Una tarde melancólica / José Ángel Cuevas Sánchez

Judas, ya debes irte, tienes una tarea.
Jesucristo

No sé qué les ven los turistas a las fuentes, se paran junto a ellas y se toman fotos. La fuente escupe chorritos de agua; enfrente, a unos cincuenta metros de mí, hay seis policías sentados en una banca. Los uniformados son como los zopilotes, se reúnen en bandada cuando perciben el olor a carne podrida; uno de ellos se detiene en contraesquina de la banca donde estoy sentado bebiendo agua de guanábana. Está de espaldas.
     La fuente deja de orinar, ¡qué melancólica es cuando no puede reír!
     El policía se da la vuelta, mira de frente con sus lentes oscuros, pone un pie en la banca, parece que observa el horizonte, pero presiento que me observa a mí, o tal vez estoy paranoico. Miro de frente hacia la fuente y una joven solterona (sin duda, porque trae un perro con el que juega en el pasto como si fuera su hijo); usa lentes, trae una playera verde ceñida y unos jeans azules ajustados. Ríe.
     Me doy cuenta de que los estúpidos ríen de cualquier cosa.
     El policía se aleja y se pone en una de las esquinas del jardín. Volví a observar la fuente, seguía triste. No podía alimentar mi delirio con tanta melancolía. Los seis agentes seguían en la banca, platicaban. El policía se quitó las gafas oscuras y pareció más humano. Un niño y una niña jugaban en el pasto lanzando un osito de peluche al céfiro, ¡cómo quise volver a ser niño para divertirme con objetos insignificantes!
     La fuente volvió a escupir, a orinar, a reír; fue cuando supe que era el momento adecuado. El policía seguía en la esquina, daba información a unos turistas de piel lechosa. Me levanté de la banca, me hinqué en el pasto, puse la mochila ahí mismo, la abrí, rechinó o tal vez se lamentó. Saqué de la mochila un rifle AK-47, apunté a los policías: primero el del lado izquierdo, pensé. Observaba los chorritos de la fuente cuando disparé, sentí el gatillo tan terso como el clítoris de una mujerzuela; el sonido áspero desconcertó a los humanos que jugaban en el pasto o que leían o platicaban en las bancas.
     El que sigue.
     Disparé hasta que los seis policías murieron. La joven del perrito ya se había marchado. Cuando bajé el rifle, escuché varios sonidos ásperos, sentí cálida mi espalda, por mi boca salía un poco de sangre; el policía que informaba a los turistas se acercaba lentamente, él sabía que entre zopilotes nos olemos a grandes distancias, por eso me había observado a través de sus lentes oscuros desde que había llegado. Vi a cincuenta metros a los seis polis tirados en el empedrado. Mis ojos perdieron el brillo, luego llegó la oscuridad.
     Cuando caí en el pasto, la fuente no lloraba; al contrario, más bien reía, se carcajeaba. Creo que se burlaba de mí.

 

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