En busca de la felicidad / José Ángel Cuevas Sánchez

Estaba sentado en un sillón individual, de piel, con un libro abierto. Leía sobre otro mundo donde existen buenas costumbres, donde no existe la maldad. Ella estaba en el tocador –alrededor del espejo había varios foquitos de colores–, se pintaba como si fuese una actriz. Se había puesto un vestido azul con lentejuelas brillantes, el corte le llegaba a los muslos haciendo lucir sus piernas. Se sentó en una silla frente al espejo. Tenía el pelo lacio y largo y dorado, cortado al estilo egipcio. Volteó varias veces a mirarme, yo seguí involucrado en ese mundo fantasioso. Se maquilló como nunca lo había hecho antes, se quitó muchos años de encima, parecía una joven de catorce años jugando al amor. Se colocó unas enormes pestañas, luego se puso delineador oscuro. Se levantó de la silla, se miró en el espejo, se dio una vuelta, se tocó la esbelta cintura; era de estatura mediana y de cuerpo delgado. Volvió a mirarme en el sillón con el libro abierto. Se sentó de nuevo.
     Las mujeres son crueles y a veces les llegan esporádicos signos de humildad. Puso la silla en dirección hacia mí, cogió una navaja de rasurar –brillaba en su mano–, levantó una pierna poniéndola sobre la otra, puso el filo de la navaja en la planta del pie, me miró con ojos tan fijos y penetrantes y enormes que sentí que explotaban. Seguí con el libro. Comenzó a cortar la piel, una fina línea de sangre cayó al piso deslizándose como una serpiente de ojos maliciosos. Siguió cortándose hasta la rodilla, luego pasó por la pierna y finalmente llegó hasta la región ilíaca. Hizo lo mismo con la otra pierna. Presentí que algo estaba mal, entonces volteé a donde ella estaba, seguía con su mirada penetrante.
     Se miraba tan hermosa con cuatro piernas, el vestido las lucía esplendorosas, se le miraba el vértice del calzoncillo. De sus ojos brotaban abundantes lágrimas, sin embargo no gemía.
      –¡Estás paranoica! ¿Por qué diablos lo hiciste? Le dije ruborizado.
      –Para que me pongas un poco de atención, y sobre todo para que no te aburras de mí –sus palabras eran las de una mujer tierna y sensible.
     Observé una vez más sus cuatro hermosas piernas, su vestido azul brillante de lentejuelas, su cintura impecable y su rostro afilado, bello. Me imaginé abriéndole las cuatro piernas, haciéndole a un lado el calzoncillo blanco, bajándome el pantalón e introduciéndole mi miembro; ella seguramente sonreiría, me diría dame un beso; ella sería muy feliz.

 

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