Sada en el cine / Hugo Hernández Valdivia

En Un roman français, libro en el que Frédéric Beigbeder regresa a sus años de infancia, el autor comparte lo que en alguna ocasión le comentó un tío suyo con relación a lo que es deseable encontrar en la literatura: «En una novela, la historia es un pretexto, un esbozo; lo importante es el hombre que se percibe detrás, la persona que nos habla. Hasta hoy no he encontrado una definición mejor de lo que aporta la literatura: una voz humana. Contar una historia no es el fin, los personajes ayudan a escuchar a otro…».
     Tal vez es un abuso de ingenuidad, tal vez es más un deseo de prolongar los placeres obtenidos en la lectura, pero este afán de escuchar la voz del autor literario se extiende a las películas inspiradas por sus obras. Éste es, sin duda, uno de los atractivos de cintas como El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1979), de Volker Schlöndorff, o Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick; El extranjero (Lo straniero, 1967), de Luchino Visconti, o Pantaleón y las visitadoras (2000), de Francisco J. Lombardi. No siempre es posible —pero siempre es deseable— que se haga escuchar la voz del cineasta y que, al menos, si la obra literaria en que se inspira es valiosa, el realizador nos entregue una película valiosa. Esto no sucede con las obras de Daniel Sada (como tampoco lo fue con Julio Cortázar, por ejemplo) que visitó Marcel Sisniega. Lamentablemente.
     Dos novelas de Sada sirvieron de inspiración a dos largometrajes de Sisniega: Una de dos y Luces artificiales. La primera está en el origen de la cinta homónima; la segunda, en el de El guapo (2007). En ambos casos el escritor se involucró en la redacción del guión. Pero mientras Una de dos (2002) es correcta y funciona bien, El guapo es una cinta fallida por donde se le vea. La suma, de cualquier forma, es pobre: mientras el sustento literario es de una solidez apreciable, las películas apenas consiguen algunos momentos valiosos.
     Una de dos sigue los pasos de las gemelas Gamal. Abandonadas desde su temprana infancia, Gloria (Erika de la Llave) y Constitución (Tiaré Scanda) crecieron compartiendo todo: comida y trabajo, angustias y ambiciones. Cuando Constitución se hace de un galán, su hermana lo toma de mala manera, por lo que deciden compartir al susodicho y se alternan en sus visitas. El asunto avanza con percances menores, hasta que hay una propuesta de matrimonio. La cinta gozó de una producción decente (en ella estuvo involucrada Videocine, filial para la producción y la distribución cinematográfica de Televisa), y se nota, principalmente en la puesta en escena: la cinefotografía es limpia y los escenarios en los que se filmó son verosímiles, similares a los que describe Sada y que uno puede encontrar apenas se aleja de las ciudades, con cielos transparentes, rancherías maltrechas y pueblos habitados por gente chismosa. No está de más comentar que el desempeño que Sisniega obtiene de sus protagonistas es correcto y se mueve en el registro que mejor le viene a la comedia costumbrista, con gesticulaciones que tienden a la exageración sólo en algunos momentos, un acento característico (norteño, ¿qué no?) y con algunos pasajes de humor físico.
     El guapo registra el cambio de fortuna de Ramiro (Carlos Corona), un hombre apocado cuya fealdad apena a su padre. Éste lo hereda en vida para que se vaya a la ciudad y se someta a una cirugía plástica. Esto genera la inquina de sus hermanos, que se sienten despojados. Ramiro va a la ciudad y ahí comienza a gozar de las mieles del dinero. Pero, una vez guapo, la fortuna se le voltea cuando es confundido con un famoso delincuente. En esta cinta la forma, que nunca se pone guapa, es un enemigo que resulta imbatible: la cinefotografía es plana y los colores son apagados. Además, hay escenas en las que no hay continuidad en la luz y en otras se tiende a la subexposición. El casting no es muy afortunado, y la guapura a la que a menudo aluden los diálogos —y la riqueza que se puede comprar con los chequesotes que firma Ramiro— pues no se ve. Las actuaciones caben más en un registro televisivo, con excesos que a la larga resultan indigestos. Los espacios resultan poco verosímiles, y se nota que el presupuesto no fue muy generoso. Y así no hay forma de reírse, pues se trata de una comedia: ésta ha de ser diáfana, pues la turbiedad no invita a la hilaridad.
     En ambas películas, y ahí creo que está parte de lo valioso, subsiste un elemento literario: el diálogo. Así, la primera juega con el lenguaje (el temor de las Gamal a sufrir una maldición que las «desparezca»: que elimine su parecido, pues) y propone diálogos en donde brilla el humor (la tía reclama a Gloria y Constitución porque no le responden sus cartas; ellas argumentan que no tienen «buena letra»; la tía dice que ella tampoco; Gloria contesta: «Pero a nosotras sí nos da vergüenza»). El discurso que el padre le da a Ramiro al inicio de El guapo es un prodigio: «Yo también soy feo, pero desde muy joven me hice capitalista […] En ti la fealdad es pura desgracia […] Y hasta el diablo tiene su guapura». El cirujano plástico no engaña a sus futuros pacientes. Así, recibe a Ramiro con: «Vino porque se sabe feo y porque realmente lo está». Pero las separa el guión, en el que, repito, participó Sada. Mientras Una de dos avanza apegándose con rigor al relato en tres actos, El guapo propone situaciones que no progresan, que han sido yuxtapuestas a semejanza de los programas televisivos de comedia, que proponen un sketch tras otro (y muy pocos resultan verdaderamente graciosos). En ambas la moraleja sabe a poco después de más de ochenta minutos.
     Las películas de Sisniega inspiradas en Sada no van más allá de la medianía, pues. Recordando lo que decía Beigbeder (y dejando de lado las historias, que parten de anécdotas que pueden resultar singulares, pero que tampoco van muy lejos), en las cintas no se siente la presencia de un autor, no se escucha una voz capaz de hacer patente una perspectiva sobre el mundo y sus miserias. Nomás no aparecen los prodigios que habitan las páginas de las novelas de Sada. En la traducción se pierde, así, algo fundamental: el punto de vista. En la página éste es construido con brillantez con palabras, palabras, palabras, como diría Hamlet, y crece párrafo tras párrafo, en un flujo barroco pero diáfano. El cine podría emular el ritmo, pero para eso se necesita un artesano mejor dotado que Sisniega.
     El ruso Andrei Tarkovski escribió: «Algunas obras [literarias] tienen tal unidad y están dotadas con imágenes literarias a tal grado precisas y originales, con personajes caracterizados con tan extraordinaria profundidad, y cuya capacidad para encantarnos es tal, que el libro es en sí indivisible: a través de sus páginas surge la sorprendente y única personalidad del autor.» Hasta parece que habla de Sada y sus obras. ¿De las películas? No.

 

 

Comparte este texto: