Daniel Sada: el hombre que deseó vivir 200 años / Juan Carlos Lozano Vallejo

Es un día de mayo de 2010, el termómetro se acerca a los 37 grados centígrados y Daniel Sadabebe café y se mantiene con saco y botas bien puestos. Mi primera impresión es que estoy a punto de enfrentarme con un hombre muy norteño, de carácter fuerte y voz tajante. Me estrecha la mano y me da una sonrisa, me sorprende su actitud más bien relajada y su voz suave.
Comenzamos a charlar y, entre tragos de café, Sada habla de los clásicos y los best-sellers, de su visión del panorama actual de las letras mexicanas y de premios literarios, de poesía y televisión, de la madurez y de su deseo de vivir 200 años.

¿Es necesario leer para escribir?
Claro, yo creo que es más importante leer que escribir. Yo puedo dejar de escribir en cualquier momento, pero dejar de leer, eso sí puede ser un golpe brutal contra mí. Escribir es un efecto de la lectura, hay que ser más lector, porque eso da el conocimiento. La realidad como es no me interesa, se me hace muy limitada. Si adaptarme es mi cometido en la vida, mejor me muero: yo necesito la música, las artes, para darle más amplitud a mi vida. Creo que la lectura es mucho más importante que la escritura en ese sentido, porque te da muchas más dimensiones, pero así como supeditarme a lo que me aporte el mundo tal como es, trabajar, consumir, me parece insuficiente: esa vida no me interesa, se me hace muy aburrida, hay que agregarle más cosas.

¿Qué papel tienen los clásicos en su trabajo?
Un papel preponderante; leo desde muy joven, como hasta los 25 años prácticamente había leído sólo a los clásicos, y no porque yo quisiera. Yo vivía en un pueblo donde no había bibliotecas, la única era privada, de una maestra de primaria, su biblioteca eran puros clásicos. No había una librería donde comprar libros. Entonces me formé con los clásicos por limitación geográfica, por mi entorno.

¿Qué tan necesario considera volver a estos textos para la formación de un escritor?
Siempre es importante, yo siento que en la literatura clásica está todo, lo demás es una repetición; en la literatura moderna, lo que sea es una repetición de lo que ya se ha dicho. André Gide decía que no hay nada nuevo salvo lo que se ha olvidado; también decía que, como la gente no tiene memoria, hay que volver a repetir todo.
Siempre es importante ir a la fuente, al principio de las cosas, cuando las cosas se descubrieron por primera vez, cuando no había calificativos porque las cosas se estaban descubriendo. Yo ahorita hablo de un barco gigante y ya sé lo que es, lo que transporta, pero cuando se hizo el primer barco grande, y fue descrito, pues yo quiero ver ese asombro, el de ver aquella mole por primera vez, o aquel avión, o aquel tren. Las primeras veces siempre son las que impactan más, y yo siempre quiero que lo que escribo sea visto como si lo vieran por primera vez.

¿Cómo ve el panorama de las letras en México?
Como siempre se ha visto, hay varios puntos de vista. Yo empecé a publicar en los setenta y no había mucha gente que escribía, no había muchas editoriales. Ahora hay una oferta increíble de lectura. Me acabo de enterar de que en el df, nada más sin salir del df, que es casi un país, hay 93 revistas literarias marginales, y hay como otras noventa editoriales; si yo hago ese cálculo quiere decir que detrás de cada revista hay por lo menos diez lectores, entonces eso crece increíblemente el número de lectores.
Por otro lado, ahora se publica muchísimo, hay muchas posibilidades de publicar de manera comercial o marginal, ya que se publica todo, bueno o malo. Las calidades se diluyen, lo que no pasaba hace algunos años. Yo puedo decir con toda certeza —tengo casi 40 años de leer literatura mexicana— que ésta es la peor época en la literatura mexicana.

¿En qué sentido?
No porque no haya gente de talento, sino porque hay tanto que se publica que uno no puede apreciar dónde está el talento. Uno lee libros y libros y libros y libros y libros, de repente ve algo de calidad, pero eso está diluido entre tanta gente que escribe. ¿Cuándo se va a dar a conocer verdaderamente un escritor de calidad? Yo creo que la literatura mexicana pasa por un momento de mucha efervescencia, pero también hay mucha gente. Resulta que la carrera de escritor ya es una carrera casi como cualquier otra: como arquitecto, ingeniero, etcétera. Se ha vuelto una imagen muy agradable socialmente, la de ser escritor, pero eso no tiene nada que ver con la literatura, eso es a nivel social, a nivel mediático.

¿Cómo ve el papel de las editoriales? ¿Qué tanto prestigio gana realmente un escritor con un premio de alguna editorial de renombre, como Anagrama o Alfaguara?
El primer efecto visible son los lectores. A partir del Premio Herralde gané muchísimos lectores. Los que no tenía a lo largo de mi vida, y a nivel internacional, porque me empezaron a traducir a otras lenguas: soy mucho más conocido porque el premio es internacional. Si yo ganara un premio de Tingüindín, Michoacán, no creo que tuviera ningún efecto. Pero los premios no necesariamente significan más calidad, sino más lectores: la buena literatura no se somete a reconocimientos. Yo puedo ser Premio Nobel y no tener lectores, y creo que lo mejor que le puede pasar a un escritor es tener lectores. Yo conozco escritores que tienen más de 20 o 25 premios y no tienen lectores: ¿para qué sirven, entonces? Y hay escritores que no tienen ningún premio y tienen muchos lectores.

¿Qué opina de los libros que van introduciendo a las personas a la literatura? Como Harry Potter o El Código Da Vinci, que no necesariamente se consideran buena literatura, pero sí abren camino.
Yo no creo en esas cosas. Desde luego ese fenómeno aparece porque hay demasiada oferta de literatura, entonces las editoriales dicen que toda la gente tiene que leer un solo libro, a ver cómo le hacemos para que la gente, en vez de que se pierda en el mundanal de libros, pues que lea sólo uno, y vamos a meterle toda la carne al asador. La publicidad que tuvo Harry Potter fue increíble:  «Es un libro que los niños recomiendan a los adultos». Pero los niños no estaban leyendo Harry Potter. Lo que hacen las editoriales es que toda la gente lea un solo libro, es la tirada; yo puedo meter un aparato de publicidad fantasmagórico y hacer que un libro, el que sea, no importa si es bueno o malo, sea leído. Por ejemplo, si yo le pongo a mi libro un cintillo que diga, además de «Premio Herralde», «50 mil ejemplares vendidos en un mes», eso ayuda a que haya más lectores, y si le pongo «¡Es un escándalo sexual!» ayuda a que se venda aún más. Creo que a nivel mediático funciona muy bien, pero a nivel de acto no tiene ninguna perspectiva. Libros como ésos, multitudinarios, tienen una vida muy corta; eso lo saben los editores, después de cierto tiempo ya nadie los lee. ¿Quién lee ahora, en este momento, El Código Da Vinci? Los best-sellers tienen una vida muy efímera: mejor hay que escribir long-sellers.

Se ha dicho que los grandes, como Dickens, estarían haciendo televisión. Enrique Serna lo ha hecho en México, y está el caso de Mandrake, una serie brasileña basada en historias de Rubem Fonseca. ¿Qué opina de la televisión más literaria?
Yo no sé, no puedo prever estas cosas, no sé hasta dónde llegará o el alcance que pueda tener una obra. De mis libros se han hecho dos películas y no porque yo lo quisiera: me lo propusieron, llegaron de una manera muy espontánea. Me dijeron: «Tu novela es muy visual, se puede ver, y queremos llevarla al cine». Ahora: si en este momento llegara un programa de televisión, pues adelante. Pero yo no puedo escribir para la televisión, mi cometido no es ése; si lo hiciera, tendría otro tipo de actitud de lenguaje, cambiaría mucho mi universo estético personal.

¿Qué tan importante es el lenguaje en su obra? ¿Cuando escribe aspira a que cualquiera pueda leer su obra, o sólo un grupo con cierto dominio del lenguaje?
En foros que se han llevado a cabo en universidades, coloquios, congresos,
se ha discutido si la novela
—específicamente la novela, no el cuento, ni la poesía— debe ser una obra de arte. Porque ahora el género ha sido muy manoseado: todo mundo escribe novelas: las actrices, los comediantes, los políticos… El género se ha vulgarizado demasiado, y lo que se discute es si lo que se quiere es hacer una obra de arte o alcanzar el mayor número de lectores posible. Creo que tampoco se pude prever a cuántos lectores puede llegar una obra. Yo escribo literatura y siento que mi lenguaje no es para toda la gente; hay que estar un poco equipado para leerme. Pero resulta que ahorita ya llevo 30 mil ejemplares vendidos de mi libro, y que ese número va a aumentar.

Escuché una vez que en la música la mejor obra es la primera del creador, porque tiene más que contar, porque tiene toda la vida que contar. ¿Qué opina de un escritor: necesita maduración, o también una primera obra puede ser su mejor obra?
Voy a usar esta frase: «Las grandes obras de la literatura se escriben en el caos». Yo no creo que el escritor tenga que ser maduro, así, con esa palabra subrayada y en mayúsculas. No sé en qué consiste la madurez en una autor, sobre todo en un artista. Pienso que las grandes obras de la literatura no son necesariamente maduras; uno va avanzando en su arte y va consolidando cosas: un lenguaje, un universo personal. En mi caso siempre sigo aprendiendo: no me considero un escritor maduro, porque en el momento en que considere que ya la hice, que ya no tengo nada que aprender, en ese momento estoy muerto. El arte es un continuo aprendizaje, así tenga uno cien años. Decía Gerardo Deniz —el poeta, tiene como 80 años— que le preguntaron cuántos años quería vivir. Él dijo que 200, y le contestaron: «Eso no es posible». Entonces respondió: «Pues ése es mi deseo». La siguiente pregunta fue: «¿Para qué quiere vivir tantos años?». «Pues para morir absolutamente confundido, porque todo lo que he vivido hasta ahorita me parece muy simplón». Entonces, como deseo, yo también quiero vivir unos 200 años. Y no sé si aun así sería maduro. Esto de la madurez me parece una idea un poco convencional: no se es totalmente maduro nunca, por más que uno reúna experiencia; siempre hay algo que falta, hay cosas en las que uno sigue siendo niño o joven; algunas otras sí están bien aprendidas, pero todavía pueden modificarse.

 

 

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