¡Ya viene, ya viene! / Damián de Jesús Castillo Preciado

Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías

Al fin era sábado, la felicidad y las hormonas inundaban mis venas al grado de no importarme levantarme temprano para realizar las tareas domésticas de fin de semana. El desayuno fue cargado: tres huevos revueltos con chorizo, cuatro quesadillas y una coca helada, porque hoy necesitaría toda la energía posible, al fin había convencido a la Chely de ir a un motel. No había sido nada sencillo, el miedo y las tradiciones de mi vieja siempre se confabulaban para mandarme a mi cuarto a pasar un rato con mi mano; pero este día no, este día se me pondría maciza viendo unas chichis fuera del papel o el monitor.
     Como perro enjaulado esperé a que fuera hora de salir; bañado y hasta con bóxers limpios entré al cuarto de mi hermana a tomar unos condones que guardaba en su cajón; bajé a la sala y sin pelar a mi padre que bebía ya la cuarta chela de la tarde fui a la cocina a chingarme un taco que matara la poca hambre que tenía.
     –¿No vas a comer más? Por lo menos espera a que te dé un filetito –dijo mi jefa, sacada de onda por el perfume que me había puesto.
     –No, jefa, compraré algo en la calle porque se me esta haciendo tarde. –La verdad es que las ansias de estar entre las piernas de Chely me habían provocado náuseas después del desayuno.
     Sin más rollo, salí de la casa en chinga hacia la parada del camión, y en cuanto llegué estaba un 54, como si tuviera todo el día esperándome para llevarme al Cultural, al encuentro con mi mujer. Me trepé y no pasaron ni dos cuadras cuando el primer ambulante pidió chance de trabajar. No es nuevo eso de que suban músicos al camión, que toquen o canten una o dos piezas y que pidan “una cooperación”. Es más: por razones sentimentales, yo solía darles una moneda a los que tenían cara de hippies y tocaban a Sabina o Delgadillo. Pero el asunto comenzó a complicarse cuando recibí un mensaje de Chely, decía que no la querían dejar salir, que no sin que su hermano Carlitos la acompañara –pinche mocoso, nomas la caga, todo el rato está queriendo ir al baño y no me deja ni tocar a su carnala porque todo se lo cuenta a su jefe–. Le contesté que se pusiera las pilas y se librara del enano, que ya estaba bueno de ser niñeras. Al poco rato me envió otro mensaje diciendo que ya todo estaba arreglado, su hermana le haría el paro de cuidar al chiquillo mientras ella salía.
     Esperé veinte minutos en donde habíamos quedado, antes de que Chely apareciera. Quería reclamarle por llegar tarde, pero el enojo se me acabó cuando vi la falda pegadita que traía y la blusa negra que le levantaban sus chichis: lista para el ataque, la muy buenísima.
     –¿Cómo estas, preciosa? –le pregunté, sin dejar de barrerla.
     –Bien, Felipe, pero ya vámonos para que no nos vea algún conocido.
     –Tranquila, reina, ahorita estás conmigo –y no aguanté las ganas de tocar sus nalguitas para calmarla y sonrojarla un poco.
     Caminamos por la Calzada hasta media cuadra después de La Paz, ahí estaba el motel que todos mis compas presumían de haber visitado, famoso porque no pedían credencial para rentar un cuarto. Era el único de mi bolita que no se había tirado a su novia, y la carreta ya era insoportable. Cruzamos la calle para llegar al motel y unos güeyes le chiflaron a Chely; para no armarla de pedo, nomás me di la vuelta para verlos, con una sonrisa de oreja a oreja, y les grité “Yo me la voy a coger y ustedes no”. Chely solo re rió de mis “cochinadas”, como ella les dice. Cuando entramos al motel, estaba tipo flaco con la cara llena de espinillas atrás del mostrador y no dejó de mirarnos sino hasta que nos acercamos a pedirle un cuarto. Se empezó a cagar de la risa y le llamó a un señor que al parecer era su tío. El ruco nos dijo que sólo nos lo rentaba por dos horas y nos cobraba cien varos. Saqué la feria de la cartera y el viejo me la arrebató en chinga mientras nos empujaba por un pasillo para decirnos cuál era nuestro cuarto. El lugar estaba asqueroso, olía a miados y tenía una mesa llena de revistas Playboy, pero es lo mejor que se puede conseguir por cincuenta la hora y sin ife. Yo ya la tenía bien parada, y en cuanto se fue el señor, tiré a Chely a la cama y no tardé en dejarla en calzones. Para tener sólo quince años tenía unos pechos bien formados y me apretaban bien sabroso el pecho cuando la rejuntaba contra mí. Ella estaba nerviosa, temblaba como chihuahua de pies a cabeza y me retiró varias veces.      A la tercera le pregunté qué tenia, por qué tanto alboroto. Estaba asustada de que la dejara panzona, de niña su abuelita le decía que si se besaba desnuda con un hombre quedaría embarazada; pobre mensa, estaba tan buena como idiota. Le dije que no se preocupara, que traía condones. Los saqué de mi mochila para ponerme uno. Ya había practicado cómo ponérmelos, además tenía una semana jalándomela todos los días porque disque servía para aguantar más los mecos y tener la berenjena mas rato arriba. Ya tenía puesto el globito y Chely ya estaba toda encuerada, se veía tan chula con la cara roja como jitomate de vergüenza: un angelito nalgón recostado en la cama.
     Ya estábamos beso a beso cuando sentí muchas ganas de orinar junto con un torzón en la espalda. No, no podía ser eso, apenas teníamos cinco minutos besándonos y yo creía estar lo más tranquilo posible; pero no había duda, ya venia todo el relleno de mis bolas. Apreté los dientes y las nalgas lo más que pude, pero los mecos estaban aferrados a salir.
     –¿Qué tienes, qué tienes? ¿Te sientes bien? –me preguntó Chely con cara de sorpresa.
     –¡Ya viene, ya viene! –le dije con la voz quebrada mientras todo el semen salían sin control.
     Cuando por fin me calmé, ya no quise seguir, volteé para abajo y aún seguía parado, pero cada vez lo sentía más aguado. Miré a Chely y le grité que no fuera a andar de chismosa, que si les decía a mis amigos que me había vaciado tan rápido, yo le diría a sus jefes que andaba de zorra con varios cabrones. Nos vestimos y salimos corriendo del cuarto, y al llegar a la recepción, el tipo espinilludo nos siguió con la vista hasta la salida del motel. La llevé a tomar su camión y me regresé furioso a mi casa. Entré sin avisar a nadie y me encerré en mi cueva. Me acosté en mi cama pensando en cómo la había cagado y lo marica que me vi al no aguantar más, pero más que nada pensaba en la figura desnuda de Chely. De tanto recordar sus pezones paraditos, sentí cómo iniciaba el movimiento entre mis piernas. Encabronado, bajé mi pantalón, sólo para comprobar que la tenía bien parada.

*Cuento ganador del Primer Lugar en el II Concurso Literario Luvina Joven, 2012, categoría Luvinaria / cuento.

 

 

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