La arquitectura de la memoria / Jesús Rábago

ENTRE LA DIVERSIDAD DE EDIFICIOS QUE ATRAEN NUESTRA MIRADA, los más impresionantes son quizá los monumentos; no aquellos que han llegado a serlo a la vuelta de la historia, aun menos los que lo son por su imponente tamaño, sino aquellos que han sido concebidos como tales de manera expresa desde su origen, debido a la densidad de su contenido. Todo el resto de los edificios forma parte de la vida práctica: los mercados tienen la memoria del comercio y de sus confrontaciones; los teatros guardan la memoria de los espectáculos; los talleres, las fábricas, las oficinas, registran los esfuerzos del trabajo; los monumentos pertenecen a otro orden: son la expresión profunda de experiencias que dejan huellas igualmente profundas en nosotros. Cuando escuchamos hablar de la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla, entendemos que fuera la memoria de la humanidad en su tiempo. Era la memoria de la humanidad e incluso algo más: la memoria de su imaginación. Porque, ¿qué es la memoria en el fondo sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede existir entre recordar sueños y recordar historias ancladas en nuestra memoria? Finalmente, ésa es la función de los monumentos, de los edificios ligados a nuestra memoria: dar lugar a los sueños.
    La idea —o el sueño, deberíamos decir— de un edificio capaz de expresar la memoria es muy antigua. Se desarrolló con particular intensidad en la Edad Media; esa época percibida como obscura y confusa, profunda, compleja, desbordante, probablemente porque la memoria aparentemente es así: desbordante, compleja, profunda, confusa, obscura, incluso si en realidad esto no es más que una apariencia. Esta idea se manifiesta ampliamente en sus catedrales, no a través de un discurso lineal que desdobla la historia de los hechos como lo hacen nuestros museos modernos, sino más bien con imágenes condensadas que muestran, más que los hechos (o las ideas sobre ellos), la impresión que éstos nos dejan en la memoria. Son edificios construidos para ser interpretados a través de la sensibilidad, no para ser racionalmente comprendidos, porque lo más significativo —aquello que se queda en nuestra memoria— no está en los hechos, los lugares, las fechas, sino en la manera en que los vivimos, los evocamos.
    La cuestión fundamental no es simplemente recordar, describir o explicar un hecho del pasado, sino sugerir, susurrar, invocar la experiencia del hecho en cuestión que ha sido registrada en nuestra memoria. Los monumentos son edificios centrales en nuestro territorio construido, tratan de hacernos evocar numerosas experiencias a partir de una misma experiencia, numerosas imágenes que se desdoblan en una misma imagen, numerosos muros en un solo muro, reunidos uno sobre otro y otro más, ya que el valor de la memoria —como el de los monumentos— se mide por la riqueza de sus significaciones, el espesor de sus imágenes, su densidad concentrada. Los monumentos, como cualesquiera de los edificios ordinarios ligados íntimamente a nuestra memoria, guardan tiempo condensado; como dice Mircea Eliade: todos los tiempos en un solo espacio, todas las historias en un solo lugar.1 Dentro de ellos, los muros «condensan libros que el alma condensa»:2 la luz que ilumina y da sentido al espacio, las perspectivas que ordenan los recorridos, las líneas que se entreveran y construyen un lugar en nuestro interior. Debido a este hecho, volvemos a las catedrales góticas con un interés renovado, porque encierran historias iluminadas y veladas en un mismo instante, en un mismo muro; exigen un ojo alerta, una atención acuciosa. La realidad en que vivimos parece ser una; su interpretación resulta múltiple e interminable.
    Probablemente bastaría con vivir de nuevo la experiencia de recorrer con cuidado, una vez más, edificios tan sorprendentes como la basílica de Saint-Denis, o la catedral de Chartres, o la de Notre-Dame en el corazón de París, o la de Ruan, o la de Amiens (incluso después de sus diversas demoliciones y añadiduras), y observar lo que sugieren a nuestra memoria. Y ya que estas palabras mismas forman un texto, no podemos olvidar las experiencias inscritas en los libros y sus bibliotecas, que han formado parte sustancial de la creación de monumentos, y que han sido a lo largo de la historia un símbolo de la memoria por excelencia; podemos re-vivir la experiencia de leer la Summa Theologiæ de Santo Tomás, o la Divina Comedia de Dante Alighieri (incluso en algunas de sus múltiples traducciones poco afortunadas), que han sido escritas exactamente con el mismo sentido en que las catedrales han sido construidas. La experiencia de sumergirse en su interior —libros y catedrales— es de tal manera fascinante que no podemos más que abandonarnos a su propio mundo. Desde la Antigüedad, los muros de los lugares de habitación eran libros que ofrecían testimonios orientadores para la memoria. «Los lugares son tablas de cera sobre las cuales escribimos; las imágenes son las letras que trazamos. El acomodo y la disposición de las imágenes se parecen a la escritura»:3 son palabras de Cicerón, un orador que explora la manera en que la escritura de la memoria depende de los lugares en donde se vive.
    Probablemente bastaría con tratar de recuperar la intensidad de esta idea —este sueño— expresada en los monumentos para conmoverse, y así continuar la cadena de amplios trabajos consagrados al tema a lo largo del tiempo. A título muy personal, mi memoria me hace evocar el trayecto de un paseo con Antoni Gaudí en el Parque Güell de Barcelona bajo el velo lluvioso de un sábado a finales de otoño, sus complejas y al mismo tiempo simples estructuras orgánicas, la exuberancia y el rigor de sus elementos, sus mosaicos multicolores que forman y deforman muros, atraen y distraen; la silueta provocadora de la torre Einstein en Potsdam, dibujada con una particular plasticidad en el tranquilo paisaje semirrural; los muros sobrecogedores del edificio Scheepvaarthuis en Ámsterdam; también las historias maravillosas, fantásticas, racionales, sabias, enciclopédicas, de Jorge Luis Borges, recopiladas en dos volúmenes de bolsillo editados por Emecé; me sumerge —literalmente hablando— en las historias descritas larga, intensa, minuciosamente por Marcel Proust, en las frágiles páginas de papel biblia de la edición de La Pléiade de su novela En búsqueda del tiempo perdido. Todos ellos, como muchos otros ejemplos, nos ofrecen pruebas innumerables del talento consagrado al tema en cuestión: la creación de obras como una recreación de experiencias memorables. Habría que decir que un recorrido de este orden es una experiencia sin duda sorprendente en una época como la nuestra, que parece mucho más interesada en la acumulación de cosas en cantidad que por su uso y significación; preferimos poseer muchas cosas y cambiarlas de vez en vez, alejándonos de ellas, que apropiarnos de unas cuantas y conservarlas, manteniéndonos a su lado.
    Hace un momento decía re-vivir porque probablemente lo decisivo no es tanto hacer el recorrido una vez, sino volver sobre la experiencia más tarde; lo más importante no es ir, sino saber regresar, intensificar las impresiones, detenernos, descubrir el lugar plenamente, saborearlo a profundidad, paladearlo (incluyendo sus amarguras inherentes), perdernos en él siguiendo las emociones que nos provoca (habría que decir que la memorización no significa simple repetición, como se tiende a creer, sino compleja intensidad, pues memorizar implica entremezclar los hechos con nuestras emociones). Así es, justamente, como descubrimos las experiencias que los monumentos guardan. Así es, de hecho, como sus arquitectos y constructores vivieron alrededor de las experiencias por retener, a fin de poder imaginar, ordenar, dibujar y construir la inquietud de sus recorridos, el interés de la doble vista de las ventanas, la estabilidad de los muros, la familiaridad del mobiliario, en fin, todo eso que se encuentra en los lugares que hemos heredado. Los gestos de los arquitectos y de los visitantes coinciden en una misma experiencia: encontrarse no en un lugar, sino encontrarse con él (y dejar que dicho lugar nos encuentre a nosotros, claro está); ver, oler, acariciar, asociar, recorrer, suspirar, jugar con los edificios y sus imágenes que nos sugieren otras imágenes en el interior de la memoria, de nuestra particular memoria. La función de los monumentos no es tanto saber registrar experiencias memorables, sino saber evocarlas. Recordemos que durante la Edad Media saber de memoria era saber;4 es decir: aprender, descubrir, conocer una cosa de manera tan íntima que no sólo resulta difícil que la olvidemos, sino que se vuelve un punto de referencia para adquirir nuevas experiencias: saber y memorizar eran sinónimos. La cuestión no es tanto escribir, leer, conocer o construir, sino más bien reescribir, volver a leer, construir una vez más, construirse, conocerse, habitar.
    También podemos asociar esta idea sobre los monumentos, más que a una época en la historia o a una experiencia personal, a un pueblo, a una tradición viviente: el pueblo judío, que es por excelencia el pueblo de la memoria. Los cabalistas hebreos sostienen que la Torá ha sido escrita en particular para cada uno de sus lectores, lo que no es extraño si pensamos que la Torá y sus lectores provienen del mismo autor, Dios. Y si Dios acepta escribir, su escritura no puede estar sino densamente cargada de contenidos; cada idea, frase, nombre, sílaba, acento, cada palabra, cada ausencia de palabras, indica un sentido preciso. Dios ha escrito en la memoria de los hombres, de la misma manera en que él ha escrito en la Torá algo fundamental por descubrir, tan sustantivo que es necesario releerlo con suma atención a fin de que pueda revelarse. Esta concepción de los judíos es diferente a la concepción mítica del mundo griego y latino, donde las musas desempeñan un papel más o menos vago en la inspiración de las obras:5 aquí no es la inspiración de las musas que juegan, sino el espíritu de Dios que se manifiesta. Así es como fue creado el templo de Jerusalén en los tiempos del rey Salomón: un edificio que ha dejado huella en la memoria de Occidente como un ícono sobre la creación de monumentos, por la riqueza y la precisión de sus significados. Fue construido como un cosmos en el sentido literal de la palabra: la proyección de una visión específica del mundo, la recreación del universo: un edificio que hace visible la experiencia de crear un orden y que, por la extensión y la coherencia interna de sus implicaciones, revela un saber mucho más complejo y riguroso de lo que puede ser, en su propio registro, la construcción de una ciencia específica. Dicho de otro modo, el templo de Salomón es, más que un símbolo, una simbología, una mitología crítica, un saber en el sentido profundo de la palabra, un puente de articulación por explorar entre Dios y yo. Un edificio construido con este sentido no es tanto la representación de un saber, sino el saber mismo; su interpretación hermética y misteriosa es a la vez clara y precisa, expresa la memoria, su imaginación desbordante, sin olvidar el rigor del pensamiento.
    Los constructores de sitios como la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, el Panteón de Agripa en Roma, la basílica de Santa Sofía en Constantinopla, la iglesia abacial de Saint-Denis al norte de París, la Capilla Palatina de Aquisgrán, la catedral de Milán, la Capilla Sixtina del Vaticano, el palacio de El Escorial, aspiraron a imitarlo. Uno a uno, todos estos edificios registran, más que hechos, experiencias grabadas en la memoria. Sus interpretaciones, de por sí múltiples, no han cesado de suscitar a su vez nuevas interpretaciones inesperadas. Un edificio que perdura en el tiempo es un edificio que se entiende de varias maneras, que permite lecturas diversas, heterogéneas, cambiantes. Cada generación interpreta de una forma particular sus monumentos y su memoria.
    De regreso a la cuestión inicial: ¿qué es la memoria? ¿Cómo se manifiesta en los monumentos? ¿Cuál es su sentido? San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino retomaron el texto «De memoria et reminiscencia», apéndice del tratado De anima, de Aristóteles (sin olvidar el célebre ad Herennium, atribuido a Cicerón, que determinó toda la tradición sobre la memoria desde la Antigüedad romana). La idea de Aristóteles sobre la memoria y sobre el recuerdo se funda en la teoría del conocimiento expuesta en dicho texto. Las percepciones ofrecidas por los cinco sentidos son inicialmente procesadas —o absorbidas, si se prefiere— por la facultad de la imaginación, y son las impresiones así formadas las que conforman el material de la facultad intelectual.6 La imaginación grabada por la percepción de los sentidos es, de esta manera, el origen del pensamiento; no es posible pensar sino a partir de las imágenes que salen de la imaginación. Dicho de otro modo, el pensamiento es una parte de la imaginación. La imaginación es el género, el pensamiento es la especie. Para Aristóteles, la memoria pertenece a la misma fracción del alma que la imaginación. Para la escolástica, y para la tradición de la memoria que deriva de ella, la teoría de la memoria y la teoría del conocimiento de Aristóteles coinciden en la importancia que ambas ofrecen a la imaginación, la parte interna de la experiencia. Los constructores de las catedrales, así como los fieles y los religiosos que apoyaban y daban sentido a su construcción, no percibían en ellas una simple transcripción de hechos reales; su idea era más elaborada. Los constructores de las imponentes catedrales de Amiens, Estrasburgo, Naumburgo, Colonia y Cantorbery —y podríamos decirlo de igual manera para monumentos aparentemente menores— entendieron que debían manifestar las impresiones que quedan en la imaginación detrás de los hechos, más que limitarse al solo registro objetivo o externo, fácilmente olvidable.
    Aristóteles hace una distinción entre la memoria y el recuerdo. Recordar es un esfuerzo deliberado de la conciencia para tratar de encontrar su propio camino entre los contenidos de la memoria inconsciente. La memoria contiene el peso, pero el esfuerzo de recordar —que se caracteriza por su ligereza— es esencial para su expresión. En este esfuerzo, el acento se pone en los dos principios que están ligados entre sí y que se encuentran en la base de la manifestación de la memoria: la asociación y el orden. En los monumentos se encuentra una vasta asociación de imágenes ligadas a la experiencia por expresar, así como la interpretación cuidadosa de su propio orden. Ellos se sumergen en las profundidades de las imágenes de la imaginación inconsciente a través de una búsqueda de sentido. Bella, difícil, sublime armonía entre razón e imaginación. Los monumentos nos muestran una impresionante densidad de experiencias implícitas en un esfuerzo decisivo por ponerlas en relación; y de esta manera, para tener acceso a ellas, nos toca hacer —a nosotros también— un esfuerzo personal decisivo para lograr percibir y entender su complejidad. El acceso a la memoria y a sus monumentos ha implicado siempre grandes esfuerzos e íntimas satisfacciones. En este punto es difícil dejar de evocar las Confesiones de San Agustín de Hipona, ya que es uno de los primeros ejemplos explícitos, y probablemente el de mayor influencia para trabajos posteriores, a propósito del esfuerzo de esta investigación al interior de nosotros mismos, esta introspección de amplio aliento, hondo examen de conciencia, esta psicología profunda, cuando representa a la memoria justamente como un gran edificio por recorrer, un «vasto palacio» por mostrar «sin velos y a la luz», un monumento como aquellos que pocos como él tuvieron la oportunidad de conocer en la Antigüedad antes de su destrucción.7 Más cerca de nuestro tiempo parece difícil olvidar las ideas del vienés Sigmund Freud; el psicoanálisis ha marcado nuestra visión contemporánea a propósito de los sueños y la memoria; sus ideas sobre la «libre asociación» de las imágenes y la interpretación de su sentido tienen más de una coincidencia con las ideas de Aristóteles,8 y de la misma manera como los monumentos se refieren a una arquitectura que expresa experiencias profundas, Freud define el psicoanálisis como una psicología de profundidades.
    Durante el Renacimiento, la exploración de la memoria a través de la organización interna de sus habitaciones puede encontrarse en Giullio Camillo (Teatro della memoria), o en Giordano Bruno (gran admirador del doctor Angelicus y San Alberto Magno), o en Gottfried Wilhelm Leibniz (que retoma los análisis de Bruno), pero también se encuentra en los palacios barrocos —sin que exista necesariamente una liga directa entre ellos (ideas y edificios) como en la Edad Media. Los palacios Farnese, Barberini, Borghese, Montecitorio en Roma, el de Carignano en Turín, el castillo de Vaux-le-Vicomte cerca de París (que emociona suficientemente a Luis XIV para recrearlo en Versalles como un palacio deslumbrante, el cual a su vez estimula a varias generaciones de los Habsburgo para la construcción del palacio Schönbrunn en las afueras de Viena), o el Hotel de Orléans en París, el palacio Pesaro en Venecia, fueron concebidos como una interpretación especial y detallada, apasionada, coloreada podríamos decir, de nuestro mundo interior, de nuestra imaginación, sin olvidar jamás el orden que les pertenece (y al que pertenecen). «Fue el último período que haya visto la eclosión de un estilo unitario», como lo señala Hans Scharoun,9 un arquitecto que exploró personal y apasionadamente las posibilidades de esta visión unitaria en las condiciones propias de la modernidad de nuestro tiempo.
    Hacía finales del siglo XIX, casi tres siglos más tarde, surgen interpretaciones innovadoras con la arquitectura de ciertos lugares dispersos, como la Ópera de Charles Garnier en París, la escuela de Bellas Artes de Charles Rennie Mackintosh en Glasgow, la casa Tassel de Victor Horta en Bruselas. Más recientemente han aparecido las imágenes de la Asamblea Nacional proyectadas por Louis Kahn en Dacca, la tumba Brion junto al cementerio de San Vito cerca de Asolo, por Carlo Scarpa —donde el propio arquitecto está sepultado en un modesto rincón, de acuerdo a sus deseos—, la Ópera en Sydney por Jørn Utzon, el Parlamento de Holyrood por Enric Miralles en Edimburgo.
    Los monumentos pueden tener varios desaciertos (sin duda los tienen), podemos estar en desacuerdo con su concepción (nunca hay que entenderlos de manera pasiva), pero siempre guardan algo de sorprendente, no en relación al respeto excesivo, más bien en el hecho de compartir una experiencia importante, intensa, estimulante para estar en un lugar a plenitud. En la lógica constructiva de nuestros días, la memoria tiene un débil status, una fragilidad que se refleja en nuestra incapacidad de erigir edificios con carácter, por construir monumentos en el sentido fuerte del término, con las implicaciones que esto significa. Nuestra relación con la dignidad resulta con frecuencia una fractura. Mencioné lugares sobre todo públicos, a veces deslumbrantes, desbordantes, densos, monumentos célebres, pero podemos pensar de igual manera a propósito de nuestras casas íntimas, nuestros modestos espacios de trabajo cotidiano, nuestros lugares de encuentro, las calles que nos son familiares. Si consideramos que un lugar apropiado —nuestras viviendas, así como cada pieza de nuestro entorno que nos parece valiosa— es una proyección de nuestras experiencias de vida, un espacio donde quedan registrados los hechos concretos, pero también, y sobre todo, la manera como los vivimos (esto último es justamente lo que les imprime su carácter), entonces la memoria es no solamente una cuestión importante, sino una cuestión fundamental por abordar. Porque ¿qué es construir un lugar con sentido sino saber registrar nuestras experiencias en él, saber manifestarlas, saber dejar huella, habitar? Yo habito un lugar porque ahí algo toca mi memoria, cuestiona mi inteligencia y permite a mi imaginación la posibilidad de soñar. Saber construir significa construir edificios capaces de permanecer ahí, de quedarse tranquilos, como los árboles más allá de las estaciones. ¿Qué es lo determinante? ¿Aquello que observamos un día, o
las imágenes que nos observan largamente desde el fondo de la memoria para dejarnos entrever lo que somos? La memoria es el elemento que sostiene la identidad; la búsqueda de su manifestación —no la simple rememoración— habrá que hacerla en el corazón de nuestros monumentos.

1 Mircea Eliade, Le sacré et le profane, Gallimard, París, 1965, pp. 21-24.
2 Pascal Quignard, «Domus et villa», en Le sexe et l’effroi, Gallimard, París, 1994, p. 159.
3 Cicerón, Retórica a Herenio, IV, «De oratore II», Gredos, Madrid, 1997.
4 Jacques Le Goff, Histoire et mémoire, Gallimard, París, 1988, p. 141.
5 Jean-Pierre Vernant, Mythe et société en Grèce ancienne, La Découverte, París, 1974, pp. 196-217, y Mythe  et pensée chez les grecques. Études de psychologie historique, Maspero, París, 1965, pp. 80-107.

6 Francis A. Yates, L’art de la mémoire, Gallimard, París, 1975, pp. 44 y ss.
7 San Agustín, Confesiones, libro X, cap. VIII, «Sobre la memoria», en Obras Completas, tomo II, Biblioteca
    de Autores Cristianos, Madrid, 1955, pp. 481-485.
8 La «libre asociación» de las imágenes en el discurso de quien sueña, y la interpretación de su sentido,
    guardan más de una relación con las ideas de Aristóteles, a pesar de que no se registra ninguna
    referencia por parte de Freud a De anima, o a los textos de los grandes escolásticos, en la erudita
    bibliografía de La interpretación de los sueños (1900). En textos más tardíos, curiosamente hace
    referencia a su teoría como una cierta «mitología» (Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 1933).
9 Hans Scharoun, «La modernité du baroque», en La culture architectural, bajo la dirección deJean-Pierre
    Epron, Pierre Mardaga Ed., Liège, 1992, p. 151.

 

 

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