El pueblo que muere enfrente / Alejandra Silva Lomelí

Hay un pueblo que puedo ver desde mi ventana. Viejo como es, está todavía habitado por silencio, por tierra removida, por nada. A veces me encuentro caminando entre los nombres, por las estrechas aceras que se bifurcan para terminar en una pared: estoy en el pueblo amurallado que muere enfrente.

La tranquilidad y las voces serenas es lo único que podría invadirlo. Es tan seguro este pueblo, que sólo unos cuantos nos atrevemos a entrar. Nadie quiere perturbar a sus habitantes. Y no es que los respeten, es que a veces, más frecuentemente de lo que parece, el miedo tiene entrada libre entre los muros que resguardan este pueblo, y bien sabemos que nadie escapa al miedo.

Pocos somos, sin embargo, los que hemos podido ver realmente a los que duermen en este lugar. Sus casas estrechas no siempre permiten la entrada a visitantes, pero ellos, tan ávidos de plática y compañía, están dispuestos a salir de vez en cuando para caminar entre sus vecinos y platicar con quienes lo disfruten, o lo requieran. A veces me traen noticias, que les llegan por medios que nunca me han querido revelar, y son secretos que tengo que guardar porque la gente es ya tan escéptica que me tomarían por loca si les contara lo que me dicen mis informantes. Al fin y al cabo, no son cosas que vayan a entender esas personas.

Cuando terminamos nuestro paseo y las revelaciones de lo oculto, regresan pasivamente a su morada, marcada por dos números definitivos. Vuelven a remover un poco la tierra y las piedras, y se preparan para el nuevo encuentro.

Algunos de ellos me han dicho que están cansados de vivir aquí y no en otro lugar, pero no han podido mudarse porque la burocracia ha llegado a los lugares más recónditos e insospechados. Por eso siguen esperando en la fila. Ojalá que no lleven a cabo sus planes y se levanten en armas, o planeen una huelga, porque entonces los muros de este pueblo no serán suficientes para proteger a los que viven fuera de ellos.

 

***

Hoy visité a Luisa, una de mis habitantes favoritas, y me ha dicho que quizá ella se vaya pronto de ahí, pues tiene contactos en la chatogüi –que en nuestro idioma no significa nada, pero es el nombre que le pusieron a su embajada– y le dieron buenas esperanzas. Ya era hora de que avanzara unos pasos en la fila, pues la cara se le ha puesto enjuta y los pies se le han empezado a enraizar en el suelo de tanto esperar.

-¿Y cuándo regresarás con nosotros al pueblo? –me dijo de repente con una voz débil pero firme y mirándome con curiosidad.
–¡Pero si vengo todos los días! –le contesté, sin entender muy bien su pregunta, y menos la expresión de su cara. Ella no dijo más, sonrió y volvió su cara al frente.

 En ese momento me tropecé con mi propia existencia. Una inscripción y nada más. Dos líneas que sólo decían mi nombre y algunas relaciones familiares. Olvidé decir que en este pueblo todo se resume, por lo general, con una frase. Incluso una vida entera.

No tenía nada más que hablar con Luisa. Me despedí, di media vuelta y salí del pueblo. Ahora sé que no estoy segura de querer regresar. Me han dicho, por lo pronto, que hay un ángel a mis espaldas, que espera pacientemente el momento en que me pueda llevar a habitar, una vez más, al pueblo que muere enfrente.

 

 

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