Untitled / Claudia Reyes

Preparatoria 8

Dicen que cuando estás a punto de morir ves tu vida pasar frente a tus ojos. Yo me veo en el día que nos conocimos, en  el pasillo de escuela. Nos veo en el parque platicando, riendo, sin preocupaciones. También todas las  peleas y las discusiones que nos trajeron al día de hoy.
      Llevaba días, semanas planeándolo. Tenía que ser perfecto.
      El secuestro fue fácil. Lo había seguido hasta el hotel barato. Sólo tuve que dormirlo y lo llevé a la bodega.
      Se despertó unas cuantas horas después, obviamente, asustado por no reconocer el lugar en el que se encontraba. Lo tenía amarrado a uno de los pilares. No planeaba torturarlo, pero al menos tenía derecho de saber por qué lo iba a matar. Quería gritar, lo veía en su cara. El sólo hecho de verme lo hacía querer salir corriendo y pretender que esto no estaba pasando. Pero no se saldría con la suya. No esta vez.
      Lo saludé y le pregunté cómo se sentía. Más que nada como un gesto de burla, sarcasmo recordando su hipocresía de aquella vez.
      Intentó razonar conmigo, hacerme ver que estaba en un error. Claro que era un error. Fue un error no haber pensado en esto antes. Quería persuadirme. Decía que lo perdonara por “los viejos tiempos”. Pero esos tiempos ya no tenían  importancia. No después de todo lo que hizo.
      Empezó a llorar. Patético. Lágrimas caían por sus mejillas mientras yo no paraba de reírme. Lo había visto llorar muchas veces, pero nunca como hoy. Antes llorábamos juntos, compartiendo penas o alegrías. Pero hoy lloraría solo.
      Tenía que actuar rápido. No faltaba mucho antes de que alguien intentara localizarlo. Tenía que proceder ya. Pero no podía pensar. Su llanto y sus gritos no me dejaban.       Seguía rogando que lo liberara, pero esta vez cambió de movimiento. Aseguraba que me amaba, que podíamos iniciar una nueva vida. Juntos. Lejos de todo y todos, olvidándonos de este pequeño incidente. Y casi le creí. Quería lo mismo. Quería apiadarme de él, soltarlo y que nos fuéramos de aquí. Juntos. Pero no podía, él nunca sintió compasión por mí. Siempre humillación tras humillación sin siquiera pensar en mis sentimientos.
      Desistió. Se calló por unos instantes. Sus lágrimas dejaron de caer, pero yo sabía que aún quería llorar. Lo conocía demasiado bien.
      – ¿En qué te has convertido? –me decía.
      –¿En qué me he convertido? ¡En qué me has convertido! Esto que ves, esto que estás viviendo, sólo es consecuencia de tus actos, consecuencia de tus burlas y tus desplantes.
      –Todo pudo haber sido diferente.
      ¡Por supuesto que pudo haber sido diferente! Pudo ser como atrás lo había descrito. Juntos. Eso pudo haber sido.
      No podía continuar, no quería, pero tenía que. Cada vez quedaba menos tiempo antes de que la ciudad despertara. Me estaba quedando sin excusas para aplazarlo. Me dispuse a preparar todo. Me puse unos guantes gruesos y reuní el material. Su muerte sería sencilla y no dejaría marca. El simple hecho de insertar un poco de tinta a través de una vénula sería todo. Ni siquiera sufriría. Más generosa no podía ser.
      Llené la jeringa con tinta y me incliné para para inyectársela. “Si te mueves, te dolerá”, le dije. Aun después de todo, quería que no sufriera. Abrí un poco su ojo con la mano izquierda y cada vez acercaba más la aguja. De pronto sentí un dolor intenso en la cabeza mientras caía al piso. Abrí los ojos y vi a mi acompañante de pie, se había soltado.
      Pero,  ¿qué había pasado?  No entendía la situación. ¿Cómo se había soltado? ¿En qué momento?
      –Llevo así un rato… Esperaba que cambiaras de opinión…
       Su semblante era de verdadera tristeza y decepción. El dolor no cesaba, al contrario, cada vez era más punzante. Sentía la sangre correr en mi cabeza. La inconsciencia me estaba invadiendo. Lo último que recuerdo son los pasos de él alejándose para siempre, antes de cerrar los ojos.

 

 

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