Kafka y lo olvidado / Silvia Eugenia Castillero

El visitante de Praga no puede caminar esta ciudad como surgida de un cuento de hadas y no pensar —paradójicamente— en Kafka. Es una aparición dolorosa. La ciudad con su estructura medieval, su Puente de Carlos flanqueado por esculturas monumentales, sus torres, el río Moldava atravesándola. Y, hasta la cima, el Castillo.

Kafka nos duele porque sus novelas van hacia el desgaste, hacia la desmesura pero en sentido opuesto a la vida. Los personajes y sus posibilidades vitales se inclinan hacia un silencio por impotencia. No es sólo el escarabajo en el que termina Gregor Samsa, es una especie de pérdida del ímpetu generador de fuerzas y de paisajes naturales. La normalidad se desfigura, las opciones de vida como seres humanos se van terminando, se adelgaza la perspectiva. Las relaciones entre los personajes se empobrecen tanto que no existe ya el diálogo ni menos el candor o el amor. Los caminos están cerrados. En paisajes de asfalto, o de nieve que todo lo devora. O de incomunicación.
     Los personajes de Kafka se nos presentan como eso inacabado que siempre nos habita, la perenne insatisfacción que nos sofoca porque no vislumbramos los confines del infinito. Trascendencia que se percibe en nuestro trascurrir humano y que nos tatúa el alma. Y qué mejor viacrucis que los lugares donde se alojan los personajes de Kafka, qué mejor ese Castillo que nunca se ve y al cual K llega nunca, con el desasosiego de la ambigüedad, con el deseo —la esperanza— pero con la probabilidad cada día más negada, hasta el adelgazamiento de la vida, hasta la falta de sintaxis entre lo que ocurre y la propia conciencia.
     Giorgio Agamben habla de la relación con lo perdido en Kafka; la masa infinita de lo que se pierde irremediablemente, «este caos informe de lo olvidado, que nos acompaña como un golem silencioso» (Profanaciones). Lo inolvidable de esta fuerza de lo perdido posee tanta contundencia como lo inconsciente, y se torna el motor de la gesticulación sagrada que hay en ese fondo de ambigüedad de los personajes kafkianos, que los impacta como postrados ante el vacío: «Hablaba tristemente, como si hubiera conocido la maldad del mundo contra la que todo cuanto en sí mismo fracasa no tiene ya ningún sentido» (El Castillo).
     ¿Y qué otra cosa es el mal sino «un nombre para lo amenazador, allí donde (la conciencia) se cierra a la exigencia de sentido, en el caos, en la contingencia, en la entropía, en el devorar y ser devorado, en el vacío exterior, en el espacio cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la existencia»? (Rüdiger Safranski, El mal).  Según George Steiner, en la era de barbarie que vivimos desde Auschwitz, la esperanza es la única vía para habitar el mundo. Pero la esperanza tiene que ver con el advenimiento de algo divino. La redención del género humano. La esperanza de llegar al otro lado, a la orilla impenetrable: perforar el misterio: llegar al vacío.

Los personajes de Kafka esperan y, mientras, se sofocan en el mundo mediocre, a la sombra del Gran Mundo, del Castillo al que K nunca penetra. Ese mundo que es para Calasso el lugar donde acontece el acto de escribir, siempre en tensión para acceder a la develación de los misterios, al reconocimiento, a una especie de Tierra Prometida a la que —sin embargo— nunca se llega. Kafka infringe los límites del discurso humano, su conquista entonces es el silencio: el atisbo de lo que está fuera del lenguaje. Lenguaje inarticulado: «la inmediatez intraducible de la revelación» (Georges Steiner, Lenguaje y silencio).

 

 

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