La emperatriz / Rafael Rubio

 Yo soy la emperatriz.
     Fui creada a imagen y semejanza de la muerte
     en un tiempo anterior a la resurrección de la carne.
     Antes de mí no existió cosa creada.
     Ni el cielo ni la noche precedieron
     a la velocidad de la belleza
     de la que fuimos y somos una imagen especular.
     Bastaría un aleteo de mis alas
     para que Dios se disemine en el espacio
     en un abrir y cerrar de ojos o de pétalos.
           (Vuélvete, paloma)
     Mi belleza es un escándalo, yo soy la emperatriz.
     Mirad la luz que me arrojan los vitrales
     pintados por el ángel de Bizancio:
     la luz que es menos luz cuando la miran
     los ojos de los dioses,
     la luz que da la muerte en ciertas cosas, en ciertas criaturas.
     Yo soy la emperatriz.
     Aquí me tienen, suspensa sobre una rama de vidrio,
     con las alas extendidas como estambres
     sobre la flor de oro del gusano.
     Mi felicidad es una pesadilla olvidada
     en un abrir y cerrar de alas insomnes.
     El que toca mi corazón toca la luz.
     Yo vivo fuera de mí misma, vivo fuera de mí,
     pero todo lo que miro,
                        Señor,
     pasa a vivir en mí como en un templo.
     Si supieran lo hermosa que me pongo
     cuando pienso en el derrumbe del espíritu
     podrían entender cuánto me amo.
     Y mi velocidad es la velocidad de la paloma que huye del esposo
     cuando escucha la lira de San Juan.
     Tan parecida soy al colibrí
     (vuélvete, paloma)
     que ni yo misma me alcanzo cuando vuelo.
     Y aunque no soy la luz, sino la velocidad de la luz
     estoy más arriba que el aire
     y mi belleza está en directa proporción
     con el florecimiento de la miseria
     de la que mi velocidad es una imagen fidedigna.
     El amor que yo tengo es un desierto
     que no ocupa un lugar en el espacio.
     El amor que yo tengo no cabe en la luz.
     Porque por mí la tierra sube
     y se coloca encima de los aires
     y es posible ver la tierra sobre el cielo
     el labriego sobre el ángel,
     el árbol sobre el pájaro
     y el hambriento sobre el trono del rey,
                        Señor.
     Yo soy la madre de todo lo creado, el útero y el semen
     (el polen y el estambre),
     la fuente inmaculada de la que todo brota,
     yo soy la hermosa amada de San Juan, la paloma
     que vuelve del otero
     cuando la luz es hambre
     y las ovejas descarriadas constituyen
     el florecimiento de la caridad,
     el arrepentimiento del ciervo vulnerado
     (que voy de vuelo, vuélvete paloma). Yo soy la emperatriz.
     Mi belleza es la resurrección de la carne,
     el oro, el útero, el trueno, el oropel.
     No hay tragedia más grande que la luz.
     (La luz es una inmoralidad
     que no he de perdonar ni al más oscuro de mis hijos).
     Mi amor no conoce la ley de gravedad
     y he llegado a pensar que soy la tumba de un sol muy antiguo.
     He vivido encerrada en una luz
     que no cabe en el cielo:
                     (vuélvete, paloma)
     una luz que me quema el corazón.
     Porque una sola sacudida de mis alas bastaría
     para esfumar el cielo
     en un abrir y cerrar de ojos o pistilos.
     Es tanta mi belleza que la luz se vuelve oscura
     cuando digo yo soy la emperatriz,
     tanta la pureza de mi lengua, que se derrumba Dios
     cuando lo nombro,
     y el amor en mí es la muerte de la muerte:
     La luz que da la muerte sobre el cuerpo
     al entrar en otro cuerpo,
     la luz que alumbra el sexo de la avispa,
     cuando el amor la llama tras la llama
     que alimentan las lenguas de los pájaros
     detenidos ante el oro de las fuentes.
     Y mi felicidad es el trueno y el relámpago
     reunidos en los ojos de los tigres
             (vuélvete, paloma)
     o el desencuentro definitivo entre la realidad y el deseo.
     Mis ocelos son los ojos del tigre y la pantera.
     Por ellos mira el sol cuando nos mira, por ellos
     arden las lenguas rojas del monarca,
     sus orquídeas que insultan y se enroscan por amor a la muerte
     o por el odio que propicia el amor en ciertos hombres,
     en ciertas criaturas:
     Yo soy la emperatriz.
     De mí dirán los pájaros que fui una quemadura,
     dirán que estoy más loca que la luz,
     y que el cielo es espejo de mis llagas.
     Mi felicidad es el choque entre la luz y el oro.
     En mis labios se afilan las espadas
     que sostiene el centinela de los templos.
     No he visto sino lo que se ve
     desde afuera de los ojos:
     reclusa que se resarce
     en el día de oro de la muerte.
     Mis ojos reciben las semillas, ahí habrán de germinar.
     Yo soy la emperatriz.
     Pero si miran bien (entre mis piernas) verán que hay un pantano,
     un desierto en mi corazón.
     Porque si bien estoy en la presencia del rey
              (vuélvete, paloma)
     y en mi alma hay una luz que es más grande que el alma
     y mi felicidad es un escándalo público
     pintado en los muros de la Capilla Sixtina,
     para escarnio de los amigos y enemigos de Miguel Ángel
     —símbolo y profecía de la ferocidad
     con que los hombres en un tiempo anterior a la carne
     enterrarán la verdad en una urna de oro—.
     Dios, déjame decirte un par de cosas:
     ¡Sácame a bailar!

 

 

 

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