Adentro no se abre el silencio, de Nadia Escalante / Claudia Hernández de Valle-Arizpe

Los poemas de largo aliento sobre el cuerpo, sea en la enfermedad, en lo erótico, en la antesala de la muerte o en la experiencia mística y religiosa, de ser buenos, suelen ser deslumbrantes. Pienso en el Cantar de los cantares como punto de arranque, y luego en Muerte sin fin, de José Gorostiza, y en El ser que va a morir, de Coral Bracho, por citar dos poemas mexicanos emblemáticos, emparentados con Adentro no se abre el silencio, de Nadia Escalante. Se vinculan por su naturaleza, por su extensión, por la omnipresencia del agua. Si el cuerpo humano es setenta por ciento agua, ¿cómo evitar, o por qué evitar, su presencia reiterada y hasta obsesiva en un poema en el que el cuerpo es el poema mismo?

El poema de la autora yucateca es sobre una experiencia límite, y aunque puede admitir aproximaciones distintas en tanto discurso polisémico y ambiguo, parece quedarle claro al lector que esa experiencia es la de una cirugía. La atmósfera del hospital, la anestesia, el tránsito de la conciencia a la inconciencia, el miedo y las visiones que de todo ello emanan entre la realidad y el delirio, entre el sueño y la realidad, son tópicos que lo recorren.

¿Edema pulmonar? ¿Cirugía del corazón? ¿Cálculo renal? Más allá de buscar la precisión en los datos clínicos, importa que la autora logre recrear sensaciones. Entre avances y retrocesos, haciendo una analogía con el mar: su marea, su pleamar, lo que el cuerpo siente al ser intervenido constituye la gran imagen y la respiración de todo el poema. El cuerpo, en el quirófano, se vuelve sujeto y queda a expensas de otros. «No es posible decir lo inmóvil», escribe, pero más adelante advierte: «la simetría es nadadora inmóvil», y le confiere capacidad de enorme movimiento a ese cuerpo que poco antes ha caído «horizontal de un solo golpe». A partir de allí, anota Escalante que «el mar se filtra en el catéter, las algas se enmarañan en mis venas, se enredan los pequeños peces; mi brazo derecho se traga el océano…». Y retomo aquí la importancia del agua al subrayar que en el poema el cuerpo será vasto como el océano y que en su superficie y luego en su interior será vulnerado por los instrumentos de metal, iguales al pico de un albatros que en su vuelo en picada irá directamente al centro.

El verso «hablo de mí un lugar que no conozco» me conduce a relacionar el texto de Nadia con el poema Hospital británico, del argentino Héctor Viel Temperley. En él anota: «Voy hacia lo que menos conocí en mi vida / voy hacia mi cuerpo». El poema de Viel Temperley, también lleno de agua, también de hospital y de experiencia límite, pone el acento en la paradoja humana de desconocer lo que le es más suyo, aquello con lo que nace y muere.

En las páginas consagradas a la anestesia y al momento de la intervención hay un ritmo que se acelera a través de la enumeración y de la repetición de «más»; la palabra que suma, que amontona, que hace crecer, en este caso, el vértigo: «…aunque no sienta nada el dolor está ahí debajo de las olas en un tiempo más descenso parálisis que avanza por mi cuerpo absorbe se abre la piel se explora adentro se deja que el metal transcurra y se retarde y forme parte desarregle corte troce punce agriete el rojo más rojo más fuerte más negro más exacto más pungente más aquí más trémulo más ira más continuo más olvido más adentro más dolor más cálculo más nadie más minucia más cinco personas parecen tres quieren ser siete…».

Tras la obediencia, la contracción, el miedo y el vértigo como instancias del poema, el cuerpo se distiende. Leemos: «mi cuerpo se desanuda soy esta bolsa desatada», y más adelante: «es mi cuerpo que llama / desde arriba». Se da así una suerte de desprendimiento, orgánico y tal vez también espiritual, pero no necesariamente religioso, porque en este poema la palabra Dios no es enunciada, y la autora evita ceñirnos a los estrechos márgenes de una religión en particular. Como un canto, los versos finales de Adentro no se abre el silencio nosconvocan al «mar más interno»; a hundirnos donde «el agua vuelve al agua» y donde ella quiere que la sangre y el agua sean, por un momento, iguales.

«El mundo cobra conciencia del mundo», dice Edmond Jabès. El poema de Nadia Escalante podría describirse con una línea de gran semejanza: «El cuerpo cobra conciencia del cuerpo», columna vertebral de su poema de extraña geografía y de respiración profunda que insiste en recordarnos que, tras una experiencia límite, no hay regreso posible al mismo sitio.

 

 

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