Mañana lluviosa / Melina Desiree Murillo González

Escuela Regional de Tequila / 2011 B

El sutil resplandor que se colaba por el ventanal le aportaba a la habitación un tono grisáceo. Las nubes ya alcanzaban a cubrir por completo la ciudad, pronto comenzaría a llover.
El frío aire invernal entró con violencia a través de la ventana abierta, meciendo a su paso algunos de los mechones oscuros que rodeaban el delicado rostro de ojos tristes de Leila.   Se levantó de la fría cama que diez años atrás compartiera con aquel hombre, para cerrar la ventana.
      Sentada en la silla del escritorio, junto a la ventana, veía por sobre los árboles del jardín las gotas de lluvia golpear el cristal. Aquella escena le era tan familiar que le dolía, le dolía recordar el cálido beso de despedida que él le había regalado en una horrible mañana como ésa.
Llamó a una de las empleadas para que atizara el fuego de la chimenea y después volvió a quedarse sola en el enorme salón, escuchando el golpeteo de la lluvia cayendo con más fuerza.
      La joven mujer jugueteó con el anillo que llevaba en su mano izquierda mientras sus ojos se anegaban. –Diez años son mucho, después de todo–,  dijo para sí misma al ver la joya, y silenciosamente dejó que las lágrimas contenidas por una década se derramaran por sus mejillas.
Aquel horroroso día gris ella le había pedido que no la dejara. Por toda respuesta, él le plantó un suave y prolongado beso en aquellos delicados labios juveniles, y comenzó a vestirse. Lo último que vio de él aquella mañana lluviosa fue la mirada misteriosa que había disfrutado a diario, sólo para ella, durante los últimos dos años. Aquella mirada siempre la había sobrecogido.
      Ella lo conocía desde siempre, el padre de Sebastián solía llevarlo en sus visitas al padre de Leila. Lo veía como un hermano mayor cuando pasaba las tardes con ella, y es que él le llevaba ocho años de edad.
      Cuando Sebastián se inscribió en el ejército tenía apenas quince años. Para cuando volvió, cinco años después, lucía vistosas condecoraciones en el hombro. Se había ganado a pulso el título de coronel y no sólo eso, el tierno “Basti” que ella recordaba había sido remplazado por un hombre sumamente apuesto. Leila contuvo la respiración al ver la profunda mirada masculina sobre ella nuevamente; casi al instante supo que estaba enamorada.
      Leila había esperado siempre a su lado con paciencia hasta convertirse en una hermosa mujer, y luego, cuando ella cumplió dieciséis años, él pidió su mano.
      Sólo llevaban dos años de matrimonio, los más felices de sus vidas, cuando él, como coronel que era, había sido llamado a dirigir su regimiento.
      Un nefasto día gris como ése, hacía diez dolorosos años, lo había visto partir por última vez, portando su pulcro uniforme militar.
      Recogiendo los largos pliegues de su falda se levantó y salió del cuarto. Caminó por el larguísimo pasillo hasta llegar a la habitación de su amado; lo encontró durmiendo plácidamente en su cama. Se sentó en el borde del colchón y acarició con delicadeza la mejilla sonrosada, para después depositar un beso en la frente del pequeño. Recogió con suavidad las delgadas hebras castañas del niño y observó sus hermosas facciones. –Eres tan parecido a él–, susurró al echarle una última mirada a las largas pestañas de su hijo.

 

 

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