Vanidades / NORA BOSSONG

Me encontré a Vivian en la noche, en la calle Jäger: sus manos estaban frías, abstrajo su mirada y todo su cuerpo temblaba, inclusive ya dentro del local al que la invité. Había dado a luz un niño recientemente, pero no lo contó; lo supe después por los documentos que dejaron a mi disposición o, para ser exactos, que me he puesto al alcance de mí misma. Soy abogada, sé dónde están los límites y hasta dónde se puede llegar antes de transgredirlos. Sé que, bajo determinadas circunstancias, nadie pregunta sobre eso. A Vivian le dará igual entretanto, o al menos así debería ser, pues ya no puede cambiar nada de eso.
     Esa noche, en el barrio de Friedrichstadt, cuando la encontré en aquella calle lluviosa, hablaba sobre su trabajo, como si no hubiera hablado con nadie durante días, y tal vez ése fue precisamente el caso. Sostenía conversaciones de trabajo, pero ésas no son charlas, sino más bien bloques de un lenguaje que hemos aprendido de memoria con el fin de combinarlos siempre en nuevas estructuras y hacer dinero con ellos. No nos comunicamos mediante ellos, simplemente nos enriquecemos, hasta que ya no reconocemos hasta dónde esas estructuras se convierten en nosotros. Vivian y yo estábamos acostumbradas a ganar mucho dinero y a construir estructuras infinitas, con las que adiestrábamos a nuestros socios de negocios hasta que ellos hicieran lo que queríamos, o más bien lo que la empresa quería. En ciertos aspectos nos parecemos, puedo decir eso, a pesar de que sólo nos cruzamos unas dos veces y dejé una tercera reunión inmersa en el nerviosismo de la capital.
     En nuestro primer encuentro, a las tres y media de la tarde, en la sala de conferencias de la empresa para la que yo trabajaba, ella no había dejado una buena impresión. Me había sentido aliviada. Antes, mi supervisor me la había descrito como profesional, sí, como perfecta, incluso. Es realmente buena, había destacado, como si nosotros, los demás, sólo pareciéramos serlo. Ella es lo que queremos, había agregado, y el resto de nosotros se hallaba en el tablón que conducía de un espacio seguro al vacío. Cada nueva persona que ingresaba amenazaba al que ya trabajaba en la empresa. Ésta no se expandiría: la gerencia no crearía nuevos puestos de trabajo, sólo llenaría los vacantes. Ese día estaba yo en el tablón. Todo el mundo sabía que Vivian se presentaba por un cargo tan parecido al mío que sería poco probable mantener a ambas durante mucho tiempo, si es que la contrataban a ella. No obstante, su presentación se perdió en los detalles y, en el discurso, lució desconcentrada. Vivian estaba pálida, balbuceó y, bajo la observación de que parecía agotada, la enviamos pronto a casa, para no tener que decirle la verdad sobre su actuación. No se conversa a gusto cuando las normas de cortesía, a las que uno normalmente se atiene, ya no se pueden utilizar, porque se distinguen de una manera demasiado amplia y demasiado evidente, aunque siempre se distinguen, y nosotros, desde hace tiempo, nos hemos acostumbrados a eso.
     Después de haber llevado a Vivian afuera —repentinamente se despidió de mí muy enérgica y casi arrogante— volví a la oficina, para tratar con mi supervisor los detalles de la nueva estructura del personal, una conversación que apenas llegó a mí: una y otra vez irrumpían imágenes de la presentación de Vivian en mi pensamiento: oía su voz balbuceante, veía su cara pálida, y me pregunté si su presentación realmente había podido ser tan mala como yo lo recordaba o si sólo quise que fuera así. Después tuve que hacer algunas llamadas telefónicas, revisar expedientes, y preparé otros en los que quería trabajar detenidamente más tarde en casa. Para mi supervisor no había distinción que valiera entre trabajo y tiempo libre. Para él, incluso nuestras noches pertenecían a la empresa, al menos si se había llegado a un cargo tan alto como en mi caso.
     Salí poco antes de las nueve; tenía una mesa reservada hacía ya una semana en el restaurante a la vuelta de la esquina —21 horas, dos personas—, y sólo cuando ya había llegado a Ludwigs recordé nuevamente que mi socio había suspendido la cita. Desde la tarde estaba distraída, como si algo del desconcierto de Vivian se me hubiera contagiado. Todavía la vi parada frente al portapapeles y, cuando después de la cena salí a la calle y fui hasta mi coche, estacionado frente a la empresa, se topó directamente conmigo, como atraída por los retazos de mis recuerdos, como materializada desde mi mente.
     Hablé con ella. Parecía alterada. No me reconoció al principio, y sólo cuando le recordé nuestra cita de la tarde aclaró levemente su mirada, para luego enturbiarse más de inmediato. No sé si en ese instante recordó quién era yo; tal vez sólo lo fingía. Aún quería tomar vino, en el Ludwigs, le dije, aunque no andaba para vinos; tan sólo quería volver a casa, pero no podía dejar pasar la oportunidad de encontrarme ante la vulnerabilidad de mi adversaria. Ahí mismo, dije y señalé el lugar que había dejado poco antes. Ella asintió en silencio, como quien toma una nota de un hecho que nada tiene que ver con uno ni nunca lo tendrá. Le pregunté si no quería venir. No se movía y su rostro estaba vacío. Vamos entonces, yo invito. Ella se quedó tal y como estaba, pero cuando la tomé del brazo en dirección del restaurante, no se resistió. Incluso al caminar comenzó a hablarme acerca de la presentación, y me hablaba de ello como si yo no hubiese estado ahí. Me describió la sala de conferencias, se refirió al número de mesas, a los presentes, a los minutos que había planificado para su presentación. Le abrí la puerta del Ludwigs; ella describió cómo la situación en la sala de conferencias se le escapaba. Mientras trataba de convencer al camarero para que me diera, a pesar de las altas horas de la noche, otra vez la mesa que había dejado, Vivian no callaba, y volvía a repetir cómo el largo discurso preparado se desvaneció entre sus labios, un poco diferente, desde una perspectiva ligeramente variada, pero era tan penoso como, de hecho, había sido. Cerramos dentro de poco, dijo el camarero, que nos llevó a la mesa. Nos sentamos. Ella hablaba, hablaba, una y otra vez. Los dedos de Vivian se movían de un lado a otro sobre el mantel, las uñas se tornaban azules, como un entumecimiento que presionaba desde dentro contra su piel. Cuando me incliné hacia ella pude percibir el sentimiento entumecido que irradiaba. La escuchaba y asentía con la cabeza. Ordené un Chablis para ambas, que ella no tocó. Sólo hice tres o cuatro preguntas, con el fin de no hacerle perder el hilo, y hablaba y hablaba. Repentinamente, se quedó en silencio.
     Me miró. Se llevó las uñas a los labios y tuve la impresión de que el azul teñía su piel.
     ¿Por qué me escucha? ¿Por qué le interesa todo esto?
     No respondí a su pregunta, por muy justificada que fuese. Era claro para mí que desde ese momento ya no seguiría hablando. Además, tampoco sabía la respuesta. En general, no me interesaba por otras personas. Digo personas porque no puedo hablar de la gente. De señalar como gente a todos esos nombres y cabezas —me refiero a todos los que conozco en mi trabajo— , me ahogaría en humanidad. Un individuo no está en condiciones de sostener una relación, de forma íntegra, más que con otros cinco o diez, hasta cincuenta conocidos; cien es caos, y por encima de cien la gente puede enloquecer al individuo. Quiero decir, a Vivian, probablemente, la han enloquecido y por poco a mí, o viceversa.
     Mantuvo un rato el silencio entre nosotras, tomó aliento, pero no continuó lo que venía contando; más bien, miraba ansiosamente su cuerpo, hacia abajo. Sólo ahora parecía darse cuenta de que temblaba, de que sus ropas estaban empapadas por la lluvia.
     Debería cambiarme la ropa, dijo. De lo contrario voy a resfriarme. Eso no estaría bien. En este momento no me lo puedo permitir. Miró por encima de mí, en mi bolsa de compras, en la que podría haber cualquier cosa: una ración de galletas, un kit de ropa de cama, un jarrón de Leonardo. Sin embargo, como fuese, Vivian sabía lo que realmente había allí.
     Usted me podría prestar su ropa, dijo, y señaló hacia la bolsa. Se la envío mañana de vuelta. Conozco una buena tintorería en la calle Linien. Entrega gratis a domicilio.
     Se tambaleó un poco cuando se levantó para ir abajo, al baño. La sostuve por el brazo; ella sonrió como disculpándose. Dijo que estaba algo exhausta, había dormido poco. Bolsa en mano, la acompañé abajo. En el baño se sacó la camisa por la cabeza. Observé sus costillas marcadas, mientras sostenía la ropa nueva y seca. Hoy para mí es incomprensible cómo una mujer tan delgada puede tener un niño. Un niño no se genera de huesos, de costillas. Para entonces no tenía ni idea sobre su reciente parto. Tampoco me preocupaban los embarazos; era seguro que nunca experimentaría uno: ninguno no deseado, ninguno deseado, ninguno interrumpido. Simplemente, no había planeado estar embarazada, y lo que no planeaba, no sucedía. Yo era una mujer de ésas. Y una mujer de ésas fue también Vivan. No obstante, en su caso las cosas se desarrollaron de forma diferente. Fuera de carril, como dijio Vivian en el transcurso de la noche, pero en otro contexto.
     Dobló su ropa. Sus movimientos aún eran nerviosos y una nota cayó de los bolsillos de su traje. La recogí. Era el comprobante de transferencia a un hospital, fechado en un día del mes pasado. Quería devolverle el papel, sin decir nada, pero ella había notado que yo había leído las palabras escritas allí.
     Esperemos que no haya sido nada grave, dije en voz tan baja como me fue posible.
     ¿Qué?, preguntó Vivian, sin entender.
     Estuvo en el hospital el mes pasado.
     ¿En serio?, dijo. De eso no podía recordar nada.
     La miré irritada. Traté de adivinar en su cara si jugaba o realmente no tenía ningún recuerdo al respecto.
     Colocó su ropa doblada en mi bolsa de compras, se la terció en su brazo y caminó para salir. Desde atrás, con la ropa, que sólo me había probado yo en esa mañana, se parecía a mí. Subimos las escaleras una detrás de la otra, hasta la superficie del local. Sacudió un poco sus caderas, o fue el temblor, que no salía de su cuerpo.
     Sé que a usted no le gustó mi presentación, dijo Vivian. Pero también sé que usted no decidirá si fue buena o no.
     ¿Qué quiere decir exactamente con eso?, le pregunté.
     Volvió la cabeza hacia mí: Usted lo sabe.
     Se detuvo en el tramo superior de la escalera y esperó a que yo hubiera llegado a su altura. Me miró a la cara: Lo crea o no, lamento que su trabajo esté en juego. Pero eso no lo puedo cambiar. Necesito ese puesto tanto como usted. Entonces, ¿qué debería poder hacer por usted? Estamos en el mismo barco, una de nosotras debe permanecer en su lugar y la otra será arrojada al agua o ambas nos vamos a caer por la borda.
     La miré sorprendida; no obstante, ella miraba ahora a través de mí como si yo no estuviera allí, como si con mi puesto también hubiese perdido mi propia existencia. Recordé borrosamente la tarde, la reunión que había tenido lugar hacía apenas un par de horas, la entrevista que había sostenido a puerta cerrada en la oficina de mi supervisor y en la que él no me había ofrecido café.
     El camarero andaba de un lado para otro, silencioso entre los clientes. Las damas de las mesas vecinas habían estudiado historia del arte, derecho o filosofía, para nunca ejercer, lo que tal vez era mejor. Yo siempre había ejercido todo lo que había aprendido, y estaba demasiado cansada de todas las prácticas, para cocinar recetas de familia, como estas damas, para casarme, para dirigir a dos hermosos hijos, para ir a la peluquería, a la estética, al tratamiento de bótox. Estaba demasiado cansada para darme cuenta de mi propia vida. En mi casa sonó el teléfono, pero no respondí. Estaba sentada con una mujer extraña, en un restaurante caro, pagaría por una botella de vino caro, que ella no había probado ni una vez, y escuchaba cómo decía: No puedo más con todo esto. O me habría gustado que lo dijera.
     No mencionó al niño, que para ese momento tal vez se encontraba bajo el cuidado de una abuela, o llegó al mundo con un defecto cardiaco y permanecía en el hospital, o, incluso, había muerto después del nacimiento. Un niño que sólo existía en esa hoja, que permanentemente llevaba consigo en su bolsillo, así como, acto seguido, en una nota de mi jefe escrita a mano, que sería encartada en sus formatos de solicitud de empleo. No era una nota clara; más bien uno de esos garabatos cortos, que sólo él y su secretaria entendían. Por tan poco, cómo emplearía mi jefe a una mujer embarazada o madre soltera. Tan poco le permitiría demostrar que él confirmaba el estado civil de todas las aspirantes. En líneas generales, él no tenía nada en contra de las mujeres, sólo tenía algo en contra de las mujeres que no consagran la vida a su trabajo. Exigía todo a sus empleados: los días, las noches, y no estaba dispuesto a compartir. Él nunca contrataría a Vivian si se enterara de su embarazo apenas recién acontecido, pero era improbable que él supiera eso en aquel momento. Vivian se las arreglaba muy bien para ocultar su vida y, tal vez, existía en realidad sólo como un recuerdo periférico, que la azotaba en los raros momentos, como al llegar a casa. Vivian no era una mujer de las que uno cree apta para un niño. Yo misma, aquella noche, no la creía capaz de eso; no se me ocurriría de ningún modo haberla creído capaz. ¿O tal vez tenía una vaga idea, desde aquella sensación que uno llama intuición o miedo en general? La amenaza que esta mujer representaba para mí era real, su éxito podría costarme la cabeza, y si no la cabeza, entonces, el trabajo, que viene a ser lo mismo, e incluso, cuando se sentó frente a mí, aunque pálida y con una escasa precisión, supe así que esa precisión podía regresar, que algo en ella era confuso, y que ese caos era la única debilidad en ella, incluso si en ese momento aún yo no sabía cómo adoptar medidas contra ella.
     Una mujer joven, combinada en tonos pastel, entró en el restaurante. En su codo llevaba un balancín portátil para bebé con un niño dormido. Primero atravesó el salón buscando, después pasó directo y se sentó con un hombre, que seguramente era el padre del niño. Vivian miraba fijamente al niño, que estaba a pocos centímetros de ella, en su costosa silla de plástico. Su cara estaba tensa, como pensé al principio, aunque luego para mí fue como si mostrara la concentración que precede a un ataque. El niño, que debió sentir la agresión tan cerca de él, hizo una mueca en silencio, para luego, con un grito comprimido, comenzar un llanto que hasta a mí me dio un buen susto. La cara de Vivian se congeló, apretó su mano en su frente, como si así pudiera resguardarse del ruido, y su temblor, que momentáneamente se había calmado, volvió a ser visible otra vez.
     ¿Es hora de sacar a su hijo?, preguntó irritada. Parecía no poder controlar su enojo repentino; entonces añadió: Esto es lo que tú recibes. Y tú cubres todo eso con pastel. Nada apropiado para una reunión de directiva, dijo. Pero para qué. Un parto no es cualquier cosa que se pueda acomodar entre dos citas, como una reunión de diez minutos. No, con un niño estás fuera. Y allí te quedas. Fuera. En pastel.
     Ella se apartó del bebé. Sus dedos apenas irrigados por la sangre estaban sobre el mantel, pero no tenían nada de amigables en sí: algo inanimado, cierto, pero nada que se sometiera indefenso. Yo me miré por lo bajo, pasé las manos por mi cuerpo, por el saco, que extrañamente se me veía abultado. En mi bolso sonaba el teléfono; no lo tomé. Ya no podía más con todo eso. Los gritos del bebé me paralizaban o me hicieron sentir que hacía mucho estaba paralizada.
     Hoy me imagino a un bebé en los brazos de una mujer agotada, con los cabellos pegados por el sudor, su rostro sonrojado: no sonreía, contemplaba la cosa en sus brazos, tan difícil de manipular como una pila de expedientes y, desde hacía mucho tiempo, muy pesados para ella. Pesó ocho kilos menos de lo que ella debía pesar, cinco kilos menos de lo que ella tenía que pesar. Es un milagro que el bebé no esté desnutrido, dijo el médico; también pudo haber muerto de hambre, dijo —pero no para ella, porque a las madres se les debe tratar con cuidado. Todos estamos contentos de que esté sano, de que no haya muerto de hambre, y Vivian
—ahuecada y ligera como un globo de helio— sostenía algo en brazos, algo que había esperado desde hacía tanto tiempo, como yo, una promoción que ahora amenazaba con no llegar.
     La cara de Vivian era inexpresiva. Dejó de hablar y, sin embargo, sentía como si me susurrara las palabras que yo pensaba. Para mí era claro desde el principio que algo andaba mal con Vivian, y yo habría podido atar cabos: el papel que había caído en las baldosas del baño; su miedo al niño de la mesa de al lado. Habría podido notar que lo que escondía era un niño, pero de ser honesta no creo que haya atado cabos aquella noche; estoy más bien segura de que, en realidad, era Vivian quien en silencio y con énfasis me indicaba lo que yo haría, la que me mostró cómo podría guardar las distancias. Vi a mi jefe sentado detrás del escritorio, en su oficina. Se reclinaba hacia atrás. Tampoco hoy ofreció café, pero no era yo la que cabizbaja estaba allí, pequeña y espantada, al otro lado de la enorme mesa brillante, y mi supervisor, que disfrutaba al desenmascarar a la gente, pues lo tenía como su sagrado deber ante la compañía, dijo:
     «Debo decir, por desgracia, señora Wiesbeck, que usted habló con un empleado del Departamento de Recursos Humanos bajo falsas apariencias. No le hemos preguntado sobre ello, sino que usted misma mencionó no tener la intención de quedar embarazada en el futuro próximo. Nos abstenemos de decidir si usted espera obtener ventaja por esto o no. Consta que usted hizo una declaración falsa respecto a su situación, y eso no lo puedo tolerar. Si usted nunca quiso quedar embarazada, ¿por qué lo estuvo entonces? Una mujer tan controlada como usted, Vivian, no hace nada a la ligera. Usted sabe exactamente lo que hace, y en este único caso no le puedo contar esto como un plus, sino todo lo contrario».
     En el restaurante hacía calor y el ambiente estaba cargado. El bebé en su puesto de plástico se había calmado y cayó en un sueño lánguido. Poco después de eso, los padres dejaron el local. Éramos las últimas clientes; los meseros nos miraron con esa cortesía más cortante que cualquier cara de perro. Querían levantar las sillas, dejar libre el salón al personal de limpieza, irse a casa, en su fin de jornada, su último pedacito de noche.
     No nos quedamos más tiempo. Afuera, en la calle, Vivian agradeció el vino. No, dijo, y rió por primera vez, apenas lo había tocado, por la noche quiero dar las gracias, no sucede muy a menudo que alguien me escuche; quiero decir a mí, no mis análisis. Quería corresponder a sus atenciones, me aseguró. Su voz era segura y, a la vez, cálida. No escuché exactamente cuando me dijo dónde nos encontraríamos. La ciudad me parecía lo suficientemente grande como para pasar una junto a la otra.
    

     Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht

 

      

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