El sobrino, otra vez con gesto torvo, se ausentó de la sala la noche en que el programa emitía los primeros resultados del concurso. No hubo portazo en su pieza porque salió a la calle y mandó a decir con la criada que volvería a la medianoche. Tampoco compartió en las siguientes emisiones del programa, que el resto de la familia siguió con interés (y con algo de confusión por parte del dueño de casa): pronto las predicciones de los concursantes comenzaron a pecar de exageradas; las muertes por mochilas explosivas estaban en franco retroceso.
     Así lo expuso el oscuro secretario de gruesas gafas en una reunión a la que el gobernador fue convocado con extrema urgencia. La perniciosa fiebre de las mochilas, dijo el expositor, comenzaba a decrecer, pero había que asestar el golpe final. Hizo un silencio y miró al ministro. Recién entonces el gobernador reparó en que las otras autoridades, que al comienzo imaginó retrasadas, ya no llegarían. Tal vez no habían sido convocadas; estaban sólo los tres y el jefe policial de Paz Interna, quien vestía su uniforme con todas sus insignias. El ministro, que también llevaba uniforme y condecoraciones, algo inusitado en su cargo actual, fue directo y autoritario en su planteamiento, que abrió con una invocación a Dios, a la causa superior de la patria y a los grandes objetivos trazados por Sus Excelencias…
     Si se hubiera tratado de una propuesta del oscuro secretario de gruesas gafas, el gobernador habría rebatido indignado, y con sólidos argumentos, pero la imposición del ministro ponía en juego el honor militar. Se puso de pie, recogió el morral negro que su superior había sacado de la caja fuerte, se lo colocó en la espalda con la torpeza del novato, saludó militarmente al ministro y al jefe de la fuerza, ignoró ostensiblemente al oscuro secretario de gruesas gafas y bajó a la calle. Sólo entonces, mientras percibía el olor del mar y escuchaba por sobre el bullicio de la multitud el rumor de las olas rompiendo contra los tajamares, reflexionó que nunca le había interesado conocer cómo eran esas mochilas que tantos disgustos le causaran. Notó la suya mucho más liviana de lo que imaginaba, percibió de reojo que había fotógrafos y camarógrafos en medio del gentío, que también había jóvenes (algunos le recordaron, con sorpresiva ternura, a su sobrino) y que pocos de ellos llevaban talegos, avanzó entre los vendedores de minucias, agazapados en las veredas junto a sus mercaderías y prestos a escapar si aparecía la fuerza pública, se detuvo junto a un grupo de ellos, gritó el Viva la muerte que le había sugerido el ministro, estalló en pedazos y se llevó consigo a dos o tres de esos individuos torvos y de ojos inescrutables.
     Los suicidios por mochilas explosivas siguieron disminuyendo. No fueron necesarias nuevas reuniones extraordinarias, y el oscuro secretario de gruesas gafas ratificó con estadísticas esa percepción en la siguiente junta ordinaria. Pero, a la hora de incidentes, un edil de los páramos pidió la palabra para consignar que en su jurisdicción proliferaban ya los casos de jóvenes que saltaban desde las tribunas al ruedo de las plazas de toros y se dejaban matar por los cuernos de las bestias. El ministro dijo que todos debían estar atentos y dio por concluida la junta, mientras sus pensamientos iban hacia el fallecido gobernador.
     No había podido ausentarse de sus funerales (lo demandaba el honor militar), y le pareció ver un destello de reproche en el rostro acongojado de la viuda —o tal vez fue sólo una jugada de su imaginación— en medio de la larga ceremonia en el Panteón de los Héroes, con más gente y más homenajes de los que habría imaginado (por un momento pensó que no debió sacrificar a un oficial tan meritorio), incluido el discurso de un jovencito que enhebró unas frases en apariencia confusas, pero la mente del ministro, alerta a claves de complots y contubernios contrabandeados en discursos de aspecto inofensivo, creyó percibir en sus palabras una confusión deliberada para transmitir algún mensaje subversivo. El joven (después averiguó que era un sobrino del gobernador) habló sobre sacrificios, qué coincidencia, y afirmó que la inmolación de personas justas repetía los sacrificios de los primeros cristianos en los circos romanos. Y terminó diciendo que si bien en estos tiempos agobiantes sólo había arenas menos dignas, como las de las plazas de toros, todo servía para luchar por una vida mejor.
     Esas palabras aún daban vuelta en la cabeza del ministro cuando presidió la siguiente junta de seguridad. Seis ediles informaron que suicidios similares a los informados por su colega en la reunión anterior estaban ocurriendo, y aumentando notoriamente, en los ruedos de toros de sus jurisdicciones. El ministro lanzó un bufido y miró fijamente al oscuro secretario de gruesas gafas, quien evitó sus ojos sumergiéndose en el estudio de los papeles de su portafolio. El ministro le habló con dureza (¿comenzaba todo de nuevo, de qué había servido tanto esfuerzo…?), y el aludido respondió, finalmente, que no compartía esa visión pesimista, pero que, si así fuera, él podía controlar esa amenaza. Una amenaza que por suerte estaba —estaría— recién comenzando. Y por más suerte, él ya tenía experiencia y podía elaborar un plan para la próxima junta, garantizando que…
     El ministro no lo escuchaba; se había puesto de pie y abierto la caja fuerte. Sacó una mochila negra y se la extendió al oscuro secretario de gruesas gafas, quien alcanzó a decir que entregaría el plan al día siguiente…, ¡no, esa misma noche…!
     —Sus Excelencias —dijo el ministro— ya no pueden tolerar más fracasos.
     El oscuro secretario se tocó nerviosamente el marco de sus gruesas gafas, se puso de pie, cogió el talego y salió de la oficina con paso vacilante. Se detuvo en el umbral.
     —¿Es necesario? —dijo, mostrando la mochila—. Sería volver al pasado…
     Sin mirarlo, y sólo con un ademán de la mano, el ministro lo conminó a seguir su camino.

 

 

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