Somos necesarios / José Ángel Cuevas Sánchez

Pobre, pobre hombre.
Mira sus ojos. Mira da lástima, pues no sabe reír.
Hermann Hesse, El lobo estepario

Íbamos caminando por una calle empedrada como de esas que hay en los pueblos mágicos; Miguel y Francisco iban adelante, yo atrás de ellos. Llevaba una vara de unos cuatro metros, un borde lo traía sostenido en la parte superior de mi pierna derecha, el otro extremo danzaba en el viento. Por la calle venía Fanny, de cuerpo esbelto, trasero prominente, senos abultados; morena y simpática. Se topó con Miguel, le dio un beso en la mejilla, un abrazo, y seguramente le preguntó: ¿Cómo has estado, Miguel? Luego le dio un beso en la mejilla a Francisco, un abrazo, y seguramente le dijo: ¿Cómo has estado, Francisco? Luego les ofreció una sonrisa y siguió su camino. Estaba cerca de mí, vi sus ojos grandes y brillantes, me sonrió y se acercaba. Hice un esfuerzo, levanté la vara y le di con todas mis fuerzas en la cabeza. De su rostro desapareció la sonrisa, se llevó una mano a la cabeza y la frotó, me hizo un horrible gesto, no me dio un beso en la mejilla, no me dio un abrazo y no me dijo: ¿Cómo has estado? Más bien se fue por uno de los extremos de la calle y seguramente me dijo en silencio: “¡Hijo de puta! ¡Que te coma la tierra!”. Seguí mi camino, con la vara en lo alto, lista para usarla. Adelante iban Miguel y Francisco. En la acera estaban Natalia y su hermano. Él le dijo a Natalia que yo era el ser más despreciable del mundo, que nunca sonreía, que nunca reía. Natalia corrió y me alcanzó. Se puso a mi lado, vi su rostro angelical, rosado y lleno de ternura; me cogió del brazo, me dio una sonrisa y un beso en la mejilla, sentí su calor, luego me dijo:
     –¿Es cierto que no eres feliz? ¿Que nunca te han visto sonreír? ¿Que nunca has reído? ¿Que eres muy infeliz?
     Permanecí con la vara en lo alto, con ella no la usaría porque ella no era una cobarde sino una déspota. Le dije:
     –Nunca he sonreído, jamás he reído. Pero gracias a mi nefasta presencia en el mundo, tu hermano y la mayoría de los humanos son dichosos y orgullosos; nosotros somos necesarios en el rebaño para que ustedes se harten de miel.
     Natalia me detuvo, me quitó la vara y la arrojó a lo lejos. Me cogió de la cintura, observó mis ojos; su sonrisa desapareció, vi sus ojos tristes; me besó en la boca: sentí la humedad de sus labios y su dulce respiración.

 

 

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