Luis Barragán: la casa como un templo / Jorge Esquinca

Una de las más entrañables analogías para describir el quehacer de un artista es aquella que emplea Paul Klee al compararlo con un árbol. Bien enraizado, alimentándose de una sustancia múltiple y turbia, el árbol levanta un tronco singular aunque semejante a los de su especie. Ese tallo habrá de ser el cauce de una trasmutación ascendente. Frondas y raíces, hermanas antípodas, difieren. Las primeras, en arrebato solar, se bifurcan y desplazan mecidas por el viento hacia la luz, ocupan el espacio y se diversifican en formas de difícil pronóstico. Las segundas siguen los rumbos de una aventura subterránea, íntima; lejos del aire y la luz, absorben una porción del limo nutricio que permitirá al árbol el despliegue de su ramaje visible. Nada tienen que ver —en su constitución, en sus matices y texturas, en sus afanes claros o secretos— frondas y raíces. Y, sin embargo, conforman un mismo, sólido milagro. Cada gran artista, a su manera, prolonga este trabajo humilde y misterioso.
     La arquitectura a la vez contundente y diáfana de Luis Barragán nos recuerda, lejos de toda moraleja, esta metáfora. Heredero de una tradición que reconoce en la medida humana su desventura y su grandeza, Barragán trazó, en los espacios abiertos, los límites que hacen de estos espacios lugares habitables. En sus casas, en sus jardines, en sus recintos y sus fuentes gravita la palabra humanidad. Ante una vastedad de alternativas el hacedor se contenta con algunas que le son familiares, indispensables. Para poder afirmar, tendrá primero que sostenerse en una negación. No a la prolija apariencia, no a la vulgar ostentación. Luego de esta voluntaria renuncia su mirada habrá de reintegrar a la materia un fundamento religioso, un puente transitable entre lo que es de este mundo y señala hacia otro: el cráneo de cristal que reposa sobre un estante en su casa de Tacubaya, la cruz como eje simbólico, la muchedumbre secreta del jardín, el empleo de nobles maderas, la caída simple del agua, el juego de la luz y de la sombra que cambian con las horas, el depurado alfabeto del color, la bondad compacta de la piedra, la azotea amurallada que reclama a la mirada una celeste ascensión. La arquitectura de Luis Barragán es afirmación de la presencia que más allá de lo visible sostiene a los seres y a las cosas.
     Un libro reciente: La casa de Luis Barragán, un valor universal (Fundación Bancomer / Fundación de Arquitectura Tapatía / rm, 2011), además de su belleza formal e impecable factura, es un documento de primer orden para adentrarnos en la creación más personal del arquitecto jalisciense, su indudable obra maestra, su propia casa. Los autores: Alfonso Alfaro, Daniel Garza Usabiaga y Juan Palomar han traspuesto el umbral del sancta sanctorum —para decirlo con palabras de Alfaro— y el resultado es un libro donde habitan tres miradas, tres puntuales ensayos en los que se conjugan la pasión y el saber de cada uno. Elogio aparte merecen las espléndidas fotografías que ilustran el volumen, los apuntes y bocetos que reproduce, así como el valioso apéndice que contiene los planos de la casa. Complementa el libro un dvd que contiene el trabajo de Tufic Makhlouf, interesante, sin duda, pues se trata de un recorrido por los espacios de la interioridad de esta casa y de otros lugares del ideario barraganista.
     Escribe Juan Palomar: «Se dice de las obras maestras que son aquellas que enseñan la posibilidad, la hondura, la fértil trascendencia de un ejercicio artístico que con la gravitación de su presencia contribuye permanentemente a cambiar, a mejorar la vida». Cierto, en la obra toda de Luis Barragán y de manera ejemplar en su casa de Tacubaya, tradición y renovación dejan de ser discurso, gastada retórica, para convertirse en creación, voluntad del ser en armonía, contemplación. «Lo bello es lo que se puede contemplar», apunta Simone Weil, «una estatua, un cuadro que se pueden mirar durante horas», y añade: «los griegos miraban sus templos». En el nudo ciego de nuestro momento, que se caracteriza por la zozobra, la violencia y la incredulidad, cuando padecemos la pérdida del justo valor del heroísmo, el artista quisiera ser el hacedor de las obras que nos inviten a mirar de nuevo el mundo y ver en él un domus, nuestra casa mayor. Su propuesta no congregará multitudes, pues hay en él una dignidad elemental, una discreción espiritual, un llamado silencioso que se encamina al corazón del ser individual e irrepetible. Ante la confusión que predomina, ante una razón que se reconoce insuficiente, Luis Barragán delimitó un espacio donde las nupcias del misterio y la alegría pueden resultar mediadoras en la manifestación de lo sagrado. Nada más elocuente que esta encarnación de la casa como un templo. Es la vuelta de un sentir originario —tal como lo veía María Zambrano— que revela y sostiene, ante nuestras vidas que pasan, el alma de lo que permanece.

 

 

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