No me alcanzará la vida / Patricia Córdova

Martin Heidegger planteó, en El ser y el tiempo, que el «ser caído», para rescatarse a sí mismo, requería acercarse a su «ser en la historia». El planteamiento no ha perdido vigencia, sino todo lo contrario. Los habitantes de las actuales metrópolis luchamos por adquirir significación social, por saber quiénes somos y por mostrarlo a los otros. Nuestra significación social ha pasado del fatalismo de nacer en determinada cuna al fatalismo de navegar en una libertad de conciencia. Digamos, con Pierre Bourdieu, que la lucha por adquirir símbolos sociales es una lucha a vida o muerte. Digamos que el conocimiento histórico adquirido puede salvar del sinsentido. Cuando nuestras conciencias dejan de forjarse a la luz de los dogmas, el saber histórico permite que nuestro ser caído se ubique, se conozca y se rescate. De ahí que los actuales ciudadanos de las grandes metrópolis donde existe pluralidad de costumbres y religiones podamos utilizar el conocimiento histórico para evaluar, construir creencias y tomar posturas tanto personales como sociales.
    No me alcanzará la vida, novela de corte histórico de Celia del Palacio, es un libro de 499 páginas que pueden leerse con completa entrega gracias a la maestría con que la autora traza las acciones de sus personajes. Son dos historias: la del jalisciense Miguel Cruz-Aedo, liberal acérrimo que participó como escritor y militar en los conflictos políticos de la segunda mitad del siglo XIX, y la historia de una investigadora contemporánea que navega en los archivos históricos de Jalisco y Durango, indagando sobre la vida de Cruz-Aedo. Personajes como Ignacio Herrera y Cairo, Ignacio L. Vallarta, José María Vigil, Emeterio Robles Gil y Jesús Villaseñor cobran vida en las antiguas casas y calles de Guadalajara, al tiempo que Del Palacio logra, con el vocabulario de la época, recrear los vestuarios, las habitaciones, los medios de transporte, el escenario incipientemente urbano de la capital jalisciense.
    La investigación subyacente a esta colosal novela se confirma en la segunda historia: la de una joven, llamada S., que se encuentra haciendo su tesis doctoral en la ciudad de Guadalajara. Así, la autora nos deja «espiar» de qué manera S. encuentra información no sólo en los archivos, sino en los recorridos antropológicos que hace por la ciudad, en busca de los puntos geográficos exactos en donde otrora estuvieran las habitaciones de sus personajes. La investigación de S. poco a poco pasa a ser una obsesión por los datos que le permitan dibujar la realidad cotidiana, literaria y política de esa época; pero también va convirtiéndose en una pasión por el personaje principal, Miguel Cruz-Aedo, cuya presencia se enlaza de manera inmediata con Sofía viuda de Porras, originaria de Santiago Papasquiaro; una sensual pelirroja cuya inteligencia la aleja de las prácticas religiosas tradicionales y la coloca en el desarrollo pleno de su libertad. Su libertad de conciencia es también gusto por el discurso literario y por una vital explosión erótica.
    El amor que tiene lugar entre Miguel y Sofía es tan transgresivo como suelen ser los amores genuinos. Celia del Palacio nos deja descubrir que la irreverencia, en las tierras cristeras, hoy teñidas de mojigatería y yunquismo, no es algo ajeno ni nuevo. La autora logra pasajes memorables cuando se encuentran el magnetismo lleno de virilidad de Miguel y la belleza acompañada de ideas de Sofía.
    La autora hace uso de un recurso magistral para aumentar la verosimilitud e impacto de los dos personajes principales: el tiempo. La investigadora S. es una mujer cuya existencia parece adquirir sentido sólo en su pesquisa histórica; repetidas noches indaga y escribe a la luz de su soledad y bebiendo tequila. Como Sofía, la del siglo XIX, S. es una mujer independiente y arrojada, vive sola y paulatinamente se enamora de su objeto de estudio, Cruz-Aedo; de tal manera que Sofía y S. confluyen —a más de un siglo de distancia— en su amor por Miguel. A su vez, este liberal de ideas lúcidas que lo hacen navegar entre la creación literaria y los actos políticos, vive la imagen onírica recurrente de un mar que toca la ciudad y una hechicera que lo cautiva y espanta. S., en pleno siglo XXI, tiene una ensoñación constante: la posibilidad de que en esta Guadalajara habite el mar. S. imagina el arrullo de las olas, la vegetación de la costa, mientras camina por la avenida Chapultepec o por el bosque de Los Colomos. Su ensueño adquiere cariz científico cuando sus amigos geógrafos le exponen la hipótesis de que es posible que el mar llegue un día a Colima gracias al vacío que existe en el subsuelo. Así, cierta realidad irracional confluye entre Miguel y S., quienes, con muchos años de por medio, comparten su delirio por el mar.
    Esta manera de entrelazar los tiempos en un espacio, Guadalajara, conlleva la implicación plena del lector, quien puede compartir la fascinación por nuestro pasado y por nuestro presente, a través de su identificación con los personajes. El vacío existencial de S. la lleva a una lucha por adquirir un significado en su vida, una pretensión que cobra forma difusa en la ensoñación y en la bebida frecuente, así como en la disciplina académica que la desconecta de su presente pero la conecta con su pasado. Quiero decir: Celia del Palacio aplica, acaso sin proponérselo, la consigna de Heidegger: el ser en la historia salva al ser caído. Quienes hacemos análisis de textos sabemos que, una vez emitido el documento, en cierto sentido éste ya no pertenece al autor. Los lectores co-construimos el sentido y la trascendencia del mismo. De ahí que, sin temor a equivocarme, pueda decir que No me alcanzará la vida es una novela que por sí misma ha construido un nicho en la historia de las letras jaliscienses y en la historia de las letras mexicanas.

 No me alcanzará la vida, de Celia del Palacio. Santillana, México, 2008. 

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