Night and the City: Las matemáticas del crimen / María Negroni

You’ve got it all, Harry Fabian,
But you are a dead man.

Jules Dassin filmó Night and the City en 1950. Pocas veces como en este film, cuyo solo título alcanza para soñar varias noches, la ciudad ha sido tanto un cuerpo, un personaje, un estado de ánimo, una textura para expresar algo temido y, a la vez, ansiado. Me refiero a esa ecuación de tiempo y espacio en la que queda expuesta, entre codicias, falsas lealtades y persecuciones de todo tipo, la corrupción latente en el modelo aséptico del «sueño americano».
Es esa puesta en abismo, que cancela de un golpe la triple coraza de eficiencia, control y felicidad puritana del modelo, la que otorga al film noir su capacidad de fascinar. Eso, y el arsenal fabuloso de sus imágenes que remedan los ritmos ladeados, expresionistas y prohibidos, de una pesadilla o un deseo. No hace falta mucho más. En esa verdadera confabulación de sombras todo se atrae y se rechaza, se imanta y se destruye como si fuera una partida de ajedrez fatal. A las violentas escaleras se superponen los letreros de neón; a los clubes saturados de humo y alcohol, las mujeres de pelo e ideas platinadas; a los sombreros de los ladronzuelos, los impecables impermeables de los detectives. El resultado es una cacería de lo indescifrable: tacos altos resonando sobre un asfalto mojado por la lluvia.
     Y, en ese decorado, por definición nocturno, un héroe irreparable, alguien inmaduro —pero no maligno— que quiere, tan sólo, ser «alguien», y por eso, construye una red de intrigas cada vez más complejas, y se pierde en ellas, descontento y confiado, terrible y maníaco, aferrado a la búsqueda inspirada de cosas que no existen: Harry Fabian, con su cara irresistible de asesino angelical y su inagotable fantasía delirante.
     Nadie podría haber desempeñado ese papel mejor que Richard Widmark. Su figura tensa, su mirada perdida, su risa procaz ante el tamaño de su infortunio, nos recuerdan que ciertas travesuras son costosas, ciertas huidas cíclicas, ciertas peleas imposibles de ganar.
     Harry Fabian transita por la noche como si interpretara a un mago atrapado en sus propios trucos. Alguien dice de él: «Harry es un artista que no tiene un arte». Quiere decir que Harry no es ingrato con su imaginación, pero su imaginación sí lo es con él: por algún motivo Harry no puede, no sabe, o acaso no quiere, dominarla. Por eso, desde la primera escena del film,que circularmente coincide con la última, Harry es ya un hombre muerto, es decir un creador fiel a su vacío, su universo interior, saturado de pulsiones veloces.
     No sólo su chica —que encarna Gene Tierney, la bella intérprete de Laura (1944)— conoce su vulnerabilidad. También la conocen Phil Nosseros, el dueño del cabaret The Silver Fox —para quien Harry «trabaja» consiguiendo «clientes»—, y Helen, su mujer, la madame que regentea a las muchachas. Y ambos ejercen ese conocimiento para usarlo, manipularlo, traicionarlo y eventualmente deshacerse de él como si fuera un desecho. (Habría que agregar aquí que también él, en su niñez violenta y afiebrada, es rebelde y traidor).
     Se trata, claro está, del viejo triángulo primero, en el cual la figura poderosa del padre, admirada y repudiada a la vez (Phil lo llama «dear boy»), no alcanza para distraer al hijo de la desventura y los desbordes de la madre, es decir de su frialdad incurable. En esa geometría que sólo la noche, a veces, consigue disimular, Harry construye su sed, con la paciencia de un loco; trabaja un abandono tan hueco que sus delirios de grandeza no alcanzan, salvo en contados momentos, a calmar.
     The Silver Fox, quiero decir, no sólo es un antro de alcohol, negocios y mujeres turbias. Es también el motor emocional y la razón última del fracaso de Harry. Allí, en un decorado que recuerda las escenas desoladas de Edward Hopper, Phil Nosseros, acechante como león herido, trama una venganza a dos puntas: contra Helen, a quien ya no logra comprar con visones (porque ella, ahora, le responde con asco), y contra Harry, de quien sospecha que puede engañarlo con Helen. Esa doble venganza se revelará eficaz, llevándolo, incluso, al suicidio.
     Helen, por su parte, es un prototipo extraño. Aunque está abierta a intercambiar favores sexuales, no es la típica femme fatale ni una de esas sirenas eróticas que, sin excepción en este tipo de films, inoculan desgracias al hombre que las frecuenta. Se limita, podría decirse, a hacer su propio juego —a conseguir su independencia de Phil, de Harry, de todo hombre— volviéndose, subrepticiamente, una recia versión femenina del recio protagonista del noir.
Por su parte, Harry cree tener entre manos el negocio del siglo. Ha conocido y se ha aliado con el Gran Gregorius, un viejo campeón de lucha libre —cuyo hijo, Kristo, controla la mafia del box en Londres. Gregorius y su hijo están enfrentados. Cada uno defiende un estilo de lucha que representa, también, una época y un sistema moral (o amoral) distinto. Harry tiene, por una vez, los flancos cubiertos, sólo necesita dinero para abrir su propio gimnasio. Phil y Helen lo financian, cada uno por su lado, con fines que, por supuesto, nada tienen que ver con él. ¿Necesito decir que, entre Harry y sus planes, se interpondrán mil obstáculos, mil double-crossings (fabulosa expresión del inglés para decir traiciones), que terminarán acorralándolo en un callejón sin salida?
     Como todos los antihéroes del film noir, Harry Fabian es a la vez un ser solitario y un huérfano hambriento de aprobación. No debe extrañar, por eso, que no tenga más familia que la urbe: esa serie de triángulos superpuestos, exacerbados, insólitos, que configuran la gran ciudad y hacen de ella un enorme cuerpo de macadán y asfalto, atravesado por puentes que sugieren (pero no prueban) la existencia de «otro» lado.
     Curiosamente, esa misma ciudad se cerrará sobre él como una ostra cuando alguien dictamine el fin del sueño eterno y ponga a su cabeza un precio millonario que todos (o casi todos) codiciarán, incluso los amigos del hampa, los alcahuetes, los contrabandistas, los falsos tullidos que salen a pedir limosna, los desesperados como él. Menuda ironía, si se toma en cuenta que se trata de imponer la perdición de alguien ya perdido, y que esa persecución fatal concederá a Harry, paradójicamente, su deseo de ser, por una vez, the Most Wanted Man.
     La misión que encara la cofradía de los marginados, sin embargo, no se tiñe de resonancias morales, como sucede en M (1933), el film de Fritz Lang que tantos puntos en común tiene con él. Tampoco coincide, a pesar de las escenas de huida y persecución en medio de ruinas y detritus urbanos, la ciudad de Harry Fabian con la de El tercer hombre (1949), de Carol Reed. Aquí, a diferencia de lo que ocurre en la Viena de posguerra, la ciudad se carga de una negatividad extrema, exhibiendo una herida existencial a secas, una jungla humana que ninguna música de cítara podría estilizar porque no se puede estilizar un calvario, ni volver glamuroso un muestrario de lo sencillamente miserable.
     «La noche es hoy, mañana», dice, al comienzo, el film. «La ciudad es Londres». Las presentaciones están hechas. Todo está listo ahora para dar comienzo a lo extraordinario: la narración de algo imposible que acabará iluminando la noche de las bajezas humanas, el fulgor desahuciado de los ideales modernos. Hagan sus apuestas, caballeros. Lo que se juega es el destino. Con un poco de suerte, en alguna esquina del Soho, en algún rincón sombrío del Embankment, en medio de las callejuelas asfixiantes del East End, tendrán la impresión de estar perdidos en uno de los círculos del Infierno dantesco.
Se recordará que Jules Dassin (1911-2008) filmó Night and the City cuando él mismo era, como Harry Fabian, a man on the run. Su afiliación al Partido Comunista (1937-1939) lo había llevado a engrosar, pese a su reconocida trayectoria —había filmado ya Brute Force (1947) y The Naked City (1949)—, la Lista Negra de directores de Hollywood, y el Comité de Actividades Antiamericanas, tristemente creado por el senador McCarthy, lo buscaba por «terrorista». Para hacer más penosa la situación: no faltaban las delaciones de colegas. (Los nombres de Elia Kazan o Edward Dmytrik tendrán para siempre esa mancha). Su exilio político duró más de catorce años, época en la que vivió sin papeles, lo cual no le impidió filmar en Europa algunos de sus films más célebres, entre ellos Rififí (1955).
     No es raro, desde esta perspectiva, que su ciudad se asemeje a una trampa, es decir, a un laberinto calcinado por el crimen, donde todos traicionan y son traicionados, y las persecuciones y la intolerancia pueden transformarse, en cualquier momento, en caza de brujas. Su alegato, en este sentido, es sobre todo advertencia: allí donde rige la explotación y el dinero determina los modos de las relaciones humanas, la corrupción (ese veneno que se filtra, siempre, de arriba abajo, y que todo lo infecta) termina saliendo reina. Si a esto se suman la gramática y el vocabulario visual de Dassin, con su preferencia por los ángulos torcidos, la velocidad de sus planos y contraplanos, y una composición capaz de exacerbar al máximo el temporal masoquista y la erótica de la perdición en que están sumidos los personajes, se entiende que el film sea considerado hoy un clásico ferviente.

Night and the City está libremente inspirada en la novela del escritor inglés Gerald Kersh (del mismo título, 1938), y termina con el cadáver de Harry Fabian flotando en el Támesis.

 

 

Comparte este texto: