Lee cada palabra que escribo por encima de mi hombro derecho / María José Viera-Gallo

Había palta, tuna, queso de cabra, animitas adornadas con placas de automóviles, cerros esculpidos de figuras geométricas, cactus recién florecidos, llamas encaramadas a inaccesibles peñascos, caballos salvajes, ovejas sin pastores, y —esto era lo que más le gustaba— un viejo y cansado halcón sobrevolando el cielo. Cada vez que miraba por la ventana, sin embargo, todo lo que veía era el reflejo de un chico de diecinueve años incapaz de recordar cuándo había hablado por última vez con su madre.
     A ratos su memoria reproducía frases sin sentido o conversaciones telefónicas demasiado coherentes para haber ocurrido alguna vez. Otras, el teléfono se congelaba en un ring sin respuesta. Esa mañana no fue la excepción. Al marcar cobro revertido a París, una operadora le confirmó lo que ya sospechaba: Pas de réponse à la maison.
     Tenía la impresión de que una misma llamada muerta sonaba desde su infancia, lo seguía haciendo después por la Ruta 5 Norte, y seis horas más tarde, al bajarse del bus y subirse a un colectivo negro Nissan ladeado en su ala derecha.
     —Peñuelas, por favor —dijo buscando la cara del chofer a través del espejo retrovisor.
     —¿El casino?
     —No, la iglesia.
    
    
 Un perro esquelético, o el esqueleto de un perro, dormía a un costado del altar. No había rastros de fieles ni de curas, ni de velorios y mucho menos de ataúdes. Se devolvió por el camino de tierra. Las antiguas casas de veraneo aún mantenían sus persianas cerradas, esperando con su típica inercia provinciana que un silbido municipal inaugurara la temporada oficial de vacaciones. Una de las pocas cabinas que permanecían abiertas todo el año era la de su abuela Esther, y al acercarse a ésta no se sorprendió de que estuviera tal como la había dejado durante su última visita: el portón de madera sin pestillo, el gato dormitando en la silla mecedora, el jardín perfectamente taciturn o, salvo por las colas de zorro que el viento mecía de un lado a otro dándole un saludo simultáneo de bienvenida y despedida.
     Apenas entró, se sintió electrocutado por el susurro de un Dios te salve María llena eres de gracia. Sobre un sillón de mimbre, el mismo donde una chica de apellido Amenábar lo había despertado de su niñez tardía con un beso, ahora ramos y coronas de lirios blancos impregnaban el aire de ese fresco aroma a muerte. Avanzó por el pasillo. El rezo se intensificó. Detrás de una puerta, tres mujeres y dos hombres la velaban, sentados a una distancia prudente de su cama. Reconoció a la Chinda, la antigua cocinera de la casa; a Gladys, la última enfermera de Coquimbo; a Flavia, su vecina octogenaria, compañera de lecturas poéticas y juegos de azar, acompañada de su marido, universalmente conocido como «el inútil Leopoldo», y al cura del pueblo, un joven de lentes redondos y sotana negra a quien jamás había visto. Al tercer Ave María volvió a juntar la puerta.
     Recorrió la casa inventándose alguna tarea por hacer —lavarse la cara, darle de comer al gato, cambiarse su demasiado sonriente polera Smile—, cualquier cosa que lo alejara de esa habitación. Se detuvo a un costado de la mesa del comedor. Un palillo de bambú roto en dos. Una papaya confitada abierta. Libros subrayados de Valéry, Claudel, Lautréamont. Un recorte de Patricia Maldonado tachado con uno de esos insultos que su abuela le profería a la gente que había «ensombrecido» su vida (la lista no era demasiado larga, pero incluía a los cuatro miembros de la Junta Militar, agentes de servicios secretos, periodistas de tribunales como un tal Pablo Honorato y miembros de la Corte Suprema). Más allá, un puzzle a medio terminar de una moderna ciudad asiática, Shanghái, tal vez Bangkok.
     Había vivido diez años con su abuela antes de irse a Santiago. De todas las particularidades de la casa, esa mesa de raulí cumplía una función única e inclasificable, entre solemne comedor de visita y velador sin fondo. Al final de la semana, tanto en su superficie como debajo de ésta, era posible encontrar marraquetas duras con manjar, tejidos a croché a medio hacer (a pesar de sus protestas, ella seguía fabricándole gorros y bufandas), bigotes de crustáceos, medusas disueltas en vasos de Coca-Cola, conchitas deformes con colillas de cigarro apagadas, y sobres, muchos sobres, de todos los tamaños, colores y texturas, usados o por usar.
     Se quedó mirando el puzzle: salvo por el cielo y el mar, el paisaje estaba casi completo. La abuela tenía razón: a nadie le divertía rellenar una masa azul uniforme. Buscó la orilla de una ola faltante, y tras encontrarla y dar con el espacio, pensó (y le dio vergüenza pensar algo así) que al colocarla en su lugar estaba estropeando la perfección de un trabajo inconcluso, y volvió a dejarla en la caja. De pronto notó que, debido a la humedad o a alguna pieza mal calzada, la esquina superior izquierda del paisaje se levantaba. Posó la palma de la mano sobre un par de nubes y, sin dudarlo, las deshizo. Un sobre. Había un sobre. El nombre de su abuela, Esther Beaucheff Montt, aparecía tachado y reemplazado por el suyo. Le dio vuelta. El remitente omitía sus datos personales y en su lugar decía, subrayado dos veces con lápiz azul: Lee cada palabra que escribo por encima de mi hombro derecho. Reconoció la caligrafía de señorita educada en colegio de monjas de su mamá. El timbre de envío databa de once días atrás, pero la carta estaba sellada, los bordes perfectamente pegados entre sí.
     Podía imaginar a su abuela guardando a propósito la carta debajo del puzzle, a la espera de ese gran momento de lectura que siempre le destinaba al correo de su hija, rito que generalmente consistía en sentarse en su sillón verde al lado de la ventana, apoyar una taza de agüita de papaya ya tibia sobre una de sus gordas rodillas, y comprobar que nadie, absolutamente nadie, la vigilara.
     Esta vez, por un motivo incomprensible, no sólo no había leído la carta. Además había cambiado su destinatario.
    
Caminó por la Costanera en dirección al faro. El Casino estaba abandonando su antiguo aspecto Pacífico nublado por una versión más Miami tropical, con palmeras trasplantadas en la entrada y retoques de doré en sus ventanales. El paseo costero, antes desierto, marcado a un lado por la gris y larga playa y al otro por quioscos de pesqueros artesanales y terrenos baldíos, ahora era una maqueta de condominios vacacionales, promesas de resto-bares, gimnasios móviles y banderines rojos de la revolución telefónica móvil recién llegada al país.
     Siguió caminando. Su abuela jamás le hablaba de los cambios en el litoral. Sólo se limitaba a ponerlo al día acerca de las cosas que seguían igual. Muchas veces se había preguntado si ese don especial que tenía para ignorar las agresiones del mundo no sería otra cosa que un remedio de autoconservación personal. Era cosa de verla. Durante cincuenta años había llevado la misma trenza blanca sobre la cabeza; lavado a mano su escasa ropa; cedido a un continuo y fiel antojo por los brazos de reina; rechazado, siempre con una sonrisa, la visita de autoridades locales que querían tomar el té con «una de las últimas damas de La Serena». Si le dolía la rodilla izquierda, se alegraba de que la derecha le funcionara bien. Si el día estaba nublado, vaticinaba futuras semanas con cielo despejado. Si no llegaban cartas desde Francia, significaba que pronto recibirían buenas noticias. En tardes frías —y aburridas— como ésas, cuando juntos ya habían ido y regresado en bicicleta al único supermercado de La Serena o inspeccionado el estado del jardín de la clausurada cabina de González Videla y Mitti Marckmann, su abuela se sacaba zapatos y medias y buscaba machas a la orilla de la playa. Nunca encontraba lo que quería, pero suplía sus pequeños fracasos reemplazándolos con insignificantes victorias, ya fuera la memorización de un poema o mantenerse erguida por más de sesenta segundos sobre su cabeza.
     A su lado, era fácil sentirse feliz sin motivo.
    
  Se sentó en un banquito. En medio de las grúas y la neblina, el faro apenas se hacía visible.
     Miró el sobre con cierta sospecha. Con el paso del tiempo, la mayoría de las cartas de su mamá se reducían a postales en cuyos reversos escribía alguna frase afectuosa y rimbombante de grandes caracteres o dibujaba nubes con ojos o arcoíris interplanetarios que habrían enorgullecido a una chica de Kindergarten. En otros días de esplendor adulto, molía restos de pain au chocolat en su interior, pidiéndole a la Chinda que lo agregara a la mesa del té. A veces pasaban hasta seis meses sin «recibir una miga» de parte de ella. En veinte años de carteo, su abuela, en cambio, sólo había dejado de escribirle una vez: cuando se rompió su mano derecha intentando atrapar a una iguana que, se decía, vivía en medio de las colas de zorro del jardín, pero que nadie jamás había visto.
     Le gustaba acompañarla a todas partes, menos al correo. Sentía que esos funcionarios que leían la revista Ercilla debajo del mesón dejaban que doña Esther se saltara la fila sólo porque «estaba a cargo de un pobre chico abandonado por su madre».
     Las cosas nunca sucedían en un orden gramatical. En el verano europeo del 79, su mamá olvidó ir a recogerlo a una escuela de verano en Rotterdam donde se habían reunido hijos de exiliados de toda Europa. El propósito de la reunión infantil era que los chicos, todos de entre siete y catorce años, perfeccionaran su español, interactuaran con sus compatriotas repartidos por Alemania del Este, Francia, la Unión Soviética, Italia, Hungría, y cantaran a coro la Internacional animados por las cuerdas en vivo de un violoncello de cámara a fin de reunir dinero para la resistencia. La mejor parte venía los domingos, cuando al fin jugaban libremente en modernas salas de juegos de plexiglás facilitadas por el gobierno holandés. Terminadas las vacaciones en la patria ficticia, él era el único que seguía lanzándose por un tubo azul de quince metros al son de un casete rayado de Charo Cofré. Madame Sara estaba inubicable. Pas de réponse à la maison. Sus amigos del partido no sabían nada de ella. La concierge menos. En el consulado era mejor ni asomarse a preguntar. Pero alguien debía hacerse cargo del niño. Su papá, ¿dónde estaba? ¿En la lista de detenidos desaparecidos? No. ¿Ejecutados políticos? Tampoco. ¿A quién, entonces debían llamar? Nadie le conocía parientes en Francia. En Chile al menos tenía abuelos.
    
 Recordaba ese vuelo de Air France como un cruce silencioso de catorce horas que bien podrían haber sido veintisiete o cuarenta y dos. La asistente social que lo acompañaba hojeaba una revista Marie Claire y de vez en cuando levantaba la vista para preguntarle si estaba contento de volver a su país. ¿Cómo podía alegrarse de regresar a un lugar en el cual nunca había estado? En lugar de resolver ésta y otras contradicciones con su acompañante, prefirió abrir más frasquitos de mermelada y buscar algún rastro del Atlántico por la ventanilla. Al amanecer vio asomarse una monumental cordillera, una pista de aterrizaje gris, y un furgón de militares dando vueltas en U.
     Su abuela —recién enviudada de don Armando Pastene, fulminado por un ataque al corazón al salir de su imprenta— se veía más jovial que en las fotos, y ¡sabía francés! Vivía en el norte, al borde del mar, en un lugar que tardó meses en aprender a pronunciar (la maldita ñ). Lo que empezó como unas breves vacaciones au Chili se convirtió en una estadía pseudovacacional, y así hasta que su viaje ya no tenía un nombre y su mamá era sólo una voz al otro lado del océano.
     Con su abuela Esther se divertía una enormidad. Salían juntos a recoger moluscos y crustáceos a la playa. Le permitía desordenar el living sin jamás defender el orden artificial de sus sofás. En la mitad de la noche, cuando él tenía pesadillas, lo dejaba meterse a su cama, abrazarla y tocarle su trenza blanca, como si fuera el pelaje de un animal independiente de su cuerpo.
     En la casa, donde cada verano circulaban tíos y primos que jamás había visto, rara vez se hablaba de Sara. O se hacía hasta el año 69, cuando era una sobresaliente colorina de la burguesía serenense, estudiante de sociología, coronada por votación popular Miss Peñuelas. Todo lo que venía después, su militancia en el mir, el golpe de Estado, el exilio, la depresión y «su vida errante» en París, era el susurro de conversaciones que ocurrían detrás de alguna puerta siempre cerrada.
     Mamá estaba enferma. Mamá bebía alcohol en lugar de tomarse sus pastillas. Mamá no podía hacerse responsable de él. Ni de ella. No por ahora.
    
Terminó de leer la carta. Dobló las hojas en dos y luego las guardó en el sobre. Cerró los ojos, intentando irse a negro hasta que el graznido de una gaviota lo devolvió a las formas oficiales de la existencia. El mar reventaba sin ruido, al frente, cubriendo la playa de una malla de huiros.
     Respiró profundamente, como si un poco de aire marino pudiera reescribir aquellos pasajes de la carta que su mamá había tachado. A medida que iba completando esos huecos, un líquido tibio le cruzó la mejilla. Antes de convertirse en la postal de un solitario chico que llora en pleno invierno en una playa, se paró del banquito y avanzó hacia la orilla. No sabía bien adónde iba, pero no le pareció mala idea perseguir las huellas de unas pulgas de mar. Dejó que la espuma le mojara la punta de sus zapatos. Luego los tobillos. Y finalmente las rodillas. Se giró, dándole la espalda al mar, y volvió a mirar el nuevo casino.
     Entonces se acordó de algo.
    
 Venían de jugar al tragamonedas. No era un casino propiamente tal, sino una de esas salas de «juegos de azar» para adultos ubicadas cerca de las estaciones de trenes europeas, a las que da miedo entrar. Para sorpresa de los jubilados presentes, casi todos fumadores crónicos con aliento a pastís y caspa en la chaqueta, la pareja que conformaban una mujer pelirroja con un ojo semicaído y su hijo preadolescente había hecho retumbar los tréboles de la suerte. Con los más de seiscientos francos ganados, él y su mamá se precipitaron a un bazar céntrico llamado Madame et Mademoiselle. Compraron una peluca (morena) para ella y un aparato llamado walkman para él. Con el dinero restante almorzaron en un popular bistrot. Él, audífonos en los oídos, un plato de entrecôte y papas fritas; ella, peluca de Cleopatra en su lugar, una contundente sopa de cebolla con gruyère derretido adentro. De pronto Sara corrió a un lado el vaso de Coca-Cola que él tomaba y se lo cambió por su copa de vino.
     —¿Qué haces? —reaccionó él. Últimamente odiaba su timbre de voz cuando se alteraba por algo.
     —Feliz cumpleaños.
     —Fue hace dos meses, mamá —intentó quitarle los agudos a sus cuerdas vocales.
     —Estabas en Chile, no cuenta…
     —Si es por eso, tendríamos que hacer como mil brindis.
     —No, cinco —exclamó Sara, abriendo la palma de la mano.
     ¿Hacía tanto que no se veían? Se quedaron en silencio unos segundos. Enterró una de sus papas fritas en la sopa de cebolla.
     —Para los trece te llamé pero estabas pololeando con una niña Amenábar. Para los doce… para los nueve me contaste que tu abuela te había preparado un queque con forma de estrella de mar, ¿te acuerdas? —dijo ella, anillándose los dedos de la mano con pedazos de baguette.
     —No me acuerdo de nada.
     —Cuando mientes te delatas solo. Mueves el pie, igual que yo —le sacó en cara ella.
     —¿Y a los ocho qué hice?
     —Acá, en Francia.
     —¿Contigo?
     —Conmigo —sonrió.
     —¿Y a los siete?
     —Lo mismo.
     El vino hizo que se pusiera a bostezar sin motivo.
     —¿Y cuándo nací dónde estaba?
     —¿Qué pregunta es esa? Hospital Salpêtrière. C’est un garçon, me anunció el doctor, un magrebí con una gran sonrisa. Yo no entendí por qué sonreía tanto. Quiero decir, si hubieras sido una fille era lo mismo para mí. Hasta te tenía un nombre: Regina.
     Él dejó caer la papa frita, acercó su mano a la de ella, simulando sacarle un anillo de pan. Al sentir su tacto, ella la corrió a un lado. Desde que era niño, abrazos y besos terminaban siempre en algún roce brusco e incómodo. Su abuela y su constante proximidad física le habían hecho olvidar ciertas cosas.
     —¿Y mi papá? —dijo.
     Al no recibir ninguna respuesta, subió lentamente el volumen del walkman hasta que ya no pudo escuchar nada más.
    
  El joven cura de lentes, Flavia, el inútil Leopoldo y un matrimonio recién llegado comían tostadas con palta y bebían té en el living.
     Aprovechó ese paréntesis social para alejarse del ventanal y entrar por la puerta de la cocina. Al verlo mojado, la Chinda dejó enterrados los dedos en la masa:
     —Dios mío, Pablito. ¿Viene de un naufragio?
     El agua no paraba de correrle de la cabeza a los pies. En pocos segundos el piso estaba mojado.
     —Fui a nadar.
     —¿En pleno invierno?
     Sacó una empanada de queso con machas de una bandeja y le dio una mordida.
     —¿Ya la llevaron a la iglesia?
     —Todavía no. ¿No la ha visto?
     —No… —dio otro mordisco—. Mejor que don Plebeyo.
     —Lo cerraron.
     —¿Qué cosa? –por un segundo pensó que se refería al cajón.
     —El local de don Silvio. Van a abrir un minimarket. Antes de que se me olvide, la señorita Sara llamó de París por segunda vez. Dejó un número para que se comunique con ella.
     Tomó el papel y salió de la cocina, arrugándolo.
     Avanzó en puntillas por el pasillo. El aroma floral de la muerte se mezclaba ahora con el calor de la chimenea que alguien había recién encendido. Oyó voces. Fragmentos de conversaciones que hablaban de abrir una biblioteca municipal con el nombre de su abuela. Se detuvo frente a la habitación. Luego de comprobar que no había nadie, entró. Un par de velas puestas en cada velador alumbraban su cara de huesos firmes y pocas arrugas. Nadie hubiera creído que estaba muerta si no le hubieran amarrado la cabeza con un pañuelo, seguramente para que la mandíbula no se le desencajara. Su camisa de dormir, excesivamente blanca, envolvía un cuerpo delgado y plácidamente dormido. Se sentó en un piso de madera, a sus pies, y tomó una de sus manos. Quizás porque empezaba a tiritar de frío, descubrió en ella cierta tibieza.
     Luego de permanecer unos minutos con las manos entrelazadas, sacó el sobre del bolsillo de su bolso, los dedos tiesos por el frío. Se secó la cara con la esquina de una sábana y leyó, intentando que sus dientes no castañearan:
    
    
París, 14 agosto 1991
    
Mamá:
    
¿Es cierto lo que me cuenta en su última carta, que transpira de noche y le duelen las rodillas al caminar? ¿Por qué no se queda en cama leyendo sus libros y se olvida de sus paseos en bicicleta al correo? ¡Tiene ochenta y seis años, por Dios santo! No quiero que por mi culpa usted quede inválida. Ya bastantes problemas y sobreexigencias de todo tipo le he causado en mi vida… Por favor, deje de escribirme. No lo haga por mí, sino por usted y por sus rodillas. Ya no hay nada nuevo que usted y yo podamos decirnos. No al menos por escrito. En su última carta le dedicaba apenas dos párrafos a Pablito y otros seis a lo mismo de siempre. Se lo repito por milquinienteava vez en dieciocho años: no sé si vaya a Chile este verano ni el próximo. No crea usted que no intento darle la pelea a «mis fobias». Hay días en que hago la maleta y me siento lista para volver, pero una vez que estoy arriba del avión sólo veo preguntas esperándome detrás de la cordillera y vuelvo a guardar toda la ropa. No me refiero a esas otras preguntas que usted insiste que conteste para esa Comisión (¿de Verdad, se llama?) ni a las de los pocos amigos que me quedan allá, muchos de los cuales se cambiarían de vereda al cruzarse conmigo. Hablo de esa otra pregunta que Pablito nunca dejará de hacerme (y con justa razón). Mi papá alguna vez me dijo que lo único malo de que los hijos dejaran de ser niños era que empezaban a hablar con puntos interrogativos. ¡Qué verdad! ¿Se acuerda cuando le preguntaba al papá cuánto le pagaba a la gente de la imprenta y él se enojaba? A veces echo de menos a ese viejo cascarrabias.
     Si le sirve de consuelo, le tengo una buena noticia: estoy harta de Francia. No creo que viva el resto de mi vida aquí. Supongo que llega un minuto en la vida en que uno no aguanta abrir un paraguas más ni decir «pardon» por bostezar. Sé lo que viene ahora y se lo adelanto: ¿a dónde me voy a ir, qué voy hacer de mi vida? Mamá, lo más probable es que espere que pase el invierno encerrada en mi departamento y en mi próxima carta le hable de lo maravillosa que está la primavera.
     Me pregunta por mis nuevas pastillas. ¿Qué quiere que le diga? Francamente creo que funcionan, si no no estaría escribiéndole tan largo. Incluso estoy pensando en volver a trabajar y recuperar mi puesto de bibliotecaria en la municipalidad del onzième. Mantenerme activa me ayuda a pensar menos y usted sabe que una de las condenas de esta ciudad es que invita a pensar demasiado.
     Antes que ocurra eso (ponerme a pensar mientras le escribo), le agradezco las últimas fotos que me mandó de Pablito. ¡Es tan mignon o derechamente beau, que me da vergüenza hasta pensar que es mi hijo! La última vez que lo vi tenía trece o catorce y pintaba para delgado desgarbado. Tiene razón en echarlo de menos, pero tarde o temprano tenía que partir a estudiar (lo de Zoología me ha sorprendido mucho, ¡estaba segura haberle oído Sociología!). Los animales siempre serán mejores que los seres humanos y es una bendición que no haya elegido una carrera peligrosa, ni milite en ningún partido político y que su héroes sea Jacques Cousteau y no el Subcomandante Marcos.
     Dígale por favor que intenté llamarlo para mi cumpleaños, pero nadie me contestó. ¿Por qué no le compra una grabadora? No me diga que en Chile no hay.
     No sabe cómo le agradezco su regalo. Creo que nunca le escribí de vuelta por eso. Sólo a usted se le podría haber ocurrido mandarme su trenza por courrier…(¡jamás imaginé que llegaría a cortársela!). La guardé en una cajita muy linda marroquí, que tengo en mi pieza. Cada vez que la miro me acuerdo de otra de sus frases favoritas: ¡Unos envejecen, otros apenas crecen! Yo, mamá, empecé a envejecer. El próximo año voy a cumplir cuarenta y un años y usted me sigue hablando como si fuera una niña perdida.
     Me alegro que todo siga igual allá. No puedo creer que se encontró con el Dr. Moreno en la iglesia. ¿Desde cuándo los radicales van a misa? ¿De verdad se acordaba de mi ojo? Dígale que está igualito a esa vez que lo revisó, pero que a la larga uno se acostumbra incluso a eso, a ver como por una persiana mal cerrada. Mándele saludos, pero por favor evite darle mi teléfono cuando viaje a París. Últimamente huyo de la compañía de otros chilenos.
     El único chileno con el que me interesaría estar dos mil días seguidos es Pablito. Pero no puedo pedirle a él lo mismo. N’est-ce pas?
     En una hoja separada, y escrita a máquina, le adjunto mi declaración para su famosa comisión. Haga con eso lo que quiera, pero no insista con lo de los tribunales.
    
[Borrador declaración]:
    
Estimada Comisión de ¿Verdad?:
    
Mi nombre es Sara Pastene Beaucheff. Nací en La Serena en 1950. Estudié Sociología en la Católica de Santiago. Durante la up realicé investigaciones en terreno sobre las organizaciones rurales en el contexto de la nueva Reforma Agraria. El día del golpe, me encontraba en Querquén, junto a otros estudiantes y profesionales pro mir, dirigiendo capacitaciones a campesinos y comunidades indígenas. Me tomaron presa. Tenía 23 años. Estuve 5 meses presa, primero en Tres Álamos y después en Dos Álamos o viceversa, ya no sé.
     o crea usted que no intento darle o crea usted que no intento darle De esos meses de encierro, recuerdo o crea usted que no intento darle o crea usted que no intento darle o crea usted que no intento darle o crea usted que no intento darle o crea usted que no intento darle En la mañana,No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. si me dolía No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos y los cantos que cantábamos fuerte con mis compañeras, cuando ya no podíamos dormir por el griterío.
     Salí en febrero del 74. Nunca entendí por qué me soltaron. Quizás creyeron que me iba a morir en ese paradero en Diez de Julio donde me dejaron. No sabía a dónde ir. A quién llamar de mis amigos. Conseguí unos escudos y me tomé un bus a La Serena, a la casa de mis padres.
     Al verme mi papá se encerró a trabajar en su imprenta. Yo pasaba todo el día tomando sol mientras mi mamá me tapaba las quemaduras de cigarrillos con su crema Lechuga.
     En mayo del 74 me fui exiliada a Francia. Desde entonces no he regresado.
    
     Atentamente,
    
     Sara Pastene
    
pd 1: Mamá, usted y su cremita me hacían reír demasiado. Con su ojo de lince siempre encontraba una nueva marca que yo no había visto. El primer día después de que me soltaron, estuve en el agua como cuarenta minutos o más. Usted no sabe que yo la vi, pero me espió cinco horas a escondidas desde el interior del Plebeyo, para asegurarse de que «no cometiera una locura» y dejara que una lancha me pasara por encima o algo peor que eso. Sólo cuando me vio caminar de vuelta a la casa con mis piernas intactas dejó de espiarme.
     No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. No crea usted que no intento darle la pelea a mis miedos. Me acuerdo de que ese verano me compraba bolsas y bolsas de cuchuflís para que engordara y yo me los comía feliz. Había bajado como quince kilos por culpa de esa agua de poroto que me dieron. También le echaba clara de huevos y aceite de granel a mi pobre pelo (con su ingenuidad habitual no podía creer que no me hubieran permitido lavármelo en ciento cuarenta y siete días). Y me regaló unos anteojos oscuros de marca que conservo hasta hoy día para taparme el ojo.
     Una tarde en la playa yo tomaba sol, usted leía, y vimos un hombre de bigotes, ¿se acuerda? Se acuclilló al lado nuestro y me preguntó si yo era Sara Pastene. De sólo oír mi nombre, me tapé la cara con la toalla y empecé a tener calambres. Entonces usted dijo con esa voz calma suya que me llamaba Regina Rodríguez. Sólo a usted se le podría haber ocurrido un mejor nombre. El tipo entonces dijo algo que jamás olvidé: «Es que se parece a una colorina bien bonita que fue Miss Peñuelas».
     No volví a ir a la playa. Preferí quedarme en el jardín con usted.
     En la noche todo empeoraba. Cada vez que la Chinda prendía o apagaba las luces de la casa, yo gritaba. Una tarde salí. Usted se enojó. Tenía miedo de que apareciera otro supuesto Dina de bigotes doctorado en mi biografía. Me acuerdo que me reí. Eso ya pasó, le expliqué, ya no me necesitan más, les dije todo lo que querían saber. Usted, porfiada, me siguió hasta el parque de juegos, no recuerdo el nombre pero puede que fuera algo tan absurdo como Divertilandia. Yo, una vez más, la vi sin que me viera, desde el tobogán. Me subí a un saco de papas y me lancé para abajo. Repetí lo mismo como tres veces, era tan rico. De vuelta a la casa, vomité sangre y a usted se le ocurrió tomarme hora con su amigo Moreno.
     A mí lo único que me importaba era que me levantara el párpado. Él no podía entender cómo se me había quemado el nervio ocular. Después de contarle la verdad (o parte de ésta), y revisarme entera, Moreno lloró. Lloraba más que cualquier persona que había escuchado llorar en esa época. Días después supimos lo de mi embarazo.
     A veces trato de encontrar una cara. Pero sólo escucho risas. Me llaman Miss Tres Álamos. Me sacan la ropa. Se ríen de mis pelos colorines. ¡Una verdadera marxista! Suben la música. Entonces prefiero pensar que esas canciones nunca sonaron. Que Pablito fue sólo mío y después suyo, mamá.
    
     pd 2: Hay algo que usted quizás olvidó: cuando yo ya tenía cinco meses de embarazo y fui a La Serena a despedirme antes de partir a Francia, usted me mostró una supuesta iguana que se escondía entre las colas de zorros. Estaba tan abrumada, mamá, que no me acuerdo si la vi o la imaginé. Por favor, no la deje escapar, hasta que vuelva.
    
     Un beso sincero,
     S.
    
     Guardó la carta. Miró en dirección al ventanal: el viento seguía moviendo las colas de zorro. ¿Viviría esa iguana todavía ahí?
     Se sacó la ropa mojada, tomó una ducha de agua tibia, y antes de ir al living a saludar al cura y a los demás, salió al jardín. Creyó escuchar los pasos del bicho en alguna parte.
     Luego el sonido del teléfono lo acalló todo. Alguien gritó su nombre desde el interior de la casa.
     Una vez más, era la señorita Sara llamando de París.

 

 

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