Incluso los papagayos nos sobreviven (fragmentos) / Olga Martynova

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El río del tiempo, la mujer del río del tiempo,
las mujeres pájaro de montaña

Siglo v a. C. • 1453 • 1529 • 1714 • 1717 • 1787 • 1871 • 1917-1933-1934-1937-1941-1942-1943-1944-1945 • 1955 • 1973 • 1976 • 1982 • 1986 • 1987 • 1988 • 1989 • 1990 • 1991 • 1992 • 1995 • 2001 • 2002 • 2005 • 2006

Claras aguas de un arroyo de montaña van corriendo sobre unas rocas. Miro hacia abajo, desde lo alto del busto de una mujer, que me trae en brazos para llevarme al otro lado. La mujer no da un paso, se queda allí, con el agua hasta las rodillas, donde las olas cubren las astillas de sol que rebotan. No obstante, después de un rato estamos en la otra orilla. Nunca descubrí cómo fue. Mi madre no podía darme detalles, a pesar de que, en esa imagen, la miraba en el borde de mi campo visual. Pero hoy aún podría dibujar el rostro de la mujer que me llevó. También tengo otros recuerdos que mis padres no confirman: me caigo del columpio, un coche de la Cruz Roja me lleva al hospital. Allí curan una herida en mi oreja. Imposible que mis padres hayan olvidado un evento como ése. Sin embargo, tengo una cicatriz en la oreja, de un tono más ligero que el de la piel normal. Sólo cuando hace frío se tiñe de color rosado oscuro, lo que me sorprende cada vez que en el invierno paso al calor y doy un vistazo rápido al espejo.
También otras mujeres permanecen de pie e inmóviles en el agua —no se mueven, hablan como aves chillonas— y, sin embargo, consiguen cruzar a la otra orilla. Casi cada niño está, a veces, rodeado de mujeres extrañas, que abusan de su atención con sus historias comunes. Mi mujer arroyo de montaña guardaba silencio. Sentía la aspereza de sus manos, veía sus mejillas agrietadas. La mujer del río del tiempo. De repente volví a pensar en ella luego de años, cuando leí: El río de los tiempos se lleva consigo en su corriente toda obra de los hombres, / ahoga pueblos, reyes, reinos, en el abismo del olvido. / Si —gracias al toque de la lira y de la trompeta— empero algo permanece, / lo devora la boca de la eternidad y no escapa al destino de todo —uno de los poemas rusos más impresionantes, que nunca encuentro sin dejar de pensar en mi río del tiempo y en aquella mujer del río del tiempo.
     Tal vez no sea apropiado que ahora, justo antes de mi German vacation (que de hecho no es vacation), me deje atrapar por versos rusos. Por otro lado, estoy acabando de aterrizar aquí, por versos rusos. Iré de una ciudad a la otra y hablaré de los más extraños poetas de Petersburgo. Durante el vuelo, quería ordenar las conferencias que había echado rápidamente en mi bolso, y en esto llegó este viraje del río del tiempo. Andrjuscha, diré, cuando vea a Andreas: tengo veinte años más y no me he vuelto más lista. Eso, claro, en una semana. Tengo mucho tiempo, vamos a ver lo que voy a decir.

Bienvenido al siglo xxi
(así me saludan un cepillo de dientes y una maleta)

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Aún débil y con los oídos zumbando después del vuelo respondí a la oficial de aduanas: «Sólo un paquete de cigarrillos y una botella de vodka». Pero no escuchó. «¿Qué tiene allí?». No quiere tocar mi bolso de viaje, que esperaba como es debido. Miro hacia atrás y entiendo por qué. El bolso zumba, vibra y tiembla, parece contener una colmena. «No sé», digo, y doy un paso hacia atrás. La oficial quiere saber si dejé sola mi vieja maleta de color café con la grulla de Lufthansa en la presilla y si habría sido por unos pocos minutos. ¿Y si ahora explota? La pregunta en los ojos de la oficial se refleja en mis ojos. Ya viene allí, de buena gana, un colega de la joven mujer y abre —viril, con un titubeo apenas perceptible— el cierre. Ahí está mi cepillo de dientes eléctrico, limpia el aire y zumba (Bienvenido al siglo xxi, zumba). «Lo siento», le pido disculpas. La mujer, el hombre y yo nos reímos. «Muy bien». Paso la frontera y se me ocurre que de esta manera hubiera podido pasar de contrabando dos paquetes de cigarrillos.
     En mi bolsa-grulla que me habían regalado años atrás, cuando fui intérprete en una exposición patrocinada por Lufthansa, había un par de e-mails de Andreas, que imprimí. «Después de tantos años de malos entendidos de todo tipo, finalmente, podríamos estar juntos, vivir juntos, quiero decir, te podrías casar conmigo, piensa en ello, nos vemos pronto, saludo». Eres estúpido, Andrjuscha, digo (diez minutos después) a las máquinas expendedoras de tickets. ¿Qué más había en los e-mails? Andreas hablaba de un ejercicio, que propuso a sus estudiantes de germanística: él les entregó un episodio de un libro de Wilhelm Genazino como lectura, pero sólo una parte, la continuación tenían que inventarla ellos mismos. El protagonista recibe una tarea de un terapeuta (en el libro llamado «Asesor de Desastres»), y el hecho de completar esta tarea le ayudará en sus inquietudes mentales, claro, le liberará de ellas. Tiene que dejar en la ciudad una maleta vieja, llena de ropa vieja, para observar quién y de qué manera se lleva su maleta. El riesgo de que alguien entre los estudiantes de germanística ya conociera la novela y el desarrollo que se propone en ésta era casi nulo, insignificante, según Andreas. La mejor solución de los estudiantes, piensa él, era: La maleta permanece allí hasta la última hora de la noche, nadie se interesa en ella, el dueño de la maleta cae en una depresión peor aún: él ya no es requerido—cree ahora—, igual que su maleta. (Desde luego, el estudiante no podía saber que el propietario de la maleta en la novela era requerido en dos ocasiones, y que su problema continuaba igual).
     Les propuse a mis estudiantes de germanística en San Petersburgo el mismo ejercicio (después de haber discutido la diferencia imperceptible entre Kasten y Kästen, Schublade y Schieblade, Düte y Tüte). Creía posible que mis alumnos ya conocieran el libro traducido al ruso, pero no.
     Mi solución preferida: Se avisará a una unidad especial, y el objeto sospechoso será destruido, para descartar la posibilidad de que una bomba explote y, así, prevenir un posible ataque terrorista.

 

En el tren

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Dos horas más tarde, abro en el tren el paquete de cigarrillos, que sólo quería haber comprado para Andreas en el duty-free. Negarse el cigarro hace de un hombre un monomaníaco. ¿Un psicópata, después de haber estrangulado a su víctima en el bosque, también se pregunta si el placer del acto valió la pena? Coloco mi colilla, fumada hasta el filtro, en el cenicero del brazo y miro por la ventanilla del tren: los viticultores parecen como pescadores en la viña agitada por el viento. Si se mira en la distancia, los viticultores, con sus botas altas y los movimientos de barrido de las manos, se pierden de vista; las hileras de vides se vuelven como las líneas de un escrito, regulares y laboriosas, como si no pudieras descifrar los signos sólo por tu miopía.
     Incluso los papagayos nos sobreviven, Andrjuscha, digo a las líneas. ¿Qué vamos a hacer con nosotros, Andrjuscha? Hace ya veinte años que nos conocimos, en un mundo que ya no existe, en un Estado que ya no existe, en una ciudad que así tampoco existe más, en un invierno en Leningrado inusualmente nevado. Bajo del tren. Está oscureciendo. El polvo del agua brilla en la luz de la linterna. Un hombre está parado bajo su paraguas, como en un estuche redondo, que lo separa de la luciérnaga de agua. Subo al metro y me desvío en los tiempos silenciosos de la terminada era soviética.

Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht

 

 

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