Tengo derecho a destruirme (parte 1) / Kim Young-ha

La muerte de Marat

Estoy viendo la muerte de Marat, pintura al óleo realizada por Jacques-Louis David en 1793, impresa en un libro de arte. El revolucionario Jacobino Jean-Paul Marat ha sido asesinado y yace en su tina. Su cabeza está envuelta en una toalla, como un turbante, y su mano, que cuelga junto a la tina, sostiene una pluma. Marat ha expirado y —sanguinolento— se arrellana entre los colores verde y blanco. La obra exuda una serena quietud. El fatal cuchillo yace abandonado en el fondo del lienzo.
      Varias veces he intentado copiar esta pintura. La parte más difícil es la expresión de Marat; siempre la hago demasiado sosegada. En el Marat de David no se percibe ni el abatimiento de un joven revolucionario tras un ataque repentino ni el alivio de un hombre que ha escapado a los tormentos de la vida. Su Marat está en paz aunque dolido, lleno de odio pero también de entendimiento. Mediante la expresión de un muerto David cristaliza el conflicto interno de nuestras emociones más profundas. Al ver esta pintura por primera vez, nuestros ojos tienden a posarse inicialmente en el rostro de Marat. Pero su rostro no nos dice nada, así que la mirada se mueve en una de dos direcciones: hacia la mano que se aferra a la carta o hacia la mano que cuelga flácidamente junto a la tina. Aun muerto se mantiene asido a la carta y a la pluma. Marat fue asesinado por una mujer que le había escrito antes, y justamente se encontraba esbozando una respuesta a aquella carta. La pluma que Marat agarra en su muerte le inyecta tensión a la calma y serenidad de la escena. Todos habríamos de emular a David. La pasión de un artista no debería crear pasión. La virtud suprema de un artista es la frialdad y la distancia.
      La asesina de Marat, Charlotte Corday, perdió su vida en la guillotina. Corday, una joven Girondina, decidió que Marat debía ser eliminado. Era el 13 de julio de 1793; tenía veinticinco años de edad. Inmediatamente arrestada tras el incidente, Corday fue decapitada cuatro días más tarde, el 17 de julio.
      El reinado de terror de Robespierre fue puesto en marcha con la muerte de Marat. David entendió el imperativo estético de los jacobinos: una revolución no puede progresar sin que el terror la impulse. Con el tiempo esa relación se invierte: la revolución progresa sólo para impulsar al terror. Como un artista, el hombre que crea terror debe guardar distancia, tener sangre fría. Debe tener en mente que la energía del terror que libera puede consumirle. Robespierre murió en la guillotina.

Cierro mi libro de arte, me levanto y tomo un baño. Siempre me lavo meticulosamente en los días que trabajo. Después de bañarme, me afeito con cuidado y voy a la biblioteca, donde busco clientes y echo un vistazo a materiales potencialmente útiles. Es una labor lenta y sosa, pero avanzo pesadamente. A veces no tengo cliente alguno durante meses. Pero puedo sobrevivir medio año si consigo sólo uno, así que no me importa invertir largas horas en la investigación.
      Usualmente leo libros de historia y guías de viaje en la biblioteca. Una sola ciudad contiene decenas de miles de vidas y cientos de años de historia, así como la evidencia de su entretejido.       En las guías de viaje, todo esto se comprime en unas cuantas líneas. Por ejemplo, una introducción a París comienza de esta forma:
      Lejos de ser sólo un lugar secular, París es la tierra sagrada de la libertad religiosa, política y artística, alternativamente esgrimiendo dicha libertad y deseando en secreto conseguir más de ella. Conocida por su espíritu de tolerancia, esta ciudad ha sido el refugio de pensadores, artistas y revolucionarios como Robespierre, Curie, Wilde, Sartre, Picasso, Ho Chi Minh, y Khomeini, junto con muchas otras figuras inusuales. París tiene grandes ejemplos de excelente planeación urbana del siglo xix, y al igual que su música, arte, y teatro su arquitectura abarca todo, desde la Edad Media hasta las vanguardias, y en algunos casos va más allá de las vanguardias. Con su historia, innovaciones, cultura y civilización, París es una necesidad en este mundo: si París no existiera, tendríamos que inventarla.

Una palabra más sobre París sería superflua. Tal concisión explica mi gusto por las guías de viaje y los libros de historia. La gente que no sabe resumir no tiene dignidad. Tampoco tiene dignidad la gente que alarga innecesariamente su desordenada existencia. Aquellos que no conocen la belleza de la simplificación, o de podar todo lo que no es necesario, mueren sin comprender el verdadero significado de la vida.
      Siempre salgo de viaje cuando recibo el pago al final de un trabajo. Esta vez iré a París. Estas pocas líneas en la guía de viajes son suficientes para picar mi curiosidad. Pasaré los días leyendo a Henry Miller o a Oscar Wilde o bocetando a Ingres en el Louvre. El hombre que lee guías de viaje durante el viaje es un aburrido. Leo novelas cuando viajo, pero no las leo cuando estoy en Seúl. Las novelas son la comida para las horas sobrantes de la vida, los entretantos, los momentos de espera.
      En la biblioteca, primero hojeo las revistas. De todos los artículos, las entrevistas son lo que más me interesa. Si tengo suerte, encuentro clientes en ellas. Los reporteros, armados con baratas sensibilidades de mediana cultura, ocultan las características de mis clientes potenciales entre líneas. Nunca preguntan cosas como «¿Alguna vez ha sentido el impulso de matar a alguien?». Y es obvio que jamás se preguntan «¿Cómo se siente usted cuando ve sangre?». No le enseñan al entrevistado pinturas de David o Delacroix para pedirle sus impresiones. En vez de esto, las entrevistas están llenas de parloteo sin sentido. Pero a mí no me engañan; capto una chispa de posibilidad en sus palabras vanas. Desentierro pistas en el tipo de música que prefieren, las historias familiares que a veces revelan, los libros que pegan en algún nervio, los artistas que aman. Las personas tienen el deseo inconsciente de revelar sus impulsos internos.       Están esperando a alguien como yo.
      Por ejemplo, un cliente una vez me dijo que le gustaba Van Gogh. Le pregunté si le gustaban sus paisajes o sus autorretratos. Titubeo, y luego me dijo que prefería sus autorretratos.       Siempre observo de cerca a aquellos que se pierden a sí mismos en autorretratos. Son almas solitarias, inclinadas a la introspección, que de verdad han luchado de frente con su existencia. Y saben que tal introspección, aunque dolorosa, es secretamente exhilarante. Y si alguien me pregunta qué tipo de pregunta elaboraría yo, me doy cuenta de que esa persona se siente sola.             Pero no todos los solitarios son clientes en potencia.
      Después de hojear revistas, reviso periódicos. Leo todo con cuidado, de obituarios a avisos oportunos —en especial aquellos avisos que buscan un tipo particular de persona. También leo la sección de negocios. Me enfoco en artículos sobre compañías que alguna vez fueron prósperas pero que ahora están al borde de la bancarrota. También pongo mucha atención en las fluctuaciones del mercado de valores, ya que las acciones son las que primero anuncian un cambio social. En la sección cultural, noto las tendencias actuales en el mundo del arte y los tipos populares de música. Por supuesto, los libros recientes son también tema de interés. Leer estos artículos me ayuda a descifrar los gustos actuales de mis posibles clientes. Mis conocimientos sobre sus tipos favoritos de música, arte y literatura ayudarán a que la conversación fluya libremente.
      A veces, al salir de la biblioteca, me detengo en Insadong a ver arte o me dirijo a alguna megatienda de música a comprar cd. Si tengo suerte, me encuentro con un cliente en potencia deambulando por las galerías. Busco personas absortas en el estudio enteramente deliberado de alguna pieza de arte, personas que nunca dan un solo vistazo a sus relojes —incluso en un sábado por la tarde. Estas personas no tienen otro lugar a donde ir; no tienen que encontrarse con nadie más tarde. Y las pinturas que los cautivan, que los mantienen completamente paralizados en un lugar durante largo tiempo, delatan inadvertidamente los deseos más profundos de quienes las observan.
      Al anochecer me dirijo a mi oficina en el séptimo piso de un ruinoso edificio en el centro de la ciudad. En mi oficina sólo tengo teléfono, escritorio y computadora. Ni siquiera tengo que ver al casero pues pago mi renta en línea. Cuando llego, apago la contestadora y espero a que suene el teléfono. Alrededor de la 1:00 a.m. usualmente ya he recibido unas veinte llamadas. Llaman en respuesta a mi anuncio en el periódico: «Escuchamos sus problemas». Habiendo leído esta frase sencilla, esperan a que anochezca para marcar. Hablo hasta la madrugada con gente con distintos problemas: una chica que es violada por su padre, un homosexual que está a punto de ser reclutado por el ejército, una mujer que le es infiel a su novio, una esposa que es golpeada por su esposo. Escucho historias que nunca descubriría en ninguna biblioteca, librería o galería de Insadong durante el día. Así es como encuentro a la mayoría de mis clientes.
Después de unos cuantos minutos, puedo elucidar el nivel de educación, gustos y disgustos, y circunstancias económicas de cualquiera. Puedo detectar y seleccionar a un cliente en ciernes con este tipo de información. Me gusta el poder seleccionar a mis clientes.
      Pero hay escollos. El hecho mismo de que las personas que llaman aún tengan voluntad de conversar con alguien significa que no están lo suficientemente desesperadas como para solicitar mis servicios. Así que tomo una dirección distinta de la que toman los consejeros comunes, que escuchan los relatos sin ofrecer soluciones. Los escucho sólo hasta poder descifrarlos, luego los acoso con mis consejos. No tiene sentido continuar escuchando a la chica que es violada y golpeada por su padre todas las noches. Todo lo que puedo decirle a la chica, que ya tiene diecisiete, es que debe huir. Pero un consejero común le diría que se quede, que se aguante, y que llame a organizaciones civiles o a la policía para pedir ayuda. Estos consejeros ignoran la esencia del problema y la simplicidad de la solución. No es como si la chica no supiera qué es lo que debe hacer.
      Si la persona que llama reacciona positivamente a mi provocación, permito que la llamada continúe. Ella siente alivio y limpieza. Cuando considero que el momento es apropiado, agrego:       «Si tu padre es así, ¿por qué no matarlo?». Si responde con cautela, le digo que sólo estaba bromeando. Por otro lado, si no cuelga, es una señal de que le interesan mis métodos. Pero yo no aliento hacia el asesinato. Esta clase de comentario incendiario es meramente una forma de extirpar a las personas que no deseo. No tengo interés en que una persona mate a otra. Sólo quiero extraer deseos mórbidos, aprisionados en lo profundo del inconsciente. Este gran deseo, una vez liberado, comienza a crecer. La imaginación de la persona que llama corre libremente, y ella pronto descubre su verdadero potencial.
      Cuando creo que alguien tiene potencial, le propongo una cita. No en mi oficina, por supuesto. A veces vamos por un trago, o a una exposición, o a una película. A veces, muy pocas veces, cuando se trata de un cliente muy importante, salimos juntos de viaje. Con importante no quiero decir alguien que pague mucho dinero sino alguien que estimule mi creatividad. Es difícil encontrar a alguien así, pero cuando esto sucede, mi felicidad no tiene límites. Pero nunca revelo esto frente a ellos. Ellos no saben nada de mí: ni mi nombre, ni mi pueblo natal, ni las escuelas a las que fui, ni siquiera mis aficiones. Oculto mis gustos con una plática incesante. Sin comprender, sacuden sus cabezas en desaprobación, ya que evado sus expectativas sobre mi persona. Pero esto debe esperarse, pues en realidad nadie sabe gran cosa sobre un dios.
      Hablo, hasta el momento en que me despido del cliente, sólo para conseguir su historia familiar y los años de su infancia, sus historias de amor, sus éxitos y fracasos, los libros que ha leído, y la música y el arte de su preferencia. La mayoría de las personas cuentan sus historias sin oponer gran resistencia. Cuando lo hacen, son honestas. Algunos quieren deshacer el trato una vez que escucho todo lo que tienen que decir. Les regreso su dinero, exceptuando el depósito. Pero muchos de ellos regresan después. Cuando lo hacen, llevan a cabo el resto del contrato sin más discusión.
      Cuando termino un trabajo, realizo un viaje. Cuando regreso, escribo sobre el cliente y nuestro tiempo juntos. Mediante este acto de creación aspiro a convertirme cada vez más en un dios. Sólo hay dos formas de ser un dios: por medio de la creación o del asesinato.
      No todos los contratos que se llevan a cabo se convierten en relatos. Sólo los clientes que valen el esfuerzo renacen mediante mis palabras. Esta parte de mi trabajo es dolorosa. Pero este arduo proceso pone en evidencia la simpatía y el amor que siento por mis clientes.
      Shakespeare alguna vez dijo: «¿Es pecado entonces / Correr hacia la morada secreta de la muerte / Antes de que la muerte se atreva a venir a nosotros?». Cientos de años más tarde, la poeta Sylvia Plath lo llevó más lejos. «El chisguete de sangre es poesía / No hay forma de detenerlo». La mujer que escribió esto terminó su vida abriendo la válvula de gas de su estufa.
      Mis clientes no tienen el talento literario de Sylvia Plath, pero diseñan el fin de sus vidas con la misma belleza que ella. Sus relatos escritos ya suman más de diez. Planeo soltarlos lentamente hacia el mundo. No necesito un adelanto ni regalías. Tengo suficiente dinero para mantenerme. Y eso sería faltarle al respeto a mis clientes. Planeo meter los escritos en un sobre, sin condiciones o exigencias, y enviarlos a un editor. Me esconderé entonces, sin forma, y observaré la resurrección de mis creaciones.
      Enciendo la computadora y comienzo a abrir archivos protegidos por contraseña. El primer archivo cuenta la historia de una joven mujer que me contrató hace dos inviernos.

Traducción del inglés de Eduardo Padilla
 
 
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