Defensa soñada del Minotauro (Carolina Grau, de Carlos Fuentes) / Ignacio Padilla

CARLOS FUENTES ES UN HOMBRE DE AVASALLANTE DISCIPLINA. Tal rigor es menos un hábito que una actitud de vida, una vida que es ante todo escritura. Cuando se mezcla con su también abrumadora generosidad, la disciplina de Carlos Fuentes puede transformarse en vicio, y hasta en amenaza. Sea ejemplo: cuando nos invita a dialogar en público, solicita y casi exige que no se hable de él ni de su obra. Labor ardua, orden paradójica emitida por quien sabe que no puede ser obedecido. Compartir un espacio como éste con Carlos Fuentes, ni más ni menos, es ya una aventura: en casos como éste es preciso huir de él, darle la vuelta, ignorar su mandato y hacer lo imposible por hablar de él, aun a despecho suyo. Ésta no es la excepción a tan curioso rito. Advierto que, hoy más que nunca, pienso incumplir la petición de Carlos Fuentes, y anotaré con gusto titanista algunas de mis impresiones sobre su libro más reciente, Carolina Grau. Espero que él no lo tome a mal. No hay libro suyo que no sea importante y digno de entusiasmos y comentarios. Pero éste, añado, tiene un significado personal, casi íntimo. Éste es para mí uno de los más notables de la vasta obra fuentesiana. Digo más: Carolina Grau es más que un libro. Es a un tiempo laberinto y mapa del laberinto, el tesoro y el mapa del tesoro. En sus páginas habitan y se imbrican con nosotros y frente a nosotros tanto el Minotauro como Teseo, Ariadna y la propia Carolina Grau.

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Éste hará diez años que Carlos Fuentes me preguntó, así, de sopetón —como si semejante pregunta y semejante inquisidor no impusiesen como imponen—, qué parte de su obra me resultaba más estimulante y hacia dónde pensaba yo que podría encaminarse en aquel momento preciso de su abrumadora épica creativa. Mascullé entonces que siento una especial debilidad por sus cuentos, y que, con toda franqueza, los echaba de menos. Ese mismo año Carlos Fuentes nos regaló con un volumen de relatos monstruosamente exquisitos, Discreta compañía, una compilación que, en su enorme andamiaje literario, renovaba puentes con su «Muñeca reina» y su «Chac Mool», pero también con «Constancia» y «El prisionero de las lomas». Digno abanderado de un sector de la literatura universal donde el cuento es el secreto rey, Carlos Fuentes volvía por sus fueros a los territorios balizados por Juan Rulfo y Juan José Arreola, un terreno al que pertenece por derecho propio aunque lo visite raras veces. Lo hace, sin embargo, con una clara convicción: es ahí, en la cantera de sus cuentos, donde pica las piedras torales para el descomunal edificio de su obra narrativa. Arquitecto infatigable, Carlos Fuentes sabe que todos sus libros son sólo estancias de un gigantesco laberinto, donde nos apresa siempre para arrastrarnos hacia sus fauces de Minotauro del pensamiento, la imaginación y el lenguaje.
     Creo que aún está por hacerse una exégesis contundente de lo que considero uno de los binomios más ricos y garridos de la obra de Carlos Fuentes: el narrador como arquitecto, o lo que es casi lo mismo, la obra fuentesiana como laberinto palimpsesto. Carolina Grau está llamado a ser el centro de ese estudio pendiente.
     La palabra laberinto tiene un singular sinónimo: le llamamos dédalo en honor al hombre que creó el más célebre de los laberintos, orfebre del espacio contratado y luego defraudado por el rey Minos. Dédalo engendró al desobediente Ìcaro, y es por ende tío mítico de Prometeo y de Satanás. Decir dédalo es decir lo mismo creación que creatura, captor que cautivo, autor que lector, héroe que monstruo. Todas estas parejas, y muchas más, están encerradas en este libro paradójico donde el cautiverio es al parecer nuestra única posibilidad de liberación, sea nuestra prisión en el libro, sea en el cuerpo, sea en el desamor, sea en el tiempo. Si los lectores somos todos, bien que mal, cautivos voluntariosos en el laberinto de las letras —todos a la vez Edmundo Dantés y Dédalo cautivo en su propio monstruo de palabras—, esta obrita inmensa de Carlos Fuentes habrá de ser una ingeniosa vía para hallar la salida.

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Como cualquier clásico, Carlos Fuentes ha acudido en numerosas ocasiones a dos figuras de la literatura desde Ovidio hasta Borges: la figura del cautivo, alegoría y categoría de la condición humana que viene siempre aparejada a la idea de la prisión laberíntica del mundo, el cuerpo, el espíritu o la palabra. No hay literatura grande sin cautiverio: tenemos para siempre a Alicia en su espejo y a Casanova en las cárceles de Venecia, poseemos a Persiles en la cueva del bárbaro Corsicurvo y a Ulises en brazos de Circe, leemos Jean Valjean convertido en un prisionero sin nombre y a don Quijote en la carreta de bueyes, somos Teresa de Ávila en su castillo interior y los muchos encerrados de Edgar Allan Poe, padecemos con Emma Bovary cautiva en su matrimonio y con Raskólnikov cautivo en su remordimiento, morimos mil agonías con Mersault condenado a muerte. Todos ellos son cautivos grandes y nuestros, cautivos humanos cuya suerte se proyecta, se reinvierte y se revierte en el más célebre prisionero de todos los tiempos: Edmundo Dantés, cuyo renacimiento en cautiverio lo conducirá a ser el Conde de Montecristo, protagonista de ese gran relato de la venganza que Shakespeare había dejado pendiente.
     Carlos Fuentes, constructor también de puentes entre vida y literatura, ha entendido mejor que muchos o mejor que nadie en qué medida Edmundo Dantés importa como metáfora iniciática y alegoría vital de todos los hombres. En Carolina Grau eso está más presente que nunca, pero no es ésta la primera vez que la vemos. El cautiverio asedia lo mismo a Ixca Cienfuegos que a Rodrigo Pola, a las dos Helenas que al prisionero de Las Lomas o los encerrados de Aura. Creo, sin embargo, que este cautiverio plural de la obra fuentesiana estaba ya anunciado en otra obra mínima de arquitectura máxima, hermana de ésta. Me refiero a Cumpleaños. Cuatro décadas median entre aquella novela y esta colección de cuentos. No obstante, parecen una misma obra. Complejas, desmedidamente arquitectónicas, metafísicas y teológicas, Cumpleaños y Carolina Grau nos arrojan en una infinita casa de espejos donde lo que se multiplica no es sólo la persona narrada, sino el lector, el narrador y el mundo. Perdidos en un laberinto de tiempo y espacio —ese laberinto que sólo es perfecto si es en la ficción—, los cautivos de Carlos Fuentes están condenados a descubrir que la única forma posible de libertad se encuentra en la asunción del cautiverio y en la ilusión del amor. Carolina Grau es eso: Ariadna y el Minotauro reunidos para siempre, asediados y asediantes de cada uno de los hombres, mujeres y aun objetos que cuentan su prisión en estas narraciones, que son una y la misma.

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Este librito inmenso cayó en mis manos escaso tiempo después de haberme abismado, con tanto esfuerzo como placer, en Cumpleaños, otro de los grandes textos en el mapa fuentesiano, cuyo prólogo me costó sangre. Sorprende que entre este libro de relatos y aquella novela medien cuatro décadas y tan poco trecho literario. En Cumpleaños, Carlos Fuentes habría propuesto la novela como laberinto, y con Carolina Grau propone el libro de cuentos como laberinto. En este caso, se trata de un laberinto octogonal que rinde claro homenaje a Borges. En esta Biblioteca de Babel el monstruo cumple con su auténtica función etimológica: se muestra. Cautivo en su prisión de espejos, la persona narrativa se reinventa en los destellos que pueden emitir un cuerpo, una tumba, una fachada, una prisión, inclusive una cabeza olmeca. En todas estas prisiones Carlos Fuentes acota las contradicciones del encuentro sartreano: sí, nos dice, el infierno son los otros, pero también son el Paraíso. El amante y la amada, el maestro y el discípulo pueden en cualquier momento invertir papeles: el abate Faria puede no encontrar a Dantés digno de redención, el vivo ansía la muerte aunque teme que ni en la tumba pueden guardarse los secretos, Viernes puede al fin comerse a Robinson en un acto de amoroso canibalismo. Abandonados a la soledad en corredores donde alteran el rumor y el silencio, los cautivos sienten lo mismo felicidad y miedo de una compañía probable. El escritor se percibe como una intrusa presencia, mira a sus criaturas y se da cuenta de que las ha condenado a deambular en círculos por un laberinto de palabras.
     Cito a Carlos Fuentes: «¿Quién me mete en la cabeza la idea de un encierro? Si estoy encerrada, ¿qué es lo contrario del encierro? Me castigo a mí misma. Nada me autoriza a pensar estas cosas. ¿Por qué pienso así? ¿Por qué imagino “luz” si todo es oscuridad? ¿Por qué hablo de un “afuera” si todo está adentro? ¿Y qué me da derecho a hablar de un “adentro” si ésta es la única realidad que conozco? Ésta que habito». Habla, en este caso, un espíritu cautivo en piedra cautivo en un cuento cautivo en una compilación de relatos cautiva en la cabeza del lector. Arribajo, o fueradentro, en la casa de los espejos todo cautiverio es libertad, todo prisionero es Prometeo liberado y cautivo también en el Cáucaso, Ícaro al fin fuera del laberinto de su padre acercándose a su caída, Teseo asesinando la casa de Asterión y pensando que al hacerlo está allegándose un nuevo cautiverio: su cautiverio en el cuerpo y el amor de Ariadna, monstruo de muchas cabezas y belleza absoluta, Medusa y Afrodita, cautiverio que todos los hombres deseamos tanto como lo tememos, visión sublime y trampantojo de la belleza inalcanzable que vemos pintada en los muros del Castillo de If, castillo encerrado en el castillo, prisión de donde nunca en realidad podremos escapar, de la misma manera que el Conde de Montecristo nunca pudo liberarse de su memoria de la joven Mercedes, en cuyos brazos jamás podrá morir.

FIL Guadalajara, 2010

 

 

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