Dendrología / Arturo Vallejo

Esta mujer estaba sentada en la banca de un parque tomando fotos a los árboles con su teléfono inteligente. Quería identificar todas las especies que habitaban en esa ciudad. Tenía una manzana en la mano, pero la tenía abandonada, así que la fruta estaba poniéndose de ese color café asqueroso con el que se había topado ya demasiadas veces.
      Es así.
      Esta mujer estaba en el proceso de dar una mordida cuando escuchó que un pájaro cantaba:
    

Mi madre me mató.
Mi padre me comió.
    

La mujer se levantó y se acercó al animal. El pájaro no salió volando, esto hay que decirlo, como hacen siempre las aves: un desarrollo evolutivo que ha permitido que los individuos menos curiosos sobrevivan y reproduzcan una y otra vez sus genes cobardes.
     Repite, le ordenó esta mujer, eso que acabas de cantar.
     El pájaro la miró un buen rato, hasta que por fin le contestó: Ok, pero sólo si me das algo a cambio.
     ¿Qué quieres?, preguntó la mujer, ¿a mi primer nacido?
     Eso qué, respondió el pájaro, mejor dame dinero.
     Bueno, contestó ella, y se puso a revisar sus bolsillos. Sacó un boleto del metro y se lo enseñó.
     A cambio de esto no te voy a cantar, explicó el pájaro, pero te puedo dar la sinopsis: Yo era un niñito normal, ni más ni menos travieso que los demás. A pesar de eso, vivía aterrado todo el tiempo. Mi madre me golpeaba, me empujaba, me amarraba. Cuando llegaba mi padre, ella me trataba muy bien y me hacía cariñitos, pero cuando se iba todo volvía a ser igual. Un día se enojó tanto conmigo que me sacó los ojos, luego me cortó la cabeza y para ocultar su crimen me la volvió a amarrar con un trapo.      Después me cortó en pedacitos y me guisó para que mi padre me comiera. Cuando él terminó de comer, mi madre hizo que mi hermana tomara mis huesos y los enterrara debajo de un enebro afuera de nuestra casa.
     Eso fue lo que dijo el pájaro.
     Eso no está bien, dijo la mujer, no se sabe que haya enebros en esta región. Señálame hacia dónde queda esa planta, pidió.
     Y se fue caminando hacia allá.
     Cuando llegó, vio que, en efecto, había un arbusto grandote afuera, y lo identificó como un Juniperus communis var. depressa. La tierra alrededor estaba removida.      Junto al garaje había bolsas de basura y en ellas encontró ropas de niño manchadas de sangre.
     Tocó el timbre y salió a recibirla una familia. Comprobó que, como había dicho el pájaro, había una niña con su papá y su mamá. La recibieron todos muy amables, muy unidos. Esta mujer se presentó. La invitaron a entrar y le pidieron que se quedara a cenar.
     Comieron carne y bebieron vino, café negro y licor para hacer la digestión. Todo delicioso, la conversación amena. El corazón de esta mujer dio un vuelco de felicidad. Sintió que el tiempo se detenía y la verdad es que así fue: se quedaron para siempre con las copas acercándose a la boca y una sonrisa detrás de ellas.
     El clima era templado, en esa parte del mundo no había nieve. Ni la iba a haber jamás.

 

 

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