Filatelia / Naief Yehya

Recibo una carta que me ha escrito un conocido. Un viejo amigo que no he visto desde la guerra me ha enviado unas líneas. Recibo miles de cartas semejantes todos los días. Trato de leer algunas, pero, en verdad, el simple hecho de tocarlas y verlas apiladas en mi escritorio me causa una sensación de agrado. En el sobre de mi amigo, escrito con una letra pulcra, con amplias curvas y graciosos remates, está mi nombre, y en la esquina superior derecha mi foto, como en todas las estampillas de todas las denominaciones, como en todos los sobres y envoltorios que se envían por correo desde el territorio nacional. No fue mi idea que mi cara se imprimiera en cientos de millones de papelitos de colores con precios diferentes, pero tengo que reconocer que es una estupenda manera de estar presente en todas partes, de ser visto constantemente con una expresión amable y generosa, no como el líder distante y ajeno, sino como un amigo. Pero no como un amigo con el que se beben cervezas y se dicen bromas de culo, sino uno respetable, un guía, un hermano mayor a quien se admira y se agradece. Sé muy bien que mi gesto severo y sereno, a veces de perfil y otras a tres cuartos, representa para la mayoría estabilidad, respeto, seriedad y progreso. Para otros tantos es una advertencia y una amenaza, una imagen que los intimida y amedrenta. Quién sabe cuántas conspiraciones no se habrán frustrado simplemente por esa imagen. ¿Cuántos criminales, traidores y terroristas no habrán perdido la convicción al recordarme con un simple atisbo en esa imagen diminuta que me proyecta como un gigante? Las estadísticas no mienten, la paz de la patria está estrechamente vinculada a mi mirada vigilante. Si otras naciones que viven en la pobreza, la anarquía y la herejía siguieran mi ejemplo, éste sería un mundo mejor.
     Mi estampa recorre todos los caminos, atraviesa los océanos y los cielos siempre alerta, cuidando no sólo el contenido de los paquetes que viajan de un rincón al otro del mundo, sino a aquellos que los envían, a los que los reciben, los que los transportan y los que se cruzan en su camino. Pero así como ese minúsculo retrato me produce un estado de alegría, también me causa cierto pesar cuando pienso en mi mortalidad y en lo vulnerable que quedará la nación cuando yo sea llamado al lado de Dios Nuestro Señor. He de conformarme con la certeza de que esos retratos seguirán circulando por años, décadas o siglos, recordando al mundo que mi espíritu es inmortal, mostrando a propios y extraños que sólo el respeto a las instituciones es la paz y la felicidad. Obligando a los libertinos y a los corruptos a aceptar el fracaso de su causa simplemente al mostrarles mi cara, por el resto de sus miserables vidas.
     En mis años al frente del gobierno he hecho mucho por la gente, los he rescatado más de una vez del comunismo, de la disolución y de sí mismos. A mis enemigos los he combatido, perseguido y derrotado en todos los frentes, desde las sierras y los bosques hasta las costas, los desiertos y las calles. A ésos los hemos exterminado sin piedad pero con dignidad, ya que a pesar de ser serpientes venenosas de dos cabezas, siervos de Belcebú que ni siquiera Dios puede redimir, lucharon como hombres. En cambio, las otras amenazas son más escurridizas, como las rameras que corrompen las mentes de los hombres con sus deseos sucios y sus abortos; los maricas que corrompen cuerpos y almas, los ateos que lastiman la fe y pervierten
a los niños, y los falsos artistas que pregonan el credo de la perdición con garabatos informes e inmundicias conceptuales. Lamentablemente, ni siquiera yo puedo penetrar en las más recónditas cloacas, mazmorras y cavernas para sacar a los cobardes y los pusilánimes de las sombras y castigarlos de manera ejemplar por afeminar a la sociedad y por dudar de la grandeza de Dios.
     Nunca he matado a nadie por placer, nunca he enviado a ejecutar a alguien que no lo mereciera, nunca ordené a nadie aplicar más fuerza de la estrictamente necesaria. Cuando se busca la verdad hace falta que corra sangre. Vale más cercenar una mano o amputar un pie que encerrar a
un canalla por décadas. Cierto que meter a un malviviente en un pozo durante cinco o diez años ha demostrado ser muy eficiente para corregir las deficiencias ideológicas, pero en eso soy anticuado, prefiero la convicción de las dagas y la implacable fortaleza del garrote. Para curar a los drogadictos, a los cosmopolitas, a los efebos de Abadón y a las meretrices de Belial es necesario cortar la vena por la que fluye la ponzoña que nutre su espíritu. No hay pactos internacionales ni tribunales que puedan proteger a esas alimañas, no hay más que arrasar sus hogares, prenderle fuego a sus sitios de reunión y rescatar a sus hijos pequeños entregándolos a familias decentes que los puedan corregir desde la raíz. Quien profesa doctrinas perversas, ya sea el macabro culto socialista o las fantasías sodomitas, renuncia a la legalidad y se vuelve la gangrena de los pueblos. Nada mejor que entregarlos a las organizaciones humanitarias en forma de pilas de huesos y cubetas de vísceras para que descubran lo que en realidad quiere decir la palabra humanidad.
No he leído la carta de mi viejo amigo de tiempos de la guerra, imagino que desea rememorar las batallas del pasado o agradecer mi generoso liderazgo. Mientras contemplo el sobre cerrado y mi pequeño retrato, joya filatélica y tesoro universal, pienso que es un poderoso símbolo de mi convicción de combatir la blasfemia, hoy y siempre, de erradicar la semilla de la disidencia y la podredumbre del alma. Me pregunto: ¿cómo puede algo aparentemente tan inofensivo tener un poder tan formidable? Y de inmediato me respondo: ¿qué pueden hacer los descastados, los sátrapas y las liendres del progresismo si no es estremecerse ante el inmenso poder de siete centímetros cuadrados de mi faz?

 

 

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