Camaleón / Andrés Vargas Reynoso

Comencemos por el final, con la misma alevosía de quien comienza a fumarse una cajetilla nueva de cigarros a partir del último, o la ventaja de quien te cuenta una película y arranca en reversa, nada más por molestar.
     Todos aseguraban saber al dedillo dónde había ido a parar el licenciado Reynoso: «Se golpeó la cabeza y sufre de amnesia», «Se fue con la querida», «No, lo secuestraron los del otro partido», «O marcianos, dicen que te succionan con una manguera gigante», «Tuvo un accidente, debe de estar en la Cruz… (Roja)», «¡Pamplinas!, se hartó de la vida y se ahorcó, cht, con esa esposa suya, cualquiera lo haría…», «Cht, escapó, con esas deudas de juego, cualquiera lo haría», «Cht, tiene otra familia».
     La estancia de casa de la familia Reynoso estaba atiborrada de gente que iba y venía a la mesa de centro sirviendo café y pizcando bocadillos, formando grupos de personas; alguien contaba un chiste, otro más escanciaba licor en los cafés con una anforita: aquello era un velorio sin cuerpo. En un rincón, el comandante de policía le decía a la señora Reynoso, vuelta una Magdalena, que había que esperar a las doce de la noche para declarar a su marido oficialmente desaparecido. Algunos contaban los segundos para poder considerar a la mujer oficialmente viuda y, por ende, casadera. Alguien rezaba un rosario. Después de las doce todos se fueron. En la sala quedaron su esposa, sus dos hijas, su hijo, la sirvienta y ese silencio pesado y angustiante que se instala después de que la multitud se aparta. Tres días después todos, hasta los ausentes, lo dieron por muerto. Nunca nadie volvió a saber nada del licenciado Arnulfo Reynoso.
     Ése es el final, al que se llega, por desgracia, porque las personas han olvidado escuchar. Si aquella mañana alguno de sus hijos o su esposa, o la misma sirvienta, hubieran prestado atención a las palabras del licenciado, podrían haber evitado semejante vacío en sus estómagos. Porque cuando alguien muere está muerto, y listo, a rezar, a preparar los servicios y a volver a la vida poco a poco, asimilando el duelo que se instala como una rutina más, como las fiestas de fin de año. El muerto tiene identidad y estatus, pero el desaparecido no.
     Aquella familia pecaba de oídos sordos para todo, menos para los chismes. Cotillear en la sobremesa era algo que enervaba al ilustre catedrático y empresario Arnulfo Reynoso y Donostia. Por eso se levantaba de la mesa, se encerraba en su estudio a leer o a escuchar música, o a beber, o simplemente a restarle grados a esa realidad rutinaria que lo agobiaba. Por las mañanas a la escuela, a impartir su materia, donde conseguía un poco de reconocimiento; luego a la fábrica, a escuchar los chistes de sus obreros y las desgracias de la secretaria que tenía un hijo imposible y una madre tísica que la volvían loca; a impartir consejos, sintiéndose útil. Nunca negó un favor o un momento para escuchar a quien se lo pidiera. Arnulfo siempre sabía qué decir, porque sabía escuchar. Detalles, detalles.
     La mañana de su desaparición era una mañana de sábado. El licenciado Reynoso cultivó su rutina. Después del baño, de pasarse el peine y la gomina en el cabello, y de peinarse el bigote, dio los últimos toques a su traje de tres piezas para quedar inmaculado y bajar a desayunar. Clark Gable le sonreía desde la superficie del espejo. En el desayunador de la cocina, su familia picaba el último rumor como quien pica chiles y cebolla para una salsa. Dio los buenos días sin obtener respuesta, apuró un trago de café y extendió el diario del día como un biombo entre él y la realidad. Nadie prestó atención a su grosería. Estaba harto. Ensartó el último trozo de omelet en el tenedor y masticó con calma. Se puso de pie comprobando que no estuvieran arrugados los faldones del saco. Entonces vino la epifanía, el momento de gloria, el punto y seguido de ese pensamiento que le cayó encima como un pajarraco desorientado mientras leía la tira cómica. Esas cosas no se planean, llegan solas, como las buenas ideas. Detalles, detalles. Tuvo el último para comprobar que nadie lo escuchaba, quizás como advertencia, con el semáforo de sus ansias en amarillo. Esbozó una sonrisa que evocaba su futuro y legitimaba la ocurrencia.

Tras ponerse de pie carraspeó. Dijo: «Ahora vuelvo, no me dilato, voy a comprar cigarros», luego salió por la puerta sin obtener respuesta y sin mirar hacia atrás. El pecado de no escuchar. Todos en esa mesa y más allá sabían que el licenciado Arnulfo Reynoso no fumaba.

 

 

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