Ciudad junto al mar (fragmento) / SABRINA JANESCH

La mañana

Es el viento del oeste. En medio de la grisura del amanecer, sopla desde el mar y se adentra en la ciudad, trayendo a sus callejuelas el olor de las zosteras y las algas; los gases de escape de los cargueros llegan hasta allí, y una nota de espino amarillo, el aroma ácido de las rosas rugosas se ha mezclado con su polvillo. Es el viento del oeste el que bate sobre el Báltico, enriqueciéndose con sal y con una noción de explosivos de fósforo que yacen desde hace décadas en el agua salobre; la arena se mezcla, llevada y depositada por el viento, seguida del olor de un antiguo muelle cuya base alberga a varias familias de cormoranes y de gaviotas reidoras.
     La espuma baña los pilares del muelle y los botes atados a él, que cabecean en el agua, entre crujidos, cuando sus cuerpos chocan unos con otros. Las hojas arrancadas de las arenarias de mar y las gramas pasan por encima de ellos y son llevadas finalmente por el viento en dirección a la ciudad, pasando por el astillero, donde los primeros soldadores del día pasan junto a los cascos oxidados de los barcos, con un café fuerte en una mano y unos recipientes con puré de patatas y filetes empanados en la otra; mientras tanto, los primeros rayos de sol inciden sobre las grúas.
     Unas gaviotas levantan el vuelo y se dividen en dos grupos: las que se lanzan al agua del río y reaparecen con jóvenes truchas en los picos, y las otras, las que continúan volando un par de cientos de metros más hacia el sur y les arrancan de las manos a unos colegiales que van camino de clase los pasteles rellenos de mermelada; y luego continúan hasta pasar junto al Archivo Municipal, rodeado por el polvo de los siglos y el agua de Colonia de la directora, y siguen, siguen hasta llegar al río, preñado de los vapores de diésel de los botes con motor en sus aguas; el día anterior ha rodeado su orilla con el humo de las cabañas sobre cuyas maderas de enebro relucientes colgaban macarelas, espadines y arenques; con el aliento de los vagabundos que pasaron las noches en las islas con algunas botellas de vino y un grupo de cisnes; con la rancia grasa de fritangas de los bares que se agolpan en el paseo, con el helio que se escapó al inflar los globos, mezclándose con las partículas de las almendras asadas, el glutamato y el algodón de azúcar; con los vapores del ajo flotando encima de las sartenes de las cocinas, el perfume que se ha liberado de los cuellos de las mujeres y el olor de las bocas de miles de perros jadeantes.
     Al entrar en el casco histórico, el viento revuelve el peinado de la señora Biwak, que está abriendo las casetas de los baños públicos y se sitúa con su perro Chihuahua y una silla de plástico en el sitio que el sol alumbrará primeramente; un par de moléculas de spray para el cabello y algunas células muertas de la piel caen para alimentar al viento, que las arrastra hasta donde está el chino situado dos calles más allá; Pan Chong ya está tirando en la sartén la primera ración de tallarines con curry, y pronto se habrá formado delante de su quiosco una fila de conductores de autobuses y taxis, y todas las callejuelas que llevan hasta el corazón de la ciudad resonarán con los miles de tacones golpeando el adoquinado, si bien sólo unos pocos de ellos llevarán a tiempo a sus dueños ante la esbelta torre del Ayuntamiento y del flanco de la gran iglesia de ladrillos rojos, para presenciar los primeros rayos del sol que quedan atrapados entre las manecillas del reloj de la Casa Consistorial, allí alto en la torre; ni verán cómo resplandecen brevemente para luego deslizarse hacia las almenas de la gran iglesia de ladrillos rojos y, finalmente, recorrer los tejados de las puertas de la ciudad y del teatro.
     En la plazoleta que está enfrente se han formado unos charcos, el agua se encrespa y atrae la atención de una bandada de palomas que han pernoctado en el parque cercano; un par de camiones se acercan y descargan los componentes de los quioscos y los puestos de venta: hay que montar el mercado. Un anciano con una bolsa de plástico y un bastón remendado se detiene y contempla el ajetreo, y arriba, sobre la torre de la vieja cárcel se aparean las grajillas, en un trámite apresurado, pero visible; los portones de la torre se abren, el mazo de llaves resuena y se abren las puertas de madera, casi al mismo tiempo que las puertas del teatro situado enfrente, donde, entretanto, se han detenido unas jóvenes mujeres que comentan el plan del día y sólo notan la presencia de los obreros que levantan los puestos a pocos metros de ellas cuando una barra de hierro cae al suelo y salpica un poco de agua.
     La primera patrulla policial del día pasa a unos metros de ellas y se adentra en la zona situada al este del río, que arrastra ramas, hierbajos y trozos de madera a la ciudad y los arroja hacia las islas; en ellas ha surgido un biotopo que, cuando sale el sol, despierta a la vida, las flores del ajenjo y de la aquilea se orientan hacia el sol y se mueven al viento, los insectos despiertan de su rigidez y luego lo hacen los patos, las gallinetas y los pescadores, que están allí a todas horas del día y de la noche, sentados entre ellos, sin moverse, y sólo deslizan su mirada de vez en cuando hacia las ruinas y las fachadas de los viejos graneros, que se han arrimado al viento, y de los que nadie sabe qué es lo que esperan.
     Hacia el este del río: el breve chirrido del coche deportivo de la marca Jaguar que se mueve por la callejuelas varias veces a la semana, pasando junto a la antigua tabaquería, junto a las malvas reales de varios metros de alto y la consulta del veterinario, situada en un edificio adjunto, pasando también junto al cine Jugendstil y los garajes, donde están agachados los adolescentes contemplando el contenido de sus mochilas y siguiendo al Jaguar con el rabillo del ojo, viendo cómo desparece de nuevo, casi sin ser visto por la patrulla.
     Los policías miran fijamente y aburridos a los adolescentes, luego continúan, es todavía muy temprano, y sobre ellos, en los balcones, ya hay alguien colgando ropa, ropa que se mece ligeramente al viento en sus tendederos; huele a detergente y al revoque que se desmorona de las fachadas pedazo a pedazo; en el jardín delantero de la mansión de algún industrial, ahora dividida en varias viviendas, hay un niño pequeño sentado en un tobogán y se frota los ojos soñolientos, y un par de calles más allá se oye la radio del señor Fibig, el dueño del quiosco.
     En la vía rápida que conduce a través del centro de la ciudad se ha formado un atasco, un coche ha quedado atravesado en la avenida, de modo que el tranvía no puede pasar, y rechina intensamente, y suena la campanilla. El ruido del tranvía penetra hasta las alturas situadas detrás de las salidas de la vía rápida, el viento del oeste barre con desidia las calles que conducen al bosquecillo situado en su cima, donde los mirlos cantan a contrapelo del ruido de la ciudad, y un mapache se tambalea soñoliento por los terrenos del antiguo cuartel de la policía, mientras un par de martas hacen ruido entre el viejo follaje; bajo una haya derribada hay una base de cemento, y sobre ella, cuando se calienta, se tumban con gusto los viejos gatos de la colina; unos pocos cientos de metros más allá pasan unos trenes, amarillos y azules, y en cada vagón hay un grafiti no concluido; los trenes se detienen, los pasajeros salen en tropel, exhalan las frías sombras bajo los andenes cubiertos y atraviesan el túnel, pasando junto a las vendedoras de flores, a los quioscos de revistas, de ropa interior de varios colores, de zapatos con todas las formas y tallas, y junto al mendigo —que ya estaba en su puesto antes del amanecer, a la derecha de la escalera, y se ha acicalado la barba cuidadosamente, haciéndola brillar con un poco de betún para zapatos—, un par de monedas tintinean en el cuenco que presenta a las personas, y cada vez que lo hace se inclina y dice: «Gloria a Dios en las alturas», y sobre él, en las alturas, se yergue el portal principal de la estación ferroviaria, con sus puntales de elegante cincelado y los gorriones posados en ellos, que miran ávidos hacia abajo, mientras el viento le hace cosquillas a uno de ellos en el plumaje del buche y lo arrastra hasta los Cuarteles Prusianos, haciéndolo deslizarse por sobre las figuras del patio interior del pequeño arsenal; merodean por allí unos estudiantes de arte, con herramientas en sus manos, mientras miran hacia la fuente sellada que está en medio de la pequeña plaza; por la noche alguien ha puesto allí un grupo de sillas y una mesa y una lámpara de salón.
     Pronto empieza el habitual martilleo y el golpeteo que arrastra el último poquito de viento a lo largo de los bastiones, de las esclusas de ladrillo, de unos garajes, sobre la calle sólo queda una brisa, un airecillo tibio que pasa por allí, que se arrastra con esfuerzo hacia delante, que se mete en un callejón sin salida delante de una ventana de madera tapiada y se desploma. Espino amarillo.

Me apoyo contra la ventana, y unas astillas de la madera podrida y de la pintura se me quedan pegadas en la mano, pero no es posible abrirla más de un palmo. De un modo o de otro la habitación está en la tercera planta, y si salto hacia fuera me arriesgo por lo menos a romperme una pierna, y así no podría ir demasiado lejos. Si lo hiciera, todo quedaría demostrado, me considerarían culpable antes de que diga ni una sola palabra. Por eso me aparto del candado que Bronka ha fijado a la ventana, y tomo una profunda bocanada de aire. Ahí fuera está la ciudad, y aquí dentro estoy yo; sólo que: ¿dónde está Bartosz?
     Un ser humano no se esfuma así como así, ha dicho Bronka, y mucho menos se esfuman dos seres humanos a la vez; el hecho de que yo haya visto cómo ambos desaparecieron en la cueva y no salieron de nuevo sólo demostraría mi confusión, nada más.
     Yo le he dejado plena libertad, imposible que le cuente ahora nada acerca de mi pequeño problema, si lo hago —y de eso estoy segura—, ella me va a entregar, hará que me internen o que me fusilen, y todo porque mi pequeño problema no le cabría en la cabeza, de eso tengo plena seguridad, pues pensaría que me estoy burlando de ella, que he perdido definitivamente el juicio y soy muy peligrosa, o las tres cosas. De modo que, en principio, ni una palabra acerca de eso. Algo hierve en ella, lo percibo, y eso que siempre me aparto cuando entra en la habitación.
     Bronka ha cerrado la puerta a mis espaldas y ha colocado una barricada, supongo que ha pasado el pestillo a la puerta antes de venir a recogerme, antes no había pestillos en la puerta, ¿para qué?: en la antigua habitación de niño de Bartosz hay un par de armarios medio vacíos en los que Bronka ha colocado unas flores artificiales y unos animalitos de porcelana, también un par de tapetes de ganchillo y de viejas fotos familiares, y, por supuesto, encima del escritorio está el viejo ordenador de Bartosz, que trajo previsoramente hasta aquí para cuando viniera a visitar a sus padres: mientras que al otro lado se tomaba el té, aquí se podía aislar al enemigo, acorralarlo y, finalmente, ejecutarlo, porque aquí lo que predominaba era la guerra, y donde hay guerra no hay tiempo para tomar té.
     Inmediatamente después de que Bronka me empujara hacia el cuarto y cerrase la puerta, intenté levantarla, pero de todos modos es ilegal retener a una persona en contra de su voluntad, sobre todo si se la coloca en un depósito tan parecido a un sarcófago. ¿Quién no sentiría claustrofobia en tales circunstancias? Golpeo contra la puerta, me arrojo de hombros contra ella, una mala idea, ahora ya no puedo mover el brazo sin que me duela y siento el pulso golpeteando en él. Me prohíbo llorar. Y eso es lo que ella espera: que Kinga Mischa se ablande, que ceda y le proporcione una historia formidable que pueda presentarle a la policía y que ésta se lleve, sin preguntar, a la culpable, porque ella no cree que yo sea inocente. Desde el principio, y eso lo he comprendido ahora, ella se mostró recelosa, preguntando a mis espaldas por qué yo había aparecido en esta ciudad, qué estaría buscando aquí; no, Bronka nunca fue demasiado buena escuchando.
     Bajo la puerta veo dos sombras que caminan de un lado a otro, ella está delante de la puerta y espera el momento adecuado para entrar de nuevo, tal vez no se atreva, o quizá crea que aún no ha encontrado las palabras correctas. En eso puedo entenderla. Es su único hijo el que ha desaparecido desde hace más de cinco días, y también su novia, pero eso no es lo que le preocupa a Bronka, eso incluso le parecería hasta bien. Si se hubiese tratado simplemente de ellos, es poco probable que se hubiera aparecido de madrugada en mi piso con esa segunda llave que yo no sabía que poseía, tampoco me hubiera empujado hacia la cocina, ni me hubiera cogido por los pelos ni gritado que le dijera de una vez la verdad sobre lo sucedido con Bartosz.
     Yo no hubiera cogido la mesa de la cocina ni la hubiese interpuesto entre nosotros, tampoco ella hubiera cogido el cuchillo de la carne ni lo hubiese clavado en la mesa, no me hubiese dicho que tendría que acompañarla, de lo contrario iba a llamar a la policía en ese mismo instante, también la policía podría tener esa conversación conmigo, pero eso era un asunto familiar, ¿verdad, Kinga?; eso lo aclararemos entre nosotros, en casa. Antes de que le digas algo a nadie más, me lo dices antes a mí, y me lo dices todo, desde el principio: ¿por qué yo había venido a esa ciudad, dónde trabajaba, con quién mantenía contacto, qué pasaba con esa Renia?; sencillamente todo, sin guardarme nada, eso se lo debía a ella, a Bronka.
    
El antiguo cuarto de niño de Bartosz mide apenas unos diez metros cuadrados, y la estrecha cama, que en realidad es un sofá desplegable, encaja dentro lo justo; luego están las estanterías en las que está empotrado el escritorio, y eso era todo, no había nada más. No puedo andar ni tres pasos sin chocar con algún obstáculo; ese sitio en el que tuvo que crecer no es una habitación, es una celda; ¿quién, en tales circunstancias, no se hubiera enrolado en el ejército y pedido que lo enviaran bien lejos, allí donde el sol fuera abrasador y las vastedades infinitas?; sabría arreglárselas con un poquito de guerra, debe de haber pensado, y le habían dicho que Iraq era un montón de arena que se colaba en el uniforme y en la ropa interior, se depositaba en los plieguecillos de los genitales y allí rozaba tanto tiempo hasta que uno quedaba lesionado como un bebé, y tenía que esforzarse para no estarse tocando todo el tiempo la entrepierna y el trasero.
     Mi hijo era un soldado, dijo Bronka cuando me empujó dentro de la habitación, y regresó dos veces de Iraq, ¿y ahora va a desaparecer aquí, en nuestra ciudad? Mi silencio sólo me haría más sospechoso, quien sea inocente ha de soltarse a hablar, y quien no tuviera nada que ocultar podía estar seguro de lo que hacía; pero, ¿yo? Desde hacía cinco días no había salido fuera de mi casa, y no hubiese podido abrir la boca salvo para decir lo que de todos modos era obvio, pero eso no le interesaría a nadie, lo importante era lo que había sucedido.
     Lo sucedido. Me siento en la cama y me apoyo contra la pared, recojo las piernas y me las pego mucho al cuerpo. Como si no me hubiera estando preguntando lo mismo decenas de veces, cada hora, cada día, preguntándome lo que había sucedido, y no miento si digo que no lo sé y me acuerdo muy mal. Asiento, en efecto, cuando Bronka me pregunta si fue después de la excursión en el velero, tal vez haya sido así, y asiento también cuando me pregunta si Renia también estaba y me alegra confirmarle que tiene que haber sucedido en las horas de la noche.
     La puerta se abre, Bronka aparece y me trae un vaso de agua, agua del grifo, sabe que detesto el agua con gas, todos en nuestra familia detestan el agua con gas. Me pregunta si lo he pensado, y yo cojo el vaso y bebo un trago, el agua sabe a metal y a cal.
     Le digo que no tengo nada que ocultar, si lo hubiera hecho es poco probable que me hubiera quedado en la ciudad, me hubiese marchado a Brasil o por lo menos en dirección a Alemania, pero, ¿qué iba a hacer yo allí si aquí estaban mi casa y mi familia? Pongo el vaso en el suelo. ¡Pero no puedo inventar nada si no ha habido nada! Claro que me los encontré a los dos después de la excursión, pero eso fue por azar, le aseguro, nuestros caminos se cruzaron, y eso había sido todo, y luego los seguí un trecho, pero después ellos llegaron a ese lugar, ahí abajo, junto a los bastiones, y…
     Basta ya, me dice Bronka. He oído eso cien veces, no es para eso para lo que te he traído aquí. Quiero saberlo todo, cada detalle, desde el principio hasta el fin. Si tienes dificultades de memoria, por favor. Aquí hay dos cuadernos y un bolígrafo, puedes escribirlo todo. Cada cuaderno tiene más de cien páginas, y con eso se puede hacer algo.
     Hacer algo. Me duele la cabeza a causa de la voz sonora y penetrante de Bronka. Fuera, delante de la ventana, oigo voces, un perro ladra, y sopeso brevemente la posibilidad de gritar y pedir auxilio, pero entonces me siento ridículo y hundo la frente entre mis manos. Bronka está de pie delante de mí, con los brazos a ambos lados, huele a sudor y al polvo barato que reparte por su cara y su escote varias veces al día. Le tiemblan las mejillas flácidas, espera que yo diga algo, que tome por fin sus cuadernos en mis manos, esos cuadernos estúpidos, con girasoles y mariquitas. Decidida, me los pone delante de las narices y dice que los coja tranquilamente y me ponga a trabajar, Kröger ya había empezado y en ningún modo se mostraba tan vacilante como yo, lo cual ya significaba algo.
     ¿Kröger ha empezado qué?, pregunto. Y por primera vez se desliza algo parecido a una sonrisa en el rostro de Bronka. Sí, eso ella ya se lo había imaginado, que me asustaría, pero en sí misma era un gesto elegante. Ayer por la noche había pasado a verla con un ramo de flores, muy amable y comprensivo se había mostrado, y poco antes de marcharse había dicho que había que escribirlo todo en detalle, y que yo me alarmaría —eso él ya lo había previsto—, pero eso no podía tomarse en consideración. Bronka recoge el vaso del suelo, oigo cómo le traquetea la columna y su respiración pesada. Niego con la cabeza en silencio: Kröger se atreve a aparecer por allí y a agitar para salirse con la suya, y Bronka piensa que lo hace por amor al prójimo. Pero ella está convencida de lo que él le dice, y se fía de sus ojos azules; se alisa la blusa y dice que Kröger ya se ha enterado de muchas cosas y conoce a todos los involucrados, y eso es algo decente de su parte, lo de ayudar en la reconstrucción, ya que era escritor y sabía de esas cosas. Y para mí tenía que ser una ayuda, un apoyo para la memoria, y luego ya se vería si estaba en condiciones de acordarme mejor, tal vez así teníamos todavía una oportunidad para encontrarlo.
     Estoy segura de que Bronka ya ha hablado hace tiempo con la policía, probablemente lo haya hecho el mismo día después que desapareciera Bartosz. Puedo escuchar casi el resoplido despectivo del policía y su manera de restar importancia a los hechos, tal vez se haya hasta burlado de ella y le haya dicho que ningún hijo cometía un delito por no llamar a su madre durante más de veinticuatro horas. Si lo fuera, habría que dar por desaparecida a la mitad de la nación, y en cada ocasión habría otro centenar que se largaría…
     Al salir, Bronka deja los cuadernos sobre el escritorio, sobre el teclado del ordenador. Oigo cómo la llave gira en la cerradura, y luego escucho cómo se corren los pestillos, y me pregunto si Bronka me tendrá miedo, no lo creo, no, probablemente me tome por obstinada o testaruda, pero lo peor que podría atribuirme es que le oculte informaciones importantes, o no, eso es todo, a fin de cuentas Bartosz es mi primo y Bronka mi tía, y somos algo así como una familia. Me siento al borde de la cama y agarro uno de los cuadernos, lo abro. Cuadriculado. Vuelvo a cerrarlo. ¿Cuánto tiempo me va a tener Bronka encerrada aquí? Por lo menos hasta que la policía acepte la denuncia de desaparición, Bronka tiene razón, más tarde o más temprano tendré que contarle a algunos calvos con uniforme lo que sucedió, aunque ellos no lo crean.
     El bolígrafo es ligero y transparente, rasca un poco cuando lo pongo sobre el papel, pero no deja el menor rastro; así no puede ser. ¿Por dónde empezar? Si debo decir la verdad, eso me tomará más tiempo del que Bronka se imagina, tendré que entretenerla con algo para ganar tiempo, debo acordarme bien, de cada detalle de lo sucedido el año pasado, tengo que acordarme de todo lo que vi, lo que oí y lo que —digámoslo así— noté, y también de qué se trata todo, tendré que añadirlo en aras de hacer un relato completo.
     Estiro el cuello hacia adelante, niego con la cabeza, y por el escote de mi camiseta sobresale el colgante, el grueso ámbar de color miel, surcado por unas vetas lechosas, en su centro, muy visible, el punto del tamaño de una aguja con la pequeña patita. Hola, araña, le digo, y me quito la cadena. La piedra yace cálida en mi mano. Me levanto y toco a la puerta, golpeo la madera, en ese momento espero poder atravesar la madera, pero nada sucede, salvo que, al cabo de un par de minutos la llave se mueve en la cerradura y aparece Bronka en la puerta: ¿Qué?
     El bolígrafo, le digo, no escribe. Bronka retuerce los ojos, huele a alcohol, yo no sabía que bebía. Cierra la puerta nuevamente a sus espaldas y trae por último un puñado de bolígrafos transparentes que arroja sobre la mesa. Ahí tienes, eso debe bastarte. Gracias, le digo, y ella se da la vuelta y se queda de pie allí, dándome la espalda; no, no me tiene miedo, o simplemente le da igual. Un momento, hay algo más. Se agarra del escritorio y se vuelve hacia mí. ¿Sabes lo que es eso? Yo le muestro el colgante. ¿Cómo se podría vivir en esta ciudad y no saber lo que es eso? Coge el ámbar y lo pesa en la mano, examinándolo.
     No, respondo, no me refiero a eso. Ésa es la piedra de ámbar que os robaron. Bronka se queda perpleja, veo que está confundida, tiene que pensar, a ella nunca le han robado nada, en todo caso ningún colgante, no… De repente levanta la mirada, alarmada. ¿El colgante de mi padre? Yo asiento: se quedó en la familia, tiene sesenta años. Y ahora ha regresado. Y ése es el punto: todo lo que ha sucedido está relacionado de algún modo con esto. Cuando yo era niña, mi padre me contaba cada noche un cuento, historias de buenas noches, de cómo la araña fue de Hosea a Wilhelm y de Konrad a Emmerich, y todo lo que observó y registró. Siempre creí que se la había inventado.
     Escríbelo, dice Bronka, cansada. Y eso es lo primero: cómo conseguiste esa piedra.
    

     Traducción de José Aníbal Campos

 

 

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