Un helado de fresa / José Ángel Cuevas Sánchez

Atención amiguitos. Helados La Samy. Más de veinticinco años de atenderte. Acércate al carro de sonido. Con sus ricos y deliciosos sabores: capuchino, fresa, vainilla, chocolate, nuez y coco. Ven y saborea los helados más ricos. Nuestra tradición de veinticinco años nos respalda. Helados La Samy trae para ti los más ricos y sabrosos helados. Acércate amiguito.
      ¡Ma!, ¡ma!, ¡ma! ¿Me das para un helado?, dijo la pequeña Soni, de cuatro años de edad. Yo también quiero, mamita, dijo Julián, de cinco años. Órale, pero mañana me ayudarán a barrer la cocina, les dijo su mamá, metió la mano en el monedero y les dio las monedas. Los chiquillos abrieron la puerta que estaba emparejada, corrieron al camión de los helados. Era enorme y blanco, tenía una pequeña puertilla, adonde se subía por unas escalerillas, adentro estaba el nevero, un viejo de unos sesenta años, con la barba a medio crecer, con mirada inhumana. No decía muchas palabras, tenía los ojos corrosivos y la piel pálida. Una camisa azul como las que usan los doctores en los hospitales y un pantalón blanco. Súbanse, pequeñitos, les dijo. Miró a Soni, quisquilloso, soez: máxima concupiscencia; traía un vestido rosa de princesa, vio sus piernitas, las manitas de muñequita, los labios de caramelo de algodón rosado. ¿De qué quieres tu helado, amiguito?, preguntó a Julián, lo quería despedir de inmediato. De chocolate, señor. Cogió un cono y lo llenó de helado de chocolate. Si esperas a tu hermanita allá abajo te doy mucho más helado, ¡¿qué dices, amiguito?! El pequeño Julián estuvo de acuerdo, vio que el viejo echó otras bolas de helado al cono, que al final pareció una gran montaña. Julián bajó por las escalerillas cargando la enorme montaña en su mano, esperó a su hermanita; aunque después olvidó que estaba allá arriba, mejor se puso a jugar con los niños en la calle.
      Ahorita te doy tu helado, amorcito, le dijo a Soni, apagó el estéreo del camión, el sonido de los helados se ausentó, subió las escalerillas y cerró la puerta, formó un enorme helado de fresa y lo entregó a la pequeña, lo cogió con ambas manitas y comenzó a lamer con ternura. El viejo se bajó los pantalones, se sentó en un banquillo, asió el cabello de Soni, que era terso, brillante, una joya, un diamante.

 

 

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