La Gabriela Mistral de Tala / Germán Carrasco

La primera vez que leí los Sonetos de la muerte, opera prima de la Mistral, me llamó la atención aquel soneto en que ella solicita a Dios la muerte de su amado ya que malas manos, uñas de acero y labios finos habían entrado trágicamente en él. Imaginaba a una atractiva femme fatale salida de un cuadro déco que le arrebata el amado a la hablante. Amado ese que, más raro aún —queer, se dirá—, ella confunde con su hijo y con Cristo.
     Así como Neruda propondrá más tarde en los Veinte poemas el amor nómade y el intercambio de parejas (te amarán otros, amaré a otras), la Mistral propuso la figura de ese amado-hijo-Cristo que aparece luego de la primera decepción, del primer golpe de Estado en el ámbito amoroso. Esta pasión sublimada se desborda y da luego lugar a la figura de la madre universal (como si todos los niños de la patria fueran mis hijos, escribe posteriormente De Rokha), y esto sucede en toda Hispanoamérica, en donde los niños huachos —los hijos de la chingada de su México— fueron un fenómeno masivo y determinante de la feroz asimetría social presente hasta nuestros días. Con respecto a la niñez, Mistral señala: «Siempre hay algo monstruoso en ser redondamente adulto, y un hombre completo sería aquel que conserva limaduras infantiles de la emotividad». O también: «La poesía me vuelve niños los sentidos»; deseo de toda persona: mirar las cosas como la primera vez, ya se trate de un libro, un filme que nos deslumbró en la infancia, un objeto cuya biografía está poblada de ecos, o del Elqui, Iguazú o una piedra de la mágica Oaxaca, en donde las niñitas y adolescentes se visten, sin pose alguna, como la Kahlo.
     La lectura femenina, receptiva, vegetal, no repara en los procedimientos, no compite falocéntricamente con el texto sino que se deja invadir por su follaje. Mistral no se pelea con el lenguaje y propone a la vez un verso impar y pedregoso. Se poetiza a partir de un único poema que ni de forma individual ni en conjunto lo dice todo; sin embargo, cada poema habla desde el todo de ese poema único: la vasija pisquera aunque esté vacía siempre conserva el aroma de la producción anterior. Cada poema de Tala está engarzado con el anterior. Para quien lee con cuidado, siempre está el título del siguiente poema en un esqueje del poema que leemos. Este poema único tiene algunos componentes nítidos: la niñez (en toda su obra, en Tala «La muerte niña») y la casa (en todos los Recados, por ejemplo). La niñez y la casa: dos claves que explican su condición de exiliada, de correteada, la que se mudaba de país en país soportando el prejuicio social de ciertos burócratas y diplomáticos esnobs de pacotilla.
     Los árboles de Desolación, obra que todavía conserva rasgos modernistas, luego encuentran su Tala. Me pregunto si esta operación, si esta presentación premeditada de la lisiadura esconde un gesto de vergüenza o culpa escritural que acompaña a todo texto genuino y reflexivo que roza sus límites y que, al igual que la música contemporánea, rompe con lo que se considera tradicionalmente como armonía.
     Esa vergüenza o culpa deviene poética y metaliteratura en algunos, como en Enrique Lihn —un declarado mistraliano—, mientras que en los language poets norteamericanos esa vergüenza o culpa deviene canto anómalo, cuestionamiento al lenguaje, partitura con lagunas, liberación del corset de las reglas monótonas a las que se ciñen algunos metristas de sesgo ideológico conservador. Aplicar reglas al dedillo es hacer mal uso de ellas, ceñirse a un molde es fácil: el secreto está en que la forma sea nueva, el caballo de Troya en donde otras identidades y visiones de mundo ingresen al juego. Se trata siempre de ampliar el mundo y de dar patente o visa de circulación a lo que no la tiene.
     Nada más lejano al corsé de la métrica preciosista o pseudoperfeccionista que la poesía de la Mistral: lo de ella es canto sin patrón en el sentido métrico y en el sentido social. O por decirlo de otra manera, se trata de una vanguardia natural. La poética de un autor es extraíble de casi todos sus poemas. Sin embargo, en la Mistral hay un guiño a esa transparencia de la que ella no podría ni quiere hacer uso, pero de la que tiene una saudade; ella saluda de lejos en algunos poemas que se salen del tono general de Tala para entregarnos ciertas claves. Nos referiremos a «La copa» y «La flor del aire», donde accedemos a guiños al silencio y a la nada, dos materias transparentes, del espacio, de la disolución que es sinónimo de la buena muerte: aire y agua. Ya que el único poema para el oído de Dios (de cualquier forma que se lo conciba) es el silencio: heard melodies are sweet, but those unheard are sweeter.
     Creo que estos dos poemas son claves por lo siguiente: es como si ella nos quisiera decir que podría escribir así, sobre el agua y el aire, sobre ese poema cercano al silencio que es el único poema digno del oído de Dios o de los hombres, pero no quiere hacerlo, no es lo que quiere proponer. Tiene en esos dos poemas nostalgia por esos materiales, pero el proceso de búsqueda de ellos es precisamente el poema, el borrador de la búsqueda de esos materiales constituye el poema. Porque hay una vergüenza escritural. Ese mismo proceso está en la búsqueda (de la madre, en el primer poema), que es una duna que se deshace cuando ella está a punto de alcanzarla, de verla. Esta vergüenza, que no debe confundirse con un miedo sino con una audacia escritural, este no querer hacerse cargo de la alta cultura, o de tamizarla, aparecerá luego en Lihn. Esa vergüenza es el pasillo inadvertido por el que cruza descalza la poesía genuina.
     «La flor del aire» es incolora, es la hermana de la nada y el silencio, que busca sus contrapartes. Ni siquiera las flores blancas le sirven a esta flor exigente: blanco es cliché de la pureza, nada la satisface. Luego la caprichosa flor del aire le exige flores rojas a esta poeta que cruza montañas y valles; estas flores rojas ensangrientan como un venado herido el agua, son flores de demencia de las que se alimenta esta flor del aire incolora, su perfecto antónimo pero también su complemento, su pareja; las amarillas de oro son demasiado deslumbrantes (belleza excesiva que fascinara al modernismo). Son las flores incoloras las que exige la flor del aire, que quiere estar con sus hermanas, son éstas las que la poeta persigue y no puede encontrar. La poeta buscará eternamente lo incoloro, el aire. Y anda tras la rosa incolora, para ofrecerle lo incoloro, el silencio. Declara que la tarea no está realizada, que la poesía es simplemente búsqueda, que el poema es siempre un borrador, un bosquejo, la huella de esa búsqueda, o incluso una nota circunstancial como en los recados. Esto les será de mucha ayuda a los que tienen una visión estática de la poesía.
     Flores de demencia. El cactus no florece, según ella es una herida, y las hojas del eucalipto no tienen gracia ya que Job no ha de poseer galantería o coquetería. En «Recado de nacimiento para Chile» recomienda que la niñita crezca sólo como la manzanilla, chiquitita. Lo fastuoso y sensual es lo que pareciera desagradar a nuestra poeta. Y al álamo lo reprende: tan grandote y tiritando como una caperucita. Hay como una especie de celo con la sensualidad de la naturaleza en muchas ocasiones. También con el lujo modernista. La única pureza posible —no hay pureza en ninguna poesía— tiene que ver con la sequedad y el sacrificio del monte. A excepción del aire y el agua en los dos poemas anteriores.
     La tentativa eterna del poema que flirtea con el silencio de la infancia en el Elqui. Por eso aire, agua y flores sin color son la figura del silencio, o de la copa con agua que la poeta lleva de una isla a otra: un poema sobre el poema, una vez que lo ofrece queda vacía, con culpa por la labor, temblando. Difícil maniobrar con estos materiales incorpóreos e inasibles y con la duda metaliteraria (más tarde, el boicot al propio poema, en el desarrollo que Lihn hará de la antipoesía parriana) y la culpa por lo que (no) hemos hecho o escrito, y aquí sería interesante traer a colación la concepción de fracaso en De Rokha.
     El soneto maldito y trágico en donde ella deseaba la muerte a alguien en su juvenilia, vuelve a aparecer en el poema «Vieja» de Tala, en la sección de criaturas, monstruos o club of queer. La vieja está olvidada de todos, como en esos filmes de Lucrecia Martel en donde en una casona de provincia hay una anciana inmóvil que no se sabe si está viva o muerta. Hasta la muerte se ha olvidado de ella, pero no la hablante de Tala, que en un erotismo piadoso —de vieja sacerdotisa, como dice Adriana Valdés, aunque sexuada y no asexuada como afirma la académica— le regala su muerte a la vieja y se acuesta junto a ella (se acuesta con ella, remarcaría nuestro sobresexuado y epistolar pensador), se queda pegada a su mejilla y a su oreja (ese órgano erótico, ese receptáculo del susurro). La poeta tiene superpoderes: esta vez como regalo piadoso, como dulce eutanasia final, la hablante le regala la muerte a la anciana.
     La oreja no deja de ser importante, esa parte de contacto entre los cuerpos vuelve a aparecer en «Recado de nacimiento para Chile», en donde la hablante se apega a la oreja de la niñita que acaba de nacer y pide no le laven el pelo, para lamerle la grasa como una loba. Cuerpos, obviamente. Y materias. La vieja muere y el cuerpo se convierte en abono para la tierra, de la que nacerán los árboles-madre cuyas raíces se aferran a la tierra (ya que el mármol es modernismo, alta cultura, muerte).
     Nuestra hablante rechaza la lápida y el mármol y pide una especie de tumba al aire libre, característica básica del nómade, un disolverse en la materia, en la naturaleza, un devenir desierto, piedra de Elqui o Oaxaca. Abono. Vuelvo entonces a su opera prima en donde aparece esa idea: «del nicho helado (vs. la tierra cálida) en que los hombres te pusieron / te bajaré a la tierra humilde y soleada, / que he de dormirme en ella los hombres no supieron / ni que hemos de llorar sobre la misma almohada». O sea, duerme además con el muerto, así como duerme con la vieja moribunda de Tala. Esta extraña imagen ecológico-mórbida tiene que ver con el rechazo al mármol modernista, así como a los caireles y toda la joyería dariana-eurocéntrica, esnob y finalmente provinciana. Mucho mejor la tierra y piedras del Elqui. Y esta tumba natural es la que se corresponde con su condición de viajera y exiliada. Por eso en Tala, y sobre todo en los Recados, aparece con frecuencia la figura de la casa ajena, el descanso de la viajera o la extranjera; nomadismo que no es elección («Fui dichosa hasta que salí de Montegrande, ya no lo fui nunca más») sino que fue parte de su deambular de país en país correteada y acosada por ciertos burócratas de bigotito sospechoso.
     Mistral, la correteada, porque ¿dónde entierran los nómades a sus muertos? Ésa es la pregunta del puertorriqueño Julio Ramos en su precisa novela Por si nos da el tiempo. Diplomáticos esnobs que antes le hacían la vida imposible y que hoy se disputan su herencia simbólica. Tecnócratas de la cultura, jefes de carrera, como dice Patricio Marchant. La victoria de la tecnocracia liberal no va acompañada ni de libertad ni de mejor distribución de la riqueza ni de mayor educación pública, punto fundamental para nuestra poeta.
     En Recados menciona las casas y las personas que la recibieron, Recados es libreta, literatura intencionalmente menor. De esa manera aparece el sustantivo propio en Mistral, no como una manera de avalar al poema. Es decir, se menciona el nombre cuando éste carece del peso de la cultura, de la cita literaria y libresca de la que ella se mofa en el personaje de Don Palurdo, gran citador. Porque la cita culta y eurocéntrica es lo realmente provinciano (y Mistral es universal). Finalmente, con respecto al nombrar, señalará luego en Lagar que no nombra, pues los nombres son del Único, de Dios.
     Hay algunos hechos dignos de mencionar. En la vanguardista antología de Teitelboim y Anguita, Mistral es excluida. Ellos privilegiaban cierta palabrería y chorreo de imágenes que olía a Europa. La poeta iba en la dirección contraria: la clara sustancia de la luz sobre la materia, la insidia del sol sobre el Elqui. Eso en términos de contenido, porque en términos formales nos dejó una ardua labor dado lo alambicado de su habla, de su agramaticalidad, si se quiere. Ella era americanista, mestiza como culturalmente, por lo demás, somos todos, parcialmente indigenista, medio vasca, nos advierte. Y mientras a esos intentos surrealistas les cayó brutalmente el peso del tiempo encima, la poesía de la Mistral está viva y se la tironean de todos lados: psicoanalistas de diversas tendencias, marxistas, cristianos, conservadores, feministas, latinoamericanistas, indigenistas, postestructuralistas y demás.
     Otro hecho relacionado con ese eurocentrismo sin digestión ni aduana se puede apreciar en la manera en que se refiere a la Mistral su gran amiga y editora Victoria Ocampo, de Sur: resalta excesivamente su carácter «indigenista», quizás de la misma manera en que cierto sector de Sur maltrataba a Storni, al grupo de Boedo, a cualquier inmigrante muy reciente (digámoslo claramente: por rotos, por pobres y por una supuesta carencia de biblioteca paterna). Era el tiempo en que Sur era afectadamente anglófila y libresca y trataba de codearse con Europa. Visualizamos perfectamente a Ocampo tras los pasos de Virginia Woolf, como una especie de presidenta de fans club, eterna y olímpicamente ignorada por la inglesa. Pero fue esa misma Europa la que le concedió el reconocimiento y quien le otorgó el Nobel a la Mistral, quien tuvo una amistad genuina con los grandes intelectuales europeos. Ya sé, no importa el Nobel (ni ningún premio), hasta Obama y Roosevelt lo obtuvieron después de permitir y hasta fomentar genocidios.
     A los que se adelantan o hacen su trabajo fuera de las vanguardias taquilleras, que además llegan a la periferia desprovistas del elemento de subversión y camorra inherentes a ellas, el tiempo les termina dando la razón: gran favor el que le hicieron a Gonzalo Rojas con echarlo —por cuestiones de clase, nuevamente— de esa copia poco feliz del surrealismo francés que fue La Mandrágora y otras huidobrías menores. Gonzalo Rojas, Rosamel del Valle y John Ashbery, cada uno en su tiempo y en su época agregaron algo al surrealismo, porque inventar un lenguaje es la labor del poeta y no reproducir las melodías circulantes en los centros. La Mistral lo hizo y es en Tala donde más se aprecia: en este libro hay una independencia total del modernismo que todavía se puede apreciar en Desolación. Un poeta debe inventar un lenguaje y no samplear, por eso el lenguaje genuino es siempre poética del futuro. Wordsworth señala, en el prólogo a las Baladas líricas, que los poetas más antiguos de todas las naciones escribían, por lo general, siguiendo la pasión despertada por los acontecimientos reales; escribían de forma natural en cuanto personas y según su sentimiento, su lenguaje era atrevido y figurativo. Ellos eran hijos de su tiempo y hablaban desde su contexto. En épocas posteriores, quienes ambicionaban la fama y el tono de esos poetas, dándose cuenta de la influencia de dicho lenguaje y deseando producir el mismo efecto, se dedicaron, a pesar de no tener la misma pasión (y muy importante: en un contexto histórico distinto y ajeno) a adoptar aquellas figuras retóricas de manera mecánica.
     Patricio Marchant afirma que la poesía de Mistral debe inaugurar un tipo de pensamiento en Chile, país donde quizás haga falta una poética del hijo: hay demasiados padres que pretenden arrogarse la fundación o refundación de la literatura, demasiada ansia de autoridad en algunas gentes. Se trata en el fondo de ser hijo (y no padre) de su época y de no repetir lo que otros han hecho antes, como Mistral, que zafa del modernismo, de la poesía de salón. Esa fraseología adulterada de la que habla Wordsworth, ese escribir como lo hicieron otros, como lo que parece o suena a poesía, no es ejercicio lírico sino simple repetición de la fórmula que le confiere prestigio al poeta. Lo riesgoso es salirse de esa moda y dar un paso adelante: lo hicieron Vallejo, Neruda, la Mistral. Las palabras del año pasado pertenecen al año pasado. La época no demanda sólo una imagen, demanda también un lenguaje aunque éste se divorcie de la audiencia. Y es en Tala en donde aparece en plenitud este lenguaje áspero, entrecortado, divorciado del preciosismo y de los modernismos y vanguarderías, que demostraron rápidamente su obsolescencia. La diferencia escritural conlleva un sesgo político. Le da visa a un habla, hace que muchos entren a la fiesta, amplía el mundo.
     Recordemos además que hay baladas en la Mistral, quien leyó al Blake de los Cantos de inocencia y experiencia, al Wordsworth-Coleridge de las Baladas líricas, no sin hacerlos antes caminar descalzos por montes calvos: el cedazo y la aduana del desierto. Véase en todos sus poemas la estructura de cuarteto y el habla campesina porque, repitiendo a Wordsworth, el lenguaje de los campesinos de clase baja está lejano a la vanidad social y transmite sus emociones e ideas con expresiones sin elaborar. Lo entrecortado, lo arrítmico y lo aconectivo forman parte de esa habla, aunque se trate de una especie intencional. Nos dice corrijo más de lo que piensan y aun así me salen unos versos que me quedan bárbaros: el poema recorre un camino de lo natural a la antinaturalidad del corsé de la forma, y luego vuelve a la naturalidad. Una naturalidad que el lector percibe, inconsciente del gimnasio, las bambalinas y todas las situaciones de parto doloroso del poema. Poesía genuina, pero intencionada. Especie intencional.
     Por una poesía sin pureza fue el discurso posterior de Neruda en la entrega del Nobel (sí, ok, ya seeé que no importan los premios). Sin pureza y sin formalismo. Contra el preciosismo aséptico: si se cuela una rima en un poema sin rima, dejarla vivir, declara la poeta, no pelearse con la materia del idioma, permitir que el idioma se exprese con sus arcaísmos, que son del campo y que no son culteranismos, como algunos quisieron creer.
     Pero tampoco se trata de que todas las palabras del habla ingresen a rajatabla en el poema: ingresan sólo los que tienen la visa de la plasticidad. También en mi habla dejo por complacencia mucha expresión arcaica, sin poner más condición al arcaísmo de que esté vivo y sea llano. La mezcla, además, de distintas palabras de las Américas recogidas en sus viajes salpica el texto de un habla de ruta, de un habla que recoge la mejor fruta por el camino. Eso lo hicieron años más tarde neobarrocos como Néstor Perlongher, Wilson Bueno y tantos otros. Entonces, no se rechaza a priori una palabra, no hay prohibiciones, no se considera pifia ni mote una rima que aparece en un poema sin rima o la incorporación de un extranjerismo, en general americano porque la Mistral no es localista sino internacional y panamericana.
     Hay —y lamentamos decepcionar a los formalistas— incorporación y cierta deformidad. O una música rara, como la de Monk, que pareciera tocar todas las teclas equivocadas, o todo a destiempo, pero que de esa manera logra establecer una obra plena. Pensemos también en la hipótesis de Piglia sobre Roberto Arlt, que escribe como cargador de La Vega una de las literaturas más vitales de las Américas. Por este motivo, Tala no es sinónimo de poda como se ha señalado, sino de cierta cojera, cierta deformidad del habla, cierta emisión verbal que sale sin fluidez preciosista, como rodados por los montes del Elqui. No se trata de poda aséptica, se trata más bien de una especie de culpa escritural que años más tarde, en otros autores, devino metaliteratura y poesía del lenguaje: cuestionamiento al lenguaje (por ser indigno del silencio, del oído de Dios, por ejemplo) o incluso boicot al lenguaje (Lihn).
     Sigamos con la culpa. La poesía me lava de los polvos del mundo y de no sé qué vileza esencial, parecida a lo que llamamos pecado original.A algunos de nosotros, el objetivismo norteamericano nos ha enseñado a callar. Ésa fue su lección. Y a tener conciencia de que el parto es doloroso. La glotis tiende a cerrarse y el poema sale aconectivo, apenas, y con versos pedregosos. Versos de nueve sílabas carentes de sensualidad y de lujo. El poema sale de milagro. Esto justifica el canto, no del romántico ruiseñor sino de otras especies, un canto más misterioso e inquietante. Versos que me salen bárbaros, dice ella, a quien la exquisitez retórica le importaba un bledo: en «Nocturno de la consumación» se le cuelan rimas internas que harán rabiar al oído retórico, pero esa infracción, según ella, será aceptada con gusto por el niño o por Juan Pueblo, afirma. Nos cuesta creer que ésos eran los lectores pensados por ella, siendo éste un libro tan complejo. Aunque son los niños y el pueblo los que aventuran las lecturas más sicodélicas, alucinadas («Alucinaciones», Tala). «La muerte niña», que dialoga con «Vieja», ¿qué verá un niño en un poema tan alucinado como ése? Los demás tratan de jalarla de un brazo hacia sus respectivas sectas. Al parecer ése es efectivamente el grupo objetivo de Tala, lo que queda claro desde un primer momento en las «Notas», en donde propone nuestro territorio como asilo para recibir niños vascos, o niños de donde sea, gesto que augura el Winnipeg nerudiano lleno de españoles que salvarían el pellejo del franquismo asilándose en estas lejanías.
     El modernismo está relacionado con la declamación, con el barítono. Hay que sospechar de las lecturas actorales a voz en cuello: los poetas leen mal sus poemas, les salen apenas. El silencio es estricto porque se escribe para el oído de Dios, de manera que deja un pasillo muy estrecho para el paso de los fonemas, un puente muy peligroso para que los poemas crucen. Por eso el habla sale rara: canto ya no de ruiseñor sino de otra ave (¿rara avis, dirías tú?). Creo que se debería estudiar desde un punto de vista médico y científico los motivos por los cuales el habla del que está enamorado o del que padece un luto se caracterizan por una glotis que tiende a cerrarse.
     La poesía me lava porque canto el mundo, no porque lo idealice inmaculado: su poesía tiene la aspereza del Elqui, blanca de polvo y roja de jornadas y con el rostro cocido por el llanto. Corregir el poema es corregirse uno mismo, dice el poeta de combate Paco Urondo mucho más tarde. Y Roberto Rosselini contesta pavesianamente una entrevista: «El verdadero oficio es ser hombre, con humildad, odio la palabra humildad pero es la mismísima verdad, ser pintor, director no es importante, lo importante del cine o de todo arte es ser un mejor hombre, mujer».
     Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta no sé de qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Habría que pensar en la manera en que la poesía limpia a la poeta de la vileza que los cristianos llaman pecado original. Sin duda se estampa fuera del cuerpo del poeta, quedando como mancha en la página a la manera de quienes expurgan su culpa y dejan la hoja con todas sus pesadillas, a la usanza vomitivo-maldita, aunque se desata el nudo de la glotis al sacar ese canto —bárbaro, arrítmico— que nació de un nudo de cerros y que queda como sedimento en el habla de la poeta. Pero lo intrincado sólo lo es para el oído retórico, ya que el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios creó, avienta el vocablo de pronunciación forzada y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído. El clásico asunto de la visa y de la carta de ciudadanía de ciertas hablas.
     Otra cosa que hay que resaltar de Tala es la mujer como montaña o como duna, su madre, como una duna que se disuelve y aleja y es cubierta por otras dunas mientras su mirada la busca (la poesía es proceso, búsqueda, no resultado). Una mujer es una montaña, menos por sus redondeces que por su inmensidad. Esa cordillera prefigura las alturas montañosas de Neruda y el «Poema uno» de los Veinte poemas de amor, también la posterior poesía de Raúl Zurita. Podemos rastrear esa imagen de la mujer como gigante o montaña en la literatura y el arte de todos los tiempos. Pienso, por dar sólo un ejemplo, en Youki, la diosa de la nieve de Tsugoharu Foujita.
     Otros de los temas son la pérdida, que es ganancia (comparar con One Art, de Elizabeth Bishop) y el canto a la materia, que también aparece en Neruda. Materias, este mundo y no otro. En estas materias vuelven a aparecer el aire y el agua y son su culpa escritural que deviene metapoema. Esa agua en «La medianoche» es goteo, nota de piano separada del resto de las notas con silencios entreverados, stacatto a la Cage, un poema exquisito que no es de su tono en general y en donde la Mistral escucha los nudos del rosal, escucha el devenir otra vez espinoso y abrupto de la naturaleza.

 

 

 

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