Las palabras de Grimm. Una declaración de amor (fragmento) / Günter Grass

Pero si hay que contar ahora mi primer encuentro con Willy Brandt, habrá que decir de antemano: en lo que se refiere al hambre como estado permanente, su informe a las Naciones Unidas a mediados de los setenta sobre el Norte rico y el Sur empobrecido sigue siendo válido, lo que podría demostrarse con una película sin fin que llevara por título la cita de Brandt: También el hambre es una guerra.
    
En realidad, yo no hubiera debido estar presente cuando Hans Werner Richter, jefe y cuidador del legendario Grupo 47, llevó a una docena larga de escritores al ayuntamiento de Schöneberg, donde —a finales de agosto o principios de septiembre del sesenta y uno— nos recibió Brandt, alcalde en funciones de Berlín. Richter estimaba que yo era demasiado anarquista y, desde la aparición de mi primogénita novela El tambor de hojalata, tenía una fama demasiado mala, como espanto de burgueses, para resultar apropiado en una entrevista con Brandt. Al fin y al cabo, durante la conversación se trataría de la campaña electoral para el Bundestag, que se estaba desarrollando en paralelo con la prolongada construcción del Muro. Aquel Brandt sería después de todo una especie de mensajero de esperanza en tiempos revueltos.
     A mí, sin embargo, un discurso del canciller federal Konrad Adenauer pronunciado en Ratisbona, en el que descalificó al candidato rival como hijo ilegítimo y trató de desacreditar su supervivencia como emigrante, me había puesto en la vía política.
     Aquel asesinato moral procedente de unos labios supercristianos no era de recibo. Por eso yo, outsider y cachubo de bigote poblado, quise estar allí cuando se recibiera a la docena larga. Por eso Richter cedió. Y por eso oí hablar a Brandt, flanqueado por su secretario Egon Bahr, de la alarmante situación de Berlín y, de paso, sobre las mejoras sociales.
     Nos dio qué pensar. Con dificultad y pausas agobiantes, trató de hacernos comprender hasta qué punto la construcción del Muro, acompañada de protestas, huidas y una preocupante inactividad de las Potencias protectoras, lo tenía en vilo, por una parte, como alcalde de una ciudad ahora dividida, pero por otra, como candidato de los socialdemócratas, se veía obligado a viajar, solicitado y reclamado como orador en auditorios y plazas públicas.
     Luego, con sus erres rodadas del norte de Alemania, entró en materia. Dijo que el adversario político lo insultaba e injuriaba. Los periodistas de cierto grupo periodístico lo calificaban de enemigo y traidor a la patria. Por eso tenía que reescribir a diario el texto de sus discursos. A menudo necesitaba palabras frescas. Dando por sentada nuestra comprensión, rogaba a los escritores presentes que utilizaran su probada capacidad lingüística para ayudar a la buena causa con hallazgos estimulantes.
     Al principio habló más bien cohibido, como si lo abrumara utilizar como tema los agravios sufridos. Su discurso sonaba forzado, como lastrado por pedruscos. Parecía dirigirse al vacío. Luego, sin embargo, la construcción del Muro pareció darle fuerza visionaria: dijo que era absolutamente precisa una nueva política, basada en el diálogo y la distensión entre las grandes Potencias y que mantuviera abierta a largo plazo la unificación del país dividido, para que, de esa forma, aunque en fecha lejana, el Muro resultara superfluo, pero que él necesitaba el apoyo de los intelectuales, especialmente los escritores.
     Luego guardó silencio. Y también la docena antes aludida se contuvo al principio. Es posible que Egon Bahr aportase algo complementario, tal vez unas ideas que, ya entonces, avanzaban hacia su tesis posterior del «cambio mediante la aproximación». En cualquier caso, la docena reunida se complació enseguida en la crítica. El spd (Partido Socialdemócrata de Alemania) ofrecía motivos suficientes. Sus encarnizadas luchas entre facciones. Su continuo empeño en soluciones de compromiso. Su solícito deseo de ser bueno siempre. Su pedante mejora de las correcciones y sus esfuerzos por conseguir continuamente un poquito más de justicia. Su pequeñoaburguesamiento cervecero. Su conciencia equivocada. Y todo lo que había que tragar como provechoso.
     Brandt mostró comprensión por casi todas las quejas formuladas. No obstante, cuando, hacia el final de aquella recepción de tiempo limitado —él tenía que ir al aeropuerto de Tempelhof y a la Alemania occidental para hablar y seguir hablando en plazas y auditorios— preguntó otra vez a la docena crítica —¿o quizá fuera Bahr quien hizo la pregunta?— si no habría alguno que quisiera enriquecer los discursos del candidato con aportaciones breves o más extensas, fui yo, el espanto de los burgueses, el invitado admitido sólo con reservas, el único que alzó el dedo.
     Así fue. Mientras duró la campaña electoral, estuve en la oficina de Egon Bahr, inclinado sobre textos de discursos, tratando de convertir lo que sonaba demasiado aburrido en algo más sugestivo y concreto, que añadiera mantequilla al pan.
     Ya no recuerdo qué hallazgos chispeantes logré, posiblemente provocadores de aplausos. En algunos lugares afinaba, en otros suprimía. Por ejemplo, los comienzos de frase torpes que se debían a la timidez de Brand para emplear la palabra yo. Así me acostumbré a sustituir giros como «Quien aquí les habla estima que…» o «Quien está ahora en uso de la palabra insiste en que…» por unos autoafirmativos «Yo digo, yo confieso, yo tengo, yo voy a, yo soy».
     Egon Bahr siguió mostrándose escéptico en lo que a mi cautelosa primera persona se refería. Si conseguía salvar aunque sólo fuera un tercio de los «yos» introducidos de contrabando en aquellos discursos luego pronunciados, mi contribución a la campaña electoral habría sido meritoria.
     Cuando yo tenía ocasión de estar presente, en alguno que otro viaje a las provincias de la Alemania occidental siempre en vuelo chárter desde Tempelhof, en plazas públicas o auditorios repletos, me acometía un orgullo infantil al oír a Brandt, con sus erres rodadas, hablar a los ciudadanos de Heilbronn, a los de Darmstadt, diciendo a la multitud: «Yo soy…», «Yo voy a…», «Yo os digo…», «Yo quiero…».
    
Me resultó fácil abandonar mi manuscrito de Años de perro para ayudar a Brandt y, en adelante, tomar partido públicamente. De vez en cuando tapaba el tintero, dejaba la calma chicha de mi estudio y me exponía al tiempo exterior variable. Aquello tuvo consecuencias: me convertí en experto socialdemócrata. Lo que quiere decir que nunca llegué, no perseguí un objetivo final, seguí de viaje, sigo viajando aún…
     Sin embargo, hay que subrayarlo de nuevo: Willy Brandt no me empujó a una conciencia política, sino el supercristiano canciller. Él, que por caridad cristiana mantuvo a Hans Globke, comentarista de las leyes raciales, como secretario de Estado; él, para quien el Occidente cristiano sólo llegaba hasta el Elba; él, que sospechaba subliminalmente del emigrante Brandt, «alias Frahm», de traidor a la patria. Su cristianismo de tinte católico lo inducía a denunciar el origen ilegítimo de Brandt como un estigma. Konrad Adenauer no reparaba en medios, por lo que sigue siendo considerado hombre de Estado.
     Sin embargo, con este rodeo por la hipocresía cristiana hasta llegar al abuso de la palabra clave Christus, Christ, escrita Krist en alto alemán medio, he llegado también a la letra C. Como se prestaba a ser cambiada por otras, sirvió a los hermanos Grimm, coleccionistas de palabras, como una especie de niño suplantado al nacer, por lo que en el segundo volumen de su Diccionario alemán sólo ocupó, entre las letras B y D, treinta y siete páginas a dos columnas.
    

     Traducción de Miguel Sáenz
 
 
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