In memoriam Guillermo Fernández / Guillermo Fernández

El señor

Yo sólo camino hacia ti.

Tus manos conocen las aristas de mi sueño,
el mineral pensativo y siempre silencioso,
la lentitud del viaje con los ojos cerrados,
la certidumbre de una fábula olvidada.

Ningún sentimiento está lejano,
crece a la medida de los ojos,
precede a la presencia de las cosas
y funda un territorio en sombra
en el limbo final de todas las palabras.

Yo soy el niño más pequeño,
el polizón de la luz
en los jardines de tu casa.

El vecino sin nombre del mundo.

 

En algún tiempo sin memoria nos arrojaron al pozo de este día.
El agua ya no existe,
pero a veces la humedad presiente nuestros labios
y deja en ellos la tristeza de una casa en ruinas.
Nos abrieron los ojos a la altura del riesgo,
a la intemperie de la noche.
Ciegos al recuerdo de la noche.
Ciegos al recuerdo más próximo,
a lo que el tiempo fácilmente olvida.

Somos los extranjeros mendicantes,
los que sueñan para su corazón las cartas de franquicia,
los enemigos de la verdad nuestra.

Hemos pasado ya por todas las aduanas.
En todas saquearon nuestro tiempo,
estrellaron sus escudos a la altura de nuestro corazón,
pisotearon el tábano final de nuestra infancia,
nos leyeron día y noche las palabras de su gran libro de piedra
y sellaron con nombres de ciudades la maltrecha compasión.

No los lastimó nuestra inocencia.

Tú los miraste hacer, Señora.

Sabe de nuestro peso el polvo de tantos caminos recorridos,
siempre distantes;
hacedores de la isla engendrada en la pobreza,
los buscadores del pan de la mañana,
los trashumantes apedreados por los hechiceros.

Bebe en tus ojos mi melancolía
y resucita el algarrobo gigantesco
su sombra perfumada.

En lo alto, la luz chorreante entre la fronda oscura.
Bajo ese techo, Compañera, me entregaste los blasones,
la armadura de bronce en la soledad del canto
y las bayas amargas para todo aquel que saliera de nuestras tiendas
al amanecer.

Se ha extraviado la espiga de trigo en la que suena tu fe:
«Nada te faltará mientras la tengas contigo».

Pero ya no es el mismo camino del que hablamos esta noche
ni es tu mano la misma que a la luz de un quinqué
acarició largamente mis cabellos.
Has debido decirme tu nombre,
acomodarlo bajo mí oído como una almohada,
poner en mis manos un grano de anís
y con la llave que sólo Tú posees, abrir mi corazón,
para que yo te reconociera.

¡Debiste haberme dicho que íbamos soñando!

La promesa del mar nos resultó amarga.
Viviremos ahora para la nostalgia de todo aquello
que no hemos conocido.

Dime que alguna vez hubo para nosotros un reino lejano.
Que a la sombra de los fresnos reía nuestra niñez,
la creencia en un dios.

Una mano acariciando la colina en primavera,
aquel ángel guardián para cruzar los peligros de la noche
y coronar con guirnaldas nuestro desvalimiento.

Dinos que para la sed de los juegos acezantes bastó la sola nube,
el agua de un arroyo nervioso y sorpresivo
serenando la alegría del hirviente corazón.
Que en los atardeceres el hogar era el refugio
y frente al fuego las palabras Isabel, Estambul, Nueva Zelandia
iban tendiendo en el aire una red de hilos de oro.

¿Por qué no me preservaste allí, Señora?
¿Por qué no me pusiste cera en los oídos al sonar los cuernos
de caza,
por qué me dejaste partir?

Ya nadie tiene la culpa.
Y menos Tú la Dulce, Tú desamparada.
Vivimos en un mundo que no reconocemos.

Ahora más que nunca estréchate a mi costado.
Háblame de la prudencia de las cosas,
de esa silla que resplandece en el silencio,
de la cama que emerge como la espuma en altamar,
de la cisterna que ahondamos noche a noche
con una sola palabra en la mirada,
de la sangre que colma la promesa de la miserable eternidad.

 

La mano morena en el mantel blanco

Señora,
arrulla a tu pequeño,
aduérmelo en tus manos poderosas.
Del manto que cobija la Tierra
hay un pequeño pliegue para él,
una caricia de tu mano protectora.
Quiso vivir entre los hombres,
alertar en su sangre el poderío de la luz
en un mundo pálido y helado,
aligerar la carga del grave amor.
Lejos de ti,
a los primeros pasos aprendió
que los muertos bajo tierra
hablan de cosas menos tristes que nosotros;
que quien vive tan sólo para el sueño
se convierte en un sueño que camina.
Sobre su torpe corazón
la realidad vació los ácidos,
treinta y tres campanadas lo aturdieron,
descubrió que las cosas más cercanas
horizontan su ser tocadas por el odio
y por el grácil monstruo rubio.
Protege las escamas de su corazón,
que no las roce más ese viento reseco.
Llévalo a lo alto del Valle,
háblale de la abeja azul de la infancia,
de la mano morena en el mantel blanco,
del fruto acariciado en silencio,
del quinqué anunciador de tu llegada
como una aurora débil naciéndote en el pecho
—cuando tú lo sorprendías
tropezando a cada paso con la sombra,
invocando la protección entre su llanto
y tú lo consolabas:
«Nada temas, amor, es sólo el viento»
sabiendo que su barco zozobraba
en las hondas miradas de la noche.
Alfin es tuya la verdad de sus ojos.
Está cansado
y no desea vivir sino a la sombra de tu mirada.
Acúnalo en tu vientre,
dilúyelo en el orden de una hoja blanca,
en el légamo del primer pensamiento de los dioses.
En sus ojos se ahonda el color de otra mirada
oscura como una melancolía hermosa.

Se despeñó la flor de tres veranos.
La leyenda termina al volver tu niño a casa.
Que en tu regazo duerma
y encuentre al fin la paz.

 

Carta de Nonoalco

«Los muebles se han quedado más quietos que nunca.
Los miro fijamente y perforan sus sitios hasta desaparecer.
La miseria anda medrando en las sartenes vacías,
las cucarachas se han ido sin decirme adiós.
En fin, todas nuestras cosas andan atontadas,
cuchichean en los rincones,
escapan al tacto
y yo sé que no duermen,
que cuando apago las luces se amotinan tras la puerta
o se van a la ventana pensando no sé qué.
Cuando estoy a la mesa con las migas amargas
se ocultan a mis ojos,
cambian de sitio,
me maltratan,
me abandonan a la siempre recuperable soledad.
Qué pequeña resulta la casa sin tus pasos.
Todo te lo llevaste:
los planos del espacio,
las palabras atmósfera y oxígeno,
lo frutal de tu silencio despeñándose en la luz,
las cartografías del sueño y de la libertad.
Estoy clavado por tu silencio enorme,
por la tristeza que te guía como perro de ciego,
por tu fe despilfarrada en las criaturas de las fábulas,
por la mano acariciadora del espanto,
por mirar el desamparo cara a cara y saludarlo distraídamente,
por el aire difícil que tú confundes con un huerto de naranjos.
Si abro la puerta, la casa se inunda de una ira amarilla,
la envidia entra a calcinarme los huesos,
porque nunca he odiado como ahora,
porque sólo me faltan tus sollozos para ser feliz.
Tú sabes mi desgano de inclinar el rostro hacia las tumbas,
de caminar las semanas de las mutilaciones
como un viaje emprendido hacia ningún lugar,
hacia el cadáver remoto que tal vez me necesita;
del momento que se tiende a lo largo del lecho para ofrecerme
lo que la carne recuerda como un galope perdido.
Camino ausente de mis pasos.
Pregunto por mí en el alcohol del llanto
y no me respondo.
Las palabras nada saben,
asumen el dominio de un imperio soñado.
Vuelvo a la sospechosa paz de la casa,
al reino perdido de Nonoalco,
a respirar la sombra de una ráfaga inmóvil,
a pensar en las redes del último juego
de donde el hombre se levanta como la única bestia coronada.
Ya no sé si estoy vivo o estoy muerto.
Ven a decirme la última palabra».

 

Ninní
(l934-l940)

a Sergio Pitol

Siempre al atardecer giras la llave
que abre las rejas del cancel
y separa las hojas de la senda
para que llegue al mármol que te nutre
con sus racimos congelados.

Desde el fondo del valle nos invoca
la voz de la carreta rechinante
cantándole al inerme corazón.

¿Por qué tengo que oír todas las tardes
el horror que gotea en el silencio?

Ninní, Ninní, tú lo sabías:
me siguen embrujando los caminos,
las flores brunas de la carne
que acarician mis ojos con su bisturí;
el veneno que dormía en los labios de Ihú,
el que se alimentaba tan sólo de silencio;
las palabras que vienen a mi mesa
a iluminar el pan de la mañana.

Por buscarte, Ninní, he removido
los muladares de la noche,
he roído los huesos rechazados por los perros,
he malbaratado bienes del reino,
proyectos de reconstrucción.

Pero no he vuelto a hablar a solas.
Tú plantas los laureles en el sueño,
persuades a las aguas
para que sólo reflejen tu reflejo;
por ti alienta aún esa colina
en su primavera de tumbas y jardines.

Cuando yo vuelva
te hablaré de Isabel, Estambul, Nueva Zelandia,
de la isla que nos aguarda en el Atlántico
donde yacen sepultas nuestras alas.
Pero mucho tendré que caminar aún conmigo mismo,
perseguido por todos mis caminos moribundos,
escapar a las trampas tendidas a las corzas
en los calveros de la profanación;
fingir que dormiré cuando esas mismas flores
extiendan su corola en la penumbra emponzoñada.

Mientras tanto, los días pasarán
como caballos negros con crineras blancas.

 

Selección de Hernán Bravo Varela
(Poemas tomados de Arca. Poesía reunida, de Guillermo Fernández.

Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, Guadalajara, 2010).

 

 

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